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Una semana larga desde la tragedia que nos sacudió a todos, y el municipio de Salgar elabora poco a poco su duelo, que requerirá tiempo suficiente para superar el dolor por la pérdida, hasta hoy, de la vida de 93 de sus vecinos, muchos de ellos niños, así como la afectación directa de por lo menos 461 familias.
A los primeros momentos de confusión, de aturdimiento por la magnitud del hecho y ante la incertidumbre total sobre el futuro, se van uniendo luego las preguntas de por qué pasó lo que pasó, y el inevitable cuestionamiento de las posibilidades que hubo, humanas, técnicas, administrativas, de haber previsto lo que iba a suceder, y la poca o nula diligencia que las autoridades tuvieron para adoptar medidas de prevención.
Que el resultado de víctimas mortales llegue casi al centenar indica que, incluso para un departamento azotado por toda clase de tragedias derivadas de múltiples causas, y en lugar destacado las naturales, esta de Salgar va a quedar grabada en los registros de las peores calamidades de nuestra historia.
Recordaba el informe de este diario el pasado domingo que en el mismo Salgar, el 28 de mayo de 1960, una creciente de la quebrada Los Chorros dejó un saldo de 10 muertos. Y el 26 de junio de 1971, la quebrada La Cosme destruyó 50 casas y se llevó en su crecida la vida de, al menos, 15 personas.
Ha sido, pues, un municipio castigado por estas crecientes. Y de allí que sus dirigentes estuvieran plenamente conscientes de la necesidad apremiante de establecer un sistema de prevención de riesgos y de manejo de emergencias. Y así quedó reflejado en por lo menos uno de los debates que, justo hace un año, se desarrollaron en el Concejo.
La intervención de uno de los concejales (ver recuadro de Opinión) describió con exactitud lo que en el pueblo se temía: una creciente de la quebrada La Liboriana, que desde la parte alta del Cerro Plateado bajara y arrasara todo a su paso.
No se trata de hacer un linchamiento contra la actual alcaldesa ni contra sus antecesores en el cargo. Pero sí habrá que investigarse por qué, siendo tan evidentes las alarmas, las intensas lluvias se encontraron con una población tan inerme. Son 93 vidas que, si el Estado hubiese actuado como era su obligación, seguramente no habrían encontrado un final tan trágico.
Mientras tanto, como decíamos en nuestro editorial del día siguiente a la avalancha, la asistencia a los damnificados debe ser eficaz. Hasta el momento ha habido presteza de las autoridades, que han hecho presencia permanente.
Ya el censo de afectados está en vías de consolidarse, y el Gobierno Nacional calcula que la suma que habrá de hacerse es de cerca de 20 mil millones de pesos. Las viviendas para construir son 136, pudiendo llegar a 200, y se afinan detalles de planeación urbanística y del manejo de las donaciones, asunto sensible.
Del dolor de los salgareños y de sus angustias deberán tomar nota todos los alcaldes del departamento, para ubicar las zonas de riesgo y tomar todas las medidas preventivas que correspondan. Para eso podrán pedir la asistencia de las autoridades nacionales, en particular de la Unidad Nacional para la Gestión de Riesgo de Desastres, y de las gobernaciones. Ocurrida esta tragedia, y sin limitarse a volver la mirada atrás para llorar las vidas perdidas, sería imperdonable que algo así volviera a ocurrir, pudiendo haberlo evitado.