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Si hay algo que caracteriza a los conflictos armados que Trump se atribuye haber acabado es su fragilidad.
Obsesionado con ganarse un día el Nobel de la Paz, Donald Trump asegura haber acabado ocho guerras en este primer año de su regreso a La Casa Blanca. Lo ha escrito en sus redes, lo repite de viva voz en cuanta oportunidad tiene y ha llegado a autoproclamarse como pacificador renombrando incluso el Instituto de Paz de Estados Unidos en su honor. El asunto es que muchos de sus pactos se acercan más a ceses del fuego, en algunos casos ya interrumpidos, que a acuerdos de paz que pongan fin de manera permanente a disputas generacionales.
El balance de los esfuerzos de mediación del presidente estadounidense debería analizarse desde el concepto mismo de paz. Johan Galtung, sociólogo noruego y principal impulsor detrás de la disciplina de la paz y los estudios de conflictos, las clasificó en dos tipos. La paz negativa, que es aquella frágil y propensa a brotes episódicos de conflicto en la que no hay violencia directa, pero las tensiones subyacentes y los problemas no resueltos todavía existen. Y la paz positiva, que exige un trabajo más profundo tanto a los participantes como a los mediadores, porque aborda la violencia estructural y las desigualdades que afectan a las poblaciones en conflicto.
Trump y sus enviados se han dedicado a un asunto fundamentalmente transaccional y muy diferente del duro trabajo de los procesos de paz mediados. Llegar a un acuerdo y hacer la paz son dos cosas distintas. En el primer caso se negocia entre posiciones una transacción de manera contractual: una parte transfiere la propiedad de algo a otra a cambio de pago.
En el segundo caso, se busca sacar de sus posiciones fijas a las partes para alcanzar resultados duraderos. El objetivo de los mediadores es generar confianza, transformar relaciones y abordar las injusticias estructurales e históricas que dieron lugar al conflicto.
Si hay algo que caracteriza a los conflictos armados que Trump se atribuye haber acabado es su fragilidad. En todos ha buscado acuerdos rápidos que le generen algún beneficio económico y por eso en cada uno de ellos se mantienen las tensiones abiertas y no existen tratados formales de paz.
Tomemos como ejemplo su mayor éxito, el alto al fuego entre Israel y Hamas que puso fin a la devastadora guerra en la Franja de Gaza, desencadenada por el ataque sin precedentes del movimiento islamista palestino Hamás contra Israel el 7 de octubre de 2023. Esta tregua dio lugar a la retirada parcial de las tropas israelíes de la franja y al canje de rehenes israelíes por presos palestinos. Pero la violencia sigue en el territorio, y más de 370 palestinos han muerto en ataques israelíes, mientras la segunda fase del plan de paz aún no ha empezado.
Otro de los conflictos de los que Trump se jacta de haber terminado es el de Ruanda y la República Democrática del Congo. Aunque se firmó un acuerdo a principios de diciembre, nadie espera que la guerra termine pronto puesto que el M23, el principal grupo rebelde respaldado por Ruanda, rechazó el acuerdo y continuó con la toma de ciudades. Eso sí, el presidente norteamericano se aseguró de incluir un componente económico según el cual se le concede a EE.UU. acceso preferencial a minerales estratégicos de la región.
El líder republicano se presentó también como el gran artífice del “acuerdo histórico” firmado el 26 de octubre entre Tailandia y Camboya, dos países que mantienen un conflicto fronterizo histórico. Pues este acuerdo tampoco funcionó y saltó en añicos dos semanas después con nuevos choques y enfrentamientos más intensos.
Ni qué decir de la exagerada afirmación trumpista de haber negociado la paz entre Egipto y Etiopía. Estas dos naciones no están en guerra, simplemente mantenían una disputa sobre una represa del Nilo que este último país construyó y que Egipto teme que le reduzca el caudal de navegación.
En cuanto a lo que Trump se atribuye sobre su intermediación en el conflicto entre India y Pakistán, la cosa está aún más biche. La Casa Blanca dijo que había puesto punto final a este enfrentamiento, pero el acuerdo no resuelve la histórica disputa territorial sobre la región del Himalaya y Cachemira, que ya ha provocado tres guerras a gran escala.
Otro enfrentamiento del que Trump piensa sacar tajada es el que existe desde hace 37 años entre Armenia y Azerbaiyán por el control de la región de Nagorno-Karabaj. Representantes de estos dos países firmaron en la Casa Blanca un proyecto de acuerdo de paz para acabar con el conflicto en el Cáucaso, pero falta un camino muy largo para alcanzar la paz duradera. Como solución, Washington propuso crear un corredor de tránsito sobre el que consiguió derechos exclusivos para desarrollarlo.
En cuanto a Irán e Israel, el presidente estadounidense anunció que tras su intervención al dar la orden de lanzar misiles sobre tres instalaciones nucleares iraníes, había conseguido un “alto el fuego total” entre los dos países. Pero al comprobar que el programa iraní continúa, la tregua ha quedado en total entredicho.
Por último, el acuerdo de paz que dice Trump que firmaron en el 2020 en la Casa Blanca Serbia y Kosovo no es tal. Se trata simplemente de un acuerdo de normalización económica, pero el diferendo político entre los dos países sigue siendo profundo.
Queda pues claro que el balance de los esfuerzos de mediación del presidente estadounidense muestran una realidad más matizada de lo que su relato intenta presentar.