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Para el plebiscito constitucional del pasado domingo en Chile había previsiones de que triunfaría ampliamente la opción del “Apruebo” para convocar a una próxima convención que elabore una nueva Carta Política. Y así fue. Con una participación de casi el 51 % del censo electoral -cifra considerada muy alta, comparada con los registros históricos desde que el voto es voluntario-, el 78 % de los que fueron a las urnas lo hicieron para emitir un mandato a favor de una nueva Constitución.
Otro aspecto positivo de la jornada fue que transcurrió con normalidad, habida cuenta de los justificados temores de que los grupos anarquistas que han tenido en jaque al Gobierno, a las autoridades y a las comunidades, aprovecharan para boicotear las votaciones e hicieran alarde de su capacidad de desestabilización. Eso no ocurrió, y los medios chilenos destacan que, en contraposición, en las filas se vieron numerosos jóvenes que muy posiblemente votaban por primera o única vez.
El proceso constituyente inicia su andadura y será en abril del año entrante cuando se celebre otra elección para la conformación de la convención constitucional paritaria que, en un plazo máximo de un año, deberá presentar la propuesta de texto para que, en una tercera jornada electoral (en 2022), el pueblo diga si la aprueba o no.
Hay que destacar que en las papeletas electorales del domingo había que marcar cuál era la opción del votante, si una convención mixta (constituyentes y parlamentarios), o una convención con constituyentes elegidos exclusivamente para eso. Esta fue la opción que ganó. No obstante, el protagonismo de los partidos políticos sigue vigente por cuanto son los que tienen la infraestructura de mover candidaturas y movilizar electorado, aunque ello no excluye, como seguramente ocurrirá, el surgimiento de candidaturas de las que se presentan como “antipolíticas” o “apolíticas”.
Llama la atención la insistencia de buena parte de los líderes para que este proceso constituyente se organice acorde con los procedimientos del “republicanismo tradicional chileno”, es decir, que aunque el panorama dibuje un proceso reformador, este no desborde los cauces institucionales ni usurpe las competencias de los poderes públicos constituidos. Alguna referencia se ha hecho del proceso constituyente colombiano de 1991, donde la entonces Asamblea Nacional Constituyente revocó al Congreso elegido en 1990, a pesar de que esa no era su misión.
Los movimientos que han tomado mayor fuerza plantean el camino constituyente chileno como el idóneo para reivindicar y lograr la plasmación de mayores derechos sociales. De hecho, todo este proceso se activó luego de las masivas manifestaciones de protesta de octubre del año pasado. La idea de que la Constitución era responsable de la desigualdad y la exclusión económica tomó fuerza, a pesar de que bajo la actual carta política los gobiernos socialistas de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet (14 de los 30 años de la democracia recobrada en 1990) implementaron reformas sin que encontraran obstáculos insalvables.
Se abre, pues, un período de agitación política, y de gran exigencia para los líderes, que deberán optar entre asumir el libreto de que el solo cambio constitucional garantiza por sí mismo el del modelo socioeconómico, o hacer una pedagogía responsable de que el cambio legal es instrumento valioso, pero no suficiente, para atender todas las reivindicaciones de una población que, ciertamente, ha mostrado su hartazgo e inconformidad.