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Es oportuna la propuesta de empezar a analizar, con todos los estamentos involucrados, la posibilidad de integrar los campus de las universidades estatales al espacio público. Una idea que requerirá un gran esfuerzo en la estrategia de seguridad que acompañe esa apertura, debido a que hay realidades sociales y de criminalidad que es imposible desconocer.
Los alrededores de las universidades de Antioquia y Nacional, por ejemplo, tienen algunas áreas afectadas por la presencia de actividades ilegales u otras resultantes de la depresión social, como en el corredor de la margen oriental del río Medellín donde incluso ha habido “campamentos de indigentes” y focos de microtráfico.
Es decir, abrir los campus supone abrirlos a esas realidades sociales, algunas que estimularán nuevas dinámicas de cultura urbana, con derrames económicos e intercambios ciudadanos vibrantes, en el conjunto de los parques de la zona norte: Jardín Botánico, Parque Norte, Observatorio, Ruta N y otros espacios. Pero esa integración requerirá gradualidades y conceptos claramente definidos de protección a bienes y servicios de las universidades.
Por supuesto, el debate se muestra apasionante, y por lo pronto está bien concebido en su convocatoria, que no debe dejar por fuera a ninguno de los actores que serán impactados por una medida de esa envergadura y propósitos.
Quitar las mallas implica derrumbar el mito de universidades inexpugnables, a veces en tiempos de agitación impenetrables para la Fuerza Pública y con encapuchados que se atrincheran y las convierten en centro de producción y lanzamiento de artefactos explosivos o incendiarios.
La apertura de las universidades públicas permitiría un cierto aquietamiento, o por lo menos el reto de un mayor autocontrol de sus fuerzas y actores internos para desactivar actos de violencia. Y podrá actuar la fuerza de choque del Estado, de presentarse casos extremos de agresión y vandalismo, todo ello con el diseño de protocolos claros acordados por todos los actores vinculados a este proceso.
Varios expertos en urbanismo coinciden en la riqueza que supone esa apertura en términos de intercambios sociales y cultura ciudadana. En ciudades que gozan de gran civismo, respeto por lo público, bien regladas y con autoridades de alta legitimidad y vigor, los campus abiertos, incluso privados, son una constante. Esta apertura es, entonces, un reto a la capacidad que debe ir teniendo Medellín de desarrollar esa conciencia de respeto y aprecio, de orden y seguridad en todos los ámbitos.
No se trata, y está claro, de que de un momento a otro se desmonten los vallados en medio de la improvisación, con los problemas de seguridad que podría acarrear una desprotección sin herramientas y modelos eficaces de vigilancia. También surgen numerosas preguntas sobre el mantenimiento y la responsabilidad futura en la administración de esos campus.
Pero Medellín inicia una discusión muy pertinente, tal como lo señaló un informe de EL COLOMBIANO el miércoles pasado: “debe ser un proceso planeado, estratégico, asociado a una intensa campaña, algo tan exitoso como la cultura metro, un modelo gradual, acompañado y muy informado”.
Ya las rejas mentales empiezan a desmontarse. Hay que ver qué tan capaz será la ciudad de dar el salto a la desaparición de esas mallas, para apropiarse de los campus y hacer real la “univerciudad”.