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Estaba dentro de las previsiones de todos los sectores, el reinicio de marchas y movilizaciones este año, una vez pasaran las festividades de Navidad y Año Nuevo. Sus organizadores y participantes consideran que solo una movilización persistente y repetida puede obligar al Gobierno -pues sus puntos se dirigen casi que exclusivamente a este- a aceptar sus pliegos de peticiones.
Al mismo ritmo de las convocatorias y los cacerolazos, hay que persistir en una labor de pedagogía cívica y de valores democráticos, que permita que la ciudadanía tenga cabal entendimiento del alcance de los derechos a la protesta social, la libertad de manifestación y expresión, así como de los límites que, como todo derecho, no pueden rebasar, pues de lo contrario pasan a vulnerar los bienes y derechos de los demás.
El ejercicio de esos derechos ampara, y anima, la propuesta de ideas, de libre discusión, de participación en la vida política, en el mejoramiento de la democracia y su sistema institucional. Requiere argumentación, respeto mutuo y espíritu constructivo. Y pone a prueba la capacidad de escucha de los sectores sociales entre sí. Hay que escuchar. No se exige aceptar sin más, pero sí atender lo que de razonable y procedente tienen las diversas posturas de quienes expresan inconformidad.
Con nada de esto casa el vandalismo. No hay que asimilar marchas y manifestaciones con esta adulteración de la protesta, pero tampoco tomarla como un hecho aislado cuando es tan recurrente que daña cualquier intención de convivencia.
Los objetivos de los vándalos, de quienes los dirigen y planifican su acción saboteadora, son bien distintos a los de mejorar la vida democrática de la sociedad. Buscan atemorizar, en muchas ocasiones aterrorizar. Agreden, dañan, afectan los derechos de miles de personas. Irrespetan las opciones legítimas de los demás ciudadanos de participar en las marchas, o de no hacerlo.
La destrucción de bienes públicos y privados no se reduce a una simple afectación de cosas materiales o ensuciamiento de fachadas. Es un ataque a bienes que materializan equidad, que son de uso público, concebidos para la vida comunitaria por la modernidad, que ofrecen oportunidades y desarrollo. En las grandes ciudades se ha vuelto habitual el ataque sistemático a los medios públicos de transporte masivo: dañar a quienes más se pueda, así en su gran mayoría sean aquellos mismos a quienes se dice representar.
En Medellín, el martes, se atacó el sistema Metro -a cuyo “ecosistema” pertenece el Metroplús-, bancos y un hotel. ¿Cuál es el objetivo, aparte del dolo anarquista de acabar con lo que genera empleo y desarrollo? Una ciudad, por organizada que esté, en el fondo es un sistema frágil que se afecta, y cuyas redes de funcionamiento pueden colapsar por la acción violenta de esos grupúsculos organizados, bajo capuchas. ¿Hay que aceptar, sin más, el uso de capuchas?
Ayer el Comité Intergremial de Antioquia llamó la atención sobre los actos vandálicos que afectan la competitividad de la ciudad y los enormes perjuicios causados a miles de empresas, familias y ciudadanos, y manifiestan su apoyo a la fuerza pública, como garantías del derecho a la seguridad.
La alcaldesa de Bogotá y el alcalde de Medellín han dicho finalmente que la intervención del cuerpo especial de la Policía para enfrentar situaciones de choque, el Esmad, se autorizará en última instancia. A ambos quisieron ponerlos a prueba, y seguirán queriendo hacerlo. Ellos y casi todos los alcaldes tienen claros los deberes frente a la comunidad y el alcance de sus responsabilidades, así se consideren elegidos por los mismos movimientos inconformes que salen a manifestarse en las calles. Ahora gobiernan para todos los habitantes de la ciudad, sean o no activistas o militantes de sus movimientos..