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Es tiempo de que la ciudad adopte una postura similar a la de Alemania para que figuras como la de Escobar dejen de ser mercancía y se conviertan en un recordatorio de los costos irreparables del narcoterrorismo.
La imagen de Pablo Escobar se está tomando el turismo de la Comuna 13 y nos pone frente a una triste realidad: está fracasando el intento de construir una narrativa que contribuya a diferenciar todo lo que está bien hecho de lo que no lo está.
El informe publicado ayer en EL COLOMBIANO muestra cómo el grafitour terminó siendo usado de plataforma para vender la imagen de Escobar en sus distintas versiones: desde un imitador que, a imagen y semejanza del capo, va por ahí anotando en su libretica el nombre de sus próximas víctimas; hasta un “museo” con entrada tipo Hacienda Nápoles, con avioneta de cartón incluida, dirigido por una sobrina del narco fallecido; así como turistas extranjeras que dicen “amo a Pablo Escobar”, mientras pagan para tomarse fotos con su réplica. Además se venden como pan caliente todo tipo de camisetas, vasos y llaveros con la foto del patrón del mal.
¿Por qué en Medellín, Colombia, se frivoliza la figura de Pablo Escobar, mientras que en Alemania no ocurre lo mismo con Adolf Hitler? Ambos representan símbolos del mal: Hitler como el arquitecto del Holocausto y la devastación de la Segunda Guerra Mundial, Escobar como el líder despiadado del narcotráfico que sembró terror en Colombia en las décadas de 1980 y 1990. Sin embargo, el tratamiento en todo el mundo es diametralmente distinto: mientras la figura de Hitler sigue siendo rechazada en todas partes, con un miedo sepulcral, y no se presta para trivialidades, Escobar se ha convertido en una suerte de estrella pop, estampado en camisetas y usado en productos culturales que banalizan sus crímenes.
¿Por qué la diferencia? Alemania ha abordado el pasado nazi con un rigor casi obsesivo. Las leyes prohíben cualquier exaltación de Hitler o del nazismo, y se fomenta una pedagogía del recuerdo que evita que las nuevas generaciones repitan los horrores del pasado.
En contraste, Colombia no ha logrado consolidar un relato colectivo que haga justicia al daño causado por Escobar y la mafia de su época. Por el contrario, la cultura popular, a punta de series de televisión, películas y bisutería, ha desligado su figura del sufrimiento que provocó.
Al consultar Tripadvisor, una web que usan de referencia viajeros de todo el mundo, aparecen recomendados lugares como el Parque Explora, el Jardín Botánico y el Pueblito Paisa. Sin embargo, por encima de ellos, en el primer lugar, con una calificación de 5 sobre 5 en más de 4.000 opiniones de usuarios, está el “Museo Pablo Escobar,” un lugar que busca contar “la historia de Pablo Escobar, desde su más íntimo y estrecho vínculo... su familia.”
Aquí surge una paradoja: si un turista quisiera explorar de manera rigurosa y reflexiva la historia del narcotráfico en Medellín, se encontraría con un vacío en la oferta institucional. En Medellín la narrativa de nuestro pasado reciente está quedando en manos de intereses que a menudo perpetúan mitos o incluso glorifican a figuras como Escobar.
En Alemania, lugares como el museo de Sachsenhausen y la Topografía del Terror abordan las atrocidades del Holocausto con un enfoque solemne y educativo. De igual manera, en Argentina, la ESMA —antigua sede de torturas durante la dictadura militar— se ha convertido en un espacio dedicado a la memoria y la reflexión. En ambos casos, la institucionalidad asume la tarea de narrar el pasado.
Ejemplos como el campo de concentración de Auschwitz o el Memorial de Hiroshima confirman que es posible abordar tragedias históricas desde un enfoque responsable. Medellín, sin embargo, carece de un equivalente claro. Aunque iniciativas como el Museo Casa de la Memoria o el Parque de la Inflexión —que reemplazó al emblemático Edificio Mónaco de Pablo Escobar— representan avances significativos, su alcance resulta insuficiente ante la masiva demanda turística que busca entender este capítulo de la historia de la ciudad.
Contar nuestra historia no es glorificarla. Es asumir la responsabilidad de narrar un pasado que aún influye en el presente. Medellín tiene la oportunidad de liderar una conversación global sobre cómo abordar el legado del narcotráfico, pero para ello necesita una estrategia clara y recursos suficientes.
¿Por qué no imaginar la creación de un “Museo del Narcotráfico”? Este espacio podría narrar, de manera rigurosa y ética, la compleja historia del narcotráfico en Colombia y Medellín, enfocándose en las víctimas, las consecuencias sociales y la resiliencia de las comunidades.
El riesgo de banalizar, como se ha hecho, una figura como la de Escobar no puede subestimarse. Convertir a un criminal en un ícono trivializa el sufrimiento humano y perpetúa una cultura de violencia que sigue afectando a Colombia. Medellín tiene un dilema entre manos: seguir permitiendo que otros cuenten su historia o asumir el control de su narrativa.
Es tiempo de que la ciudad, así como el país, adopte una postura similar a la de Alemania para que figuras como la de Escobar dejen de ser mercancía y se conviertan en un recordatorio de los costos irreparables del narcoterrorismo. Solo así podremos honrar a las víctimas y evitar que el sufrimiento de un país se reduzca a un souvenir.