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Editorial

Los encapuchados

Con los encapuchados, en general. estamos ante un nuevo fenómeno en el que se crea una narrativa para justificar actos igualmente violentos.
Publicado

Ha nacido una nueva especie en el ecosistema de la política nacional: se trata de los encapuchados. La última aparición fue la de Simona en medio de una misa en la Catedral Primada de Bogotá. Pero no es la única. En febrero, encapuchados sacaron a la fuerza al candidato Sergio Fajardo de la Universidad Tecnológica de Pereira. En agosto pasado, encapuchados se apoderaron de un bus de Transmilenio en el Portal de las Américas en Bogotá. Encapuchados —que lanzan piedras y bombas molotov— se han vuelto el pan de cada día en la toma de sitios estratégicos como el portal de las Américas en Bogotá y en las manifestaciones públicas.

El caso de Simona tiene su particularidad. Y vale la pena mencionarlo porque ocurrió esta semana. Ella explicó en radio que se trató de un performance y que “el arte no pide permiso porque tiene la capacidad de incidir en espacios no convencionales para llamar la atención sobre ciertas denuncias”. Aún más, desde su punto de vista, todo fue un acto de paz y amor. “Nosotros no interrumpimos, no vandalizamos, no violentamos [...], participamos, hicimos un cuestionamiento en que nos relacionamos hacia los otros”, dijo Simona.

Uno podría intentar entender la lógica de la encapuchada. Dice que no los escuchan y que necesitan hacer acciones como estas para que les pongan atención. Podría ser. ¿Pero acaso no fue eso mismo lo que reclamaron durante los meses de paro del año pasado? ¿Acaso no se han creado todo tipo de instancias de diálogo? (El Ministerio de Educación se ha pasado los últimos dos años conversando con los jóvenes, por mencionar solo una de las varias entidades que han respondido a las demandas del paro del 2021). ¿Acaso no se hizo una reforma a la Policía para evitar que ocurran de nuevo situaciones tan críticas?

Pero, más allá de Simona —que, hay que repetir, puede ser un caso diferente—, con los encapuchados, en general, estamos ante un nuevo fenómeno en el que se crea una narrativa para justificar actos igualmente violentos. Sacar a un candidato presidencial de una universidad tiene una dosis de violencia típica de regímenes autoritarios. Quitarle el bus a un conductor, su medio de trabajo, es completamente reprochable. Destruir bienes públicos en los que se ha invertido dinero de los impuestos de todos es totalmente violento. El acto en la Catedral, sin duda, tiene algo de simbólico, pero parte de la base de un irrespeto profundamente egoísta: me importan poco tus tradiciones o tus ritos y te irrespeto para provocar el escándalo que a mí —Simona— me conviene.

El anonimato, que en dictaduras podría tener sentido para proteger a quienes defienden derechos fundamentales, en las democracias puede terminar sirviendo para todo lo contrario: para que un individuo pueda hacer algo ilegal o para que grupos organizados que quieren desestabilizar la democracia puedan actuar a sus anchas. Solo basta revisar lo que fue y ha sido el Ku Klux Klan y sus capuchas.

Los encapuchados en las calles que tiran piedras y destruyen los bienes públicos no son muy distintos de las bodegas de las redes sociales. Se esconden detrás de una máscara porque sin ella tal vez no serían capaces de sostener ni lo que dicen ni lo que hacen.

Y ese parece ser el punto crucial. ¿Por qué en Colombia se permiten utilizar capuchas para esconder el rostro? En muchos países, que siempre se han visto como ejemplo de defensa de las libertades, no solo están prohibidas, sino que se castigan.

En Canadá, la ley C-309 de 2013 declaró las capuchas ilegales en manifestaciones públicas. Y quien las usa puede recibir hasta diez años de prisión. En Alemania, desde 1980 la ley prohíbe ocultar el rostro en manifestaciones. Se sanciona con multa o cárcel de hasta un año. En Estados Unidos, hay leyes antimáscaras desde medidados del siglo XX para impedir el uso de máscaras al estilo Ku Klux Klan. En Dinamarca es ilegal usar máscaras en protestas. En España, los manifestantes que se cubran la cara pueden ser sancionados por hasta treinta mil euros. En Francia, la ley insta a no portar —en espacios públicos, con excepción de circunstancias específicas— accesorios que cubran la cara, como máscaras y pasamontañas. En Suecia y Austria se prohíbe la máscara en algunos casos: si la manifestación causa perturbación en el orden público. Y en Suiza, en siete cantones se prohíbe el uso de máscaras.

En Colombia hay un proyecto de ley contra el vandalismo, pero no ha avanzado en el Congreso. Estamos presos de una especie de complejo de culpa, como el papá que no ha atendido bien a sus hijos y tiene que soportar todo tipo de caprichos o pataletas. Y caemos en contradicciones como que se le exige a la Fiscalía y a la Policía que identifique a los vándalos, para investigarlos por los daños en bienes públicos, pero a la vez la ley les permite utilizar capuchas.

El país no puede permitir que más violencia se cuele en la sociedad y menos que se legitime con narrativas astutamente creadas, pero que terminan siendo falacias 

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