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Montealegre ¿el rasputín de Petro?

Montealegre no es un reformador. Es un viejo actor del sistema, disfrazado de progresista, que ha sabido adaptarse al nuevo poder sin perder sus mañas.

hace 22 horas
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  • Montealegre ¿el rasputín de Petro?

En la historia reciente del poder en Colombia, pocos personajes han encarnado con tanta claridad la figura del operador disimulado, del manipulador disfrazado de jurista, como Eduardo Montealegre Lynett. Su carrera, marcada por escándalos, trincas de poder y un apetito desmedido por tener influencia en las instituciones, alcanza hoy su clímax al convertirse en el gran arquitecto de leguleyadas del gobierno de Gustavo Petro.

Montealegre no es un jurista comprometido con una causa. Es el Rasputín de este régimen: un estratega en las sombras que, desde los corredores del poder, va erosionando la institucionalidad, justifica sus acciones bajo el ropaje de la ley pero en la práctica lo que hace es buscar atajos para torcerle el cuello al Estado de Derecho. Utiliza conceptos jurídicos encumbrados para hacer algo bastante prosaico: darle un golpe a la Constitución de Colombia.

Ayer en un recorrido de medios que hizo como parte de su nefasta estrategia contra el Estado de Derecho, Montealegre citó la República de Weimar y una sentencia de Estados Unidos de 1803, y en el ‘decretazo’ mencionó a su vez la Teoría de Legitimación de Luhmann y la Teoría de la Democracia de Habermas. Puede que nuestros constituyentes no le den la talla a Montealegre, pero con acatar el contrato social que ellos redactaron, en representación de todos los colombianos, bastaría.

Como Fiscal General, del 2012 al 2016, Montealegre protagonizó un uso inédito —y por momentos descarado— del aparato judicial para construir su entramado de poder. Contratos millonarios con asesores externos, el escándalo de Natalia Springer, la ofensiva contra la contralora Sandra Morelli, el veto público al entonces ministro de Justicia, Alfonso Gómez Méndez, la instrumentalización del caso del hacker Sepúlveda para castigar políticamente al uribismo, y la manera como resultó salpicado por la red del “cartel de la toga” son apenas algunos episodios de un historial que describe no a un hombre justo sino a un ser ambicioso sin escrúpulos.

Faltan capítulos por contar de esa época del búnker. Hace unos años, se supo que las comunicaciones de Álvaro Leyva Durán habían sido interceptadas ilegalmente por la propia Fiscalía General, entre el 19 de febrero y el 11 de julio de 2013, época para la cual el Fiscal General era Montealegre.

En su nueva reencarnación como ministro de Justicia del gobierno Petro, Montealegre ha dejado claro que no volvió al Estado para servir, sino para mandar. Su rol en el decreto de la consulta popular, el “decretazo” —que pretende reformar el Estado saltándose la Constitución— fue tan notorio que una congresista lo tildó como el “ventrílocuo” que opera tras el telón. A ello se suma el vergonzoso dato de que, mientras armaba esta jugada jurídica, su firma privada facturaba más de $1.700 millones en contratos estatales. Un conflicto de intereses escandaloso, que en cualquier democracia ya habría sido motivo de renuncia, investigación y castigo.

Ocho juristas progresistas, incluidos Rodrigo Uprimny, Iván Orozco y Mónica Cifuentes, renunciaron a la Comisión Asesora de Política Criminal lo cual se interpretó como protesta a su llegada. Pero Montealegre, como Rasputín en la corte de los Romanov, no necesita cargo para tener poder –aún aparece como ministro “designado”–: lo tiene gracias a su cercanía con Petro y a su capacidad para moldear las reglas del juego a su conveniencia.

A diferencia del monje ruso que sedujo a la zarina con supersticiones, Montealegre trata de seducir con tecnicismos, con citas jurídicas y vestido con el traje de defensor de las “reformas sociales” y de la paz. Pero su “paz” ha sido siempre selectiva. Como fiscal, luego como asesor de Petro y tal vez lo hará ahora como ministro, ha promovido el perdón automático y la verdad opcional.

Es partidario de una legalidad complaciente con el crimen cuando este se viste de insurgencia –también fue uno de los artífices jurídicos de la paz total y se retiró cuando no tomaron en cuenta una de sus ideas–. En su discurso todo se justifica, incluso el desmantelamiento institucional, si es en nombre de unas reformas que cada vez se parecen más a una coartada para el autoritarismo.

Ayer mismo, cuando aún no se había posesionado, ya estaba anunciando que el Gobierno Petro llamaría a una Asamblea Constituyente. Es apenas el segundo acto de su teatro de lo siniestro: el primero fue cuando Montealegre puso a todo el gabinete a firmar el ‘decretazo’, que los puede poner en líos con la justicia, y él mismo, a pesar de que actúa como ministro, extrañamente no lo firmó. Por momentos pareciera uno de aquellos personajes que detrás de bambalinas se frotan las manos viendo como mueve los hilos de un presidente que parece estar muy solo y, sobre todo, en una extraña faceta de su personalidad.

La figura de Eduardo Montealegre —lejos de ser un accidente o una anécdota— es un engranaje esencial en el proyecto del tridente que completan Petro y Benedetti, que hoy avanza no con tanques ni discursos incendiarios, sino con decretos, manipulaciones jurídicas y estrategias que minan el Estado desde dentro.

Montealegre no es un reformador. Es un viejo actor del sistema, disfrazado de progresista, que ha sabido adaptarse al nuevo poder sin perder sus mañas. Que su figura haya regresado no es solo un síntoma de la decadencia. Es una advertencia: el Estado de derecho no muere ahora con grandes golpes de Estado, sino con personajes como este que, desde la legalidad, vacían de contenido la democracia. Rasputín, en su momento, cayó.

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