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Esta semana que termina se produjo de nuevo, esta vez en Guaviare, un crimen atroz en contra de una niña de diez años, abusada, vejada y asesinada por un hombre -cuya responsabilidad habrá de ser determinada por la justicia- que según información de las autoridades tendría encima otros casos de abuso y violación, violencia intrafamiliar, hurto, y que no obstante estaba libre.
La crueldad contra niños, niñas y adolescentes en Colombia tiene cifras escalofriantes desde hace años. Se manifiesta en violencia intrafamiliar (física y psicológica), lesiones personales, homicidio, abusos sexuales, violaciones, abandono, etc.
Según el último Informe Forensis (datos del 2018) del Instituto Nacional de Medicina Legal, la violencia contra niños, niñas y adolescentes arroja una mayoría de víctimas de sexo femenino, en edad adolescente, y con bajo nivel de escolaridad; los padres y madres son los mayores agresores y la mayor parte de los casos se dieron en el hogar.
Dice el mismo informe que los exámenes médico legales sexológicos por presunto delito sexual practicados a niños, niñas y adolescentes representó el 87,45 % del total de la violencia sexual, y una cifra considerable es de menores de cuatro años. El nivel de descomposición moral que para una sociedad arroja a la cara de cada uno de sus miembros, por activa o por pasiva, semejante evidencia llevaría a pensar que esa misma sociedad se levantara como un todo para erigir murallas de defensa para sus niños. No ha sido así.
La defensa y protección de los niños, desde los más pequeños hasta los que no superan aún la mayoría de edad, obliga a mantener vigentes mecanismos legales, familiares, sociales, económicos, culturales, educativos, médicos y psicológicos, tanto estatales como privados. Mecanismos legales existen. Basta detenerse un poco en el Código de Infancia y Adolescencia expedido en 2006, además de instrumentos internacionales y leyes posteriores de protección a la infancia.
Es claro para todos que todo ese cuerpo normativo requeriría mayor eficacia y eficiencia en su aplicación, y que el papel de la justicia, sea por falta de medios, sea por un aparato judicial inoperante o, peor, indiferente, ha sido deplorable.
De allí la pregunta de si adoptar la cadena perpetua para violadores y homicidas de niños es lo que hace falta para que, legalmente, se logre contener la tendencia al alza de este tipo de crímenes en Colombia. Hay estudios criminológicos disponibles -ratificados en el estudio que presentó recientemente la Comisión Asesora de Política Criminal al Ministerio de Justicia- que concluyen que ni la cadena perpetua ni la pena de muerte tienen efectos disuasivos, es decir, quien comete crímenes tan abyectos y crueles contra menores no evita ejecutarlos ni siquiera sabiendo que existen esas penas.
Tampoco hay que olvidar que así Gobierno y Congreso estuvieran de acuerdo en aprobar la cadena perpetua, tendría pocas posibilidades de pasar en la Corte Constitucional. Y la vía de la consulta popular o referendo sería todavía peor: la política punitiva nunca debería ser objeto de convocatoria a urnas.
La ocurrencia de delitos de tal nivel de sevicia contra niños genera indignación, y una comprensible demanda para que el Estado y las autoridades actúen con medidas sancionatorias y preventivas. La justicia tiene unas obligaciones esenciales y no puede haber resignación posible a que no las cumpla. Pero la sociedad -las familias, las comunidades, las entidades educativas- también tiene deberes inclaudicables. No son responsabilidades que se puedan delegar.