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Joaquín el “Chapo” Guzmán Loera era el jefe de una organización que ha traficado drogas en cuatro continentes y, mientras se hacía millonario y blanqueaba su dinero, sobornó, torturó, asesinó. Esta es una síntesis de los diez cargos por los que fue declarado culpable en Nueva York.
Al jurado no le ha quedado ni una duda razonable sobre que Guzmán Loera es un criminal. A sus 61 años -con tres detenciones, dos fugas de cárceles de máxima seguridad y una extradición- parece que el narcotraficante más famoso del último cuarto de siglo morirá en prisión.
Es una buena noticia, porque se hace justicia -aunque con matiz ineludible: en Estados Unidos, no en México- y se repara en cierta medida a las víctimas del Chapo. Pero que lo hayan declarado culpable no tendrá ningún impacto en la vida y muerte de los mexicanos, porque el narcotráfico no es el resultado de la ambición de un puñado de campesinos-empresarios que se repartieron el país, y los cárteles hace tiempo que tampoco son, si alguna vez lo fueron, organizaciones dependientes de un solo capo. El narcotráfico es un fenómeno que engloba supervivencia, ascenso social, identidad, millones de dólares, violencia, corrupción e impunidad.