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En un Estado de Derecho –en el que, por definición, gobernantes y gobernados están sometidos al orden jurídico y, por tanto, imperan las normas sobre privilegios, exclusividades y prebendas– nadie, por poderoso que sea, está por encima de la ley, ni escapa a la obligación de dar cuenta de sus actos y decisiones, asumiendo a plenitud su responsabilidad –penal, disciplinaria, fiscal, patrimonial– por las infracciones en que haya podido incurrir, bien sea en virtud de acciones positivas u omisivas. Corresponde a fiscales, jueces y órganos de control hacer efectivos tan esenciales principios.
La igualdad ante la ley es propia de un sistema democrático y es fundamento esencial de su vigencia. Aceptar lo contrario no conduce a nada diferente de una grave corrupción de la democracia, por cuanto se desvirtúa el máximo postulado de la moralidad pública, se descompone la sociedad y periclita la justicia.
Si esto es exigible a toda persona, con mayor razón a quienes ejercen los cargos de mayor rango en las ramas y órganos del poder público. Más que nadie, ellos –que han prestado juramento en el sentido de respetar y hacer respetar la Constitución y la ley– han de dar ejemplo a la comunidad