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Si todo transcurre por los cauces normales de esa institucionalidad consolidada en una trayectoria democrática de más de 200 años, el próximo 20 de enero asumirá como el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos el demócrata Joseph Biden, de 78 años –el de más edad al momento de su juramentación– y, a su lado, Kamala Harris, como vicepresidenta, la primera mujer en la historia del país, hija de una pareja interracial de inmigrantes.
Aunque tradicionalmente la declaratoria oficial se hace luego de la reunión general de los colegios electorales, que este año será el 14 de diciembre, para los estadounidenses basta la proclamación como vencedor del candidato que más votos de colegios electorales logró, junto con el reconocimiento del candidato derrotado y las felicitaciones que este transmite al nuevo presidente. Así lo han hecho republicanos y demócratas, e incluso los presidentes en ejercicio que han sido derrotados en sus pretensiones reeleccionistas, como Jimmy Carter (1980) y George H. Bush (1992). Todo parece indicar que esta vez no será así, pues el todavía presidente Trump no reconocerá su derrota.
El lento conteo en estados claves ya consolidó a Joseph Biden como el candidato que superó los 270 votos de colegios electorales. Para el mundo, Biden es el nuevo presidente y Kamala Harris la vicepresidenta. La de Biden es la historia de quien comenzó una precampaña sin mucho entusiasmo, recibió críticas y “palo” en los debates de los aspirantes demócratas, y al final fue saliendo, ayudado en forma sustancial por la resistencia generada por su contrincante, Trump, desaforado con sus maniobras y engaños.
Biden no tendrá un Senado que le ayude, y eso no se puede perder de vista. Bloquearán todas sus iniciativas, y por mucho que haya hecho gran parte de su carrera allí, los republicanos no le harán la vida fácil. Lo sabe bien como vicepresidente que fue de Barack Obama, bloqueado también por la mayoría del partido contrario. Con mayor razón deberá afinar su estrategia de volver a unir al país, y de allí que, con la promesa de que no gobernará sino un mandato, hacer una especie de gobierno de transición donde los grandes consensos vuelvan a su cauce y se reparen los agravios generados en cuatro años de “fuego y furia”, como ha sido definido el mandato que acaba ahora.
Por otro lado, han sido elocuentes las muestras de satisfacción en las sedes de los gobiernos de países de todo el mundo. Biden, curtido en décadas de ejercicio político, varias de ellas en contacto permanente con líderes y gobernantes de los cinco continentes, promete una interlocución más abierta, dispuesta y favorable al multilateralismo. No dejará de privilegiar los intereses estratégicos de su país, pero será un socio más confiable.
Uno de los aspectos que en política exterior puede marcar un giro es el de la actitud ante los inmigrantes, principalmente los que ya están establecidos en territorio estadounidense y aspiran a regularizar su situación. Y la solución humanitaria de los menores de edad separados de sus padres. Las promesas de Biden han sido cuidadosamente anotadas por los colectivos que luchan por el bienestar de los inmigrantes.
El gobierno colombiano deberá rápido comenzar a tender puentes, pues varios equívocos quedaron en la mente de dirigentes demócratas sobre el grado de implicación en la campaña de Trump. Biden conoce muy bien a Colombia, desde hace muchos años, y ha tenido interlocución con dirigentes de aquí. Aparte de eso, hay una oportunidad de “desnarcotizar” la agenda y establecer nuevos nexos de interés común.