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El problema es serio y a él se enfrentan casi todos los países, sus gobiernos y las autoridades de salud: el número de personas que, pudiendo hacerlo y acceder al biológico, no quieren vacunarse contra el covid-19. Fluctúa el número de población reticente a la vacuna, según tengan movimientos organizados e influyentes, como en Estados Unidos, o según algunos sectores de su población sean proclives a atender más la información falsa que circula por redes que la proveniente de las autoridades públicas y la comunidad científica.
Confluyen en esos sectores desde visiones sesgadas por la superchería hasta la charlatanería pseudocientífica y las teorías conspiracionistas, pasando por reductos de desconfianza hacia gobiernos y laboratorios farmacéuticos. Las vacunas contra el covid-19 fueron una carrera contra el tiempo y la incertidumbre mundial aceleró hasta límites impensables hace apenas dos años su investigación, ensayo, producción, contrastación médica y, finalmente, aprobación de las agencias de salud de los distintos países.
Dudar es una condición libre de las personas, pero no se puede decir que aquí a la ciudadanía se le haya exigido resguardarse solamente en la fe hacia estos procesos científicos, pues centros de investigación, laboratorios de las más importantes universidades, agencias independientes de certificación de calidad, comunidad médica y revistas científicas llevan meses ofreciendo evidencias, datos e información sustentada sobre la efectividad de las vacunas aprobadas hasta ahora.
En Colombia, los alcaldes de las grandes capitales hacían hace apenas unas semanas vehementes llamados a la población para que acudiera a los puestos de vacunación, varios de ellos vacíos, a pesar de haber vacunas disponibles y personal suficiente para aplicarlas. La Encuesta de Pulso Social, hecha por el Dane, señalaba que el pasado mes de mayo el 17,4 % de los encuestados manifestaron que no se iban a vacunar por decisión propia. En junio, el indicador bajó al 11,6 %. Dentro del grupo de reacios, la razón más común (64,4 %) fue esta: “Cree que la vacuna puede ser insegura debido a los potenciales efectos adversos”, y la segunda (18,5 %): “No cree que la vacuna pueda ser lo suficientemente efectiva”.
Paralelamente, el pasado 17 de julio el Ministerio de Salud revelaba que entre el 70 % y el 85 % de las personas que estaban hospitalizadas en las unidades de cuidados intensivos (UCI) por el virus, tuvieron la posibilidad de vacunarse y no lo hicieron. El director del Departamento Administrativo de la Presidencia de la República (Dapre), Víctor Muñoz, eleva esa cifra de omisivos al 90 %.
¿Puede el Estado obligar a las personas a vacunarse? No parece ser posible. Hay derechos consagrados en la Constitución que salvaguardan la opción personal de no vacunarse. No obstante, también hay una disposición constitucional muy precisa: “Toda persona tiene el deber de procurar el cuidado integral de su salud y de su comunidad” (art. 49). Y establece, dentro de los deberes de la persona y del ciudadano (art. 95): “2. Obrar conforme al principio de solidaridad social, respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la salud de las personas”.
Si algunas personas pueden negarse a que se les aplique la vacuna, los demás ciudadanos no están, por su parte, obligados a aceptar sin más las consecuencias nocivas de esa decisión, ni a asumir riesgos más gravosos ante la expansión de nuevas variantes del virus. Por lo tanto, el Estado sí podría disponer restricciones de movilidad o acceso a zonas o recintos a quienes, pudiendo hacerlo, no se vacunen, pues prima el interés general de protección de la salud de la mayoría de la población, que sí propende por su propio cuidado, el de sus familias y el de sus comunidades