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Termina mañana la Administración de Donald J. Trump, de un solo mandato por decisión mayoritaria del electorado. En 2015, el conocido empresario neoyorquino, constructor inmobiliario y expresentador de reality show, comenzó a mover su nombre y terminó no solo metiéndose en las primarias del Partido Republicano, sino eliminando uno a uno a todos sus contrincantes, atónitos ante el avance de un candidato que décadas atrás habría sido eliminado en las primeras rondas.
Sin trayectoria política ni académica, posando como antisistema, cuestionado por su falta de transparencia en sus negocios, de vida personal turbulenta, nada detuvo a Trump en su carrera hacia la Casa Blanca ante la estupefacción mundial. Más de cuatro años después de esa campaña y de su triunfo (en virtud del voto de los colegios electorales, mas no del voto popular, mayoritario a favor de Hillary Clinton), muchos politólogos y académicos en EE.UU. siguen buscando desentrañar las razones de ese ascenso excepcional.
Su Administración fue tal como se preveía: una incesante polémica, una carrera enloquecida contra la propia institucionalidad democrática, una muestra permanente de pugnacidad y procacidad política.
Hay una disciplina académica muy consolidada en Estados Unidos, la historiografía presidencial. Rigurosa en atender los hechos, las palabras, la correspondencia y coherencia entre ambos, y prudente para no apresurarse en juicios históricos anticipados, consciente de que el paso de los años matiza ciertas conclusiones y resalta hechos en su momento soslayados.
Durante sus mandatos, en general, los gobernantes estadounidenses son profusamente criticados en el exterior, más que en su propio país. No es sino recordar a George W. Bush, presidente 43 (2001-2009), atacado sin tregua e incluso ridiculizado, pero que hoy, comparado con el saliente Trump, es incluso exaltado por voceros progresistas.
De una forma u otra, todos los presidentes han tenido un ojo en el presente y el otro en el juicio futuro. Les preocupa el dictamen de la historiografía presidencial y de cuál será el legado que sus conciudadanos recuerden décadas después. En esto, también Trump fue la excepción. Nunca pareció importarle el juicio de la historia, ni su legado para las generaciones futuras. Ignoró al resto del mundo y, como se ha señalado repetidamente, los únicos que concitaban su admiración eran los déspotas que desmontan las reglas y procedimientos democráticos.
El listado de despropósitos y exabruptos de Trump avergonzarían a cualquier país democrático. En el suyo, la más vibrante y grande democracia, 74 millones de personas lo apoyan, a pesar de tener acceso a uno de los sistemas informativos y de rigurosidad periodística más potentes del mundo. Parecen haber preferido los enunciados simples y falaces de su líder, antes que la realidad de los hechos y la valoración moral de su conducta.
Deliberadamente terminó su gobierno de la peor manera posible, atacando las instituciones fomentando un fanatismo que asaltó el Capitolio, buscando obligar a los congresistas a actuar en contra del Estado de Derecho. Será imborrable, la mayor mancha de su cuatrienio.
A pesar de que mayoritariamente el juicio inmediato de la presidencia de Trump es muy negativo, también hay advertencias de que su estilo y formas de hacer política llegaron para quedarse. Él mismo o sus discípulos seguirán esos libretos. Hay millones de personas dispuestas a seguirlos y a creerles. Los desafíos para las democracias son colosales, y los retos para los políticos decentes serán cada vez más arduos.
En todo caso, Estados Unidos cierra hoy uno de los capítulos -¿podría decirse paréntesis?- menos luminosos de su historia. Para el resto del mundo también hubo consecuencias, y será muy poco probable que los juicios históricos tengan benevolencia con quien no estuvo a la altura de la dignidad del sillón donde se sentaron Washington, Lincoln, Franklin D. Roosevelt o Eisenhower