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La realidad de Venezuela es cada vez más desesperanzadora. Los daños progresivos que produce el (des) gobierno del régimen de Nicolás Maduro a la sociedad son más hondos y complejos. Se trata de un país en retirada: entre 5 y 6 mil ciudadanos salen a diario por los diferentes pasos fronterizos. Solo los simpatizantes del chavismo logran ignorar la erosión paulatina de las condiciones de vida dentro de un sistema que no logra recomponerse y que, en su descalabro, se dedica a perseguir a opositores y críticos.
Al pasado 5 de diciembre, la Plataforma para Coordinación de Migrantes de ese país - que trabaja de manera conjunta con la Oficina de Refugiados de ONU-registraba 4 millones 770 mil personas que abandonaron su territorio, pero por fuera de esa cifra están miles de casos no incluidos en los censos y conteos de los países anfitriones.
A la par que el gobierno de Maduro y sus colectivos no cesan las hostilidades contra la Asamblea Nacional, presidida por Juan Guaidó, a la que esta semana impidieron el ingreso al Edificio del Parlamento, en las calles la institucionalidad, el orden, la economía y las células comunitarias de todo tipo agonizan ante la escasez de alimentos, medicinas y medios productivos.
En un informe de este diario los estudiantes de los centros universitarios de Carabobo narraron cómo muchos profesores llegan sin desayunar y decenas de estudiantes calientan ollas comunitarias para alcanzar el primer bocado del día.
El desespero trajo en la pasada época de vacaciones saqueos de equipos de computación, robo de pupitres y elementos de aseo de los campus. A medida que crece la escasez, aumentan las “pulsiones delictivas”.
La violencia social dejó en Venezuela, en 2019, una tasa de homicidios de 60,3 por cada 100 mil habitantes. Fueron en total 16.506 asesinatos, de los cuales 5.286 se atribuyen a casos en los cuales hubo “resistencia a la autoridad”, según el mismo lenguaje oficial.
Un contexto que habla de represión y confrontación. De silenciamiento e ilegitimidad desde el Estado frente a ciudadanos cada vez más descontentos y acorralados por las condiciones económicas, políticas y sociales.
La depresión y el desabastecimiento son tales, que delitos como el hurto descendieron debido a que, vaya paradoja, hay poco que robar de vitrinas y comercios desmantelados y de empresas quebradas o camino de su cierre. El Observatorio Venezolano de Violencia describe con crudeza esta paradoja:
La caída de la actividad económica por el quiebre de empresas o de los comercios, la restricción de los horarios por la suspensión de los servicios públicos, la emigración de las personas o la poca disponibilidad de dinero por el empobrecimiento de los asalariados y la carencia de efectivo en bancos, comercios o las personas, ha limitado el campo de acción del delito depredador, “que ha encontrado menos víctimas que pillar y menos recursos que despojar”.
Es el retrato de una economía y de un país que al cierre de 2019 registraron una devaluación del 7.300 % y en donde un salario mínimo cabe en 7 dólares y apenas cubre lo que vale una canasta de huevos; sin fuentes de empleo, carcomido por la corrupción oficial y atónito ante las frases de prosperidad que aún se atreve a recitar Maduro.
El mundo, en 2020, no puede olvidar que Venezuela y su gente reclaman la ayuda del sistema internacional para que sea posible retornar a la democracia y sentir el final de esta pesadilla en la que se deshace su patria.