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Francia siempre ha sido un país abierto a la protesta social y a las movilizaciones con el fin de alcanzar objetivos ya sea laborales o sectoriales.
Las protestas de las últimas semanas reflejan un descotento generalizado, que explotan con los chalecos amarillos, pero van más allá. Los ingresos de la clase media y alta en Francia han aumentado más que los ingresos de las personas más pobres. Entonces las protestas están animadas también por otros sectores como los agricultores, los sectores rurales, que sienten que las políticas que desde París se implementan no los favorecen en la misma medida.
El presidente Macron, después de un año y medio de gobierno, se sigue viendo como un presidente lejano, como un presidente tecnócrata, que gobierna más para la Unión Europea que para los franceses.
Mientras afuera Macron se muestra como un líder que busca combatir el cambio climático, amigo de las tecnologías más limpias y menos dependientes de los combustibles fósiles, a nivel interno crece entonces el descontento en la medida que no logra solucionar los problemas locales.
El sistema político francés es un híbrido que favorece al presidente, dándole mucho poder cuando no hay cohabitación, como es el caso actual.