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#ElReyDeDiciembre: Rodolfo Aicardi y su historia por cantar

  • Foto: Gil Ochoa
    Foto: Gil Ochoa
14 de diciembre de 2018
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La historia de uno de los artistas más polifacéticos de Colombia comenzó a escribirse a orillas del río Magdalena. Cuando era un niño, poco se imaginó que iba a llenar auditorios o que su voz iba a traspasar fronteras y conquistar otros hemisferios. Él solo quería cantar todo el día, todos los días, y eventualmente vivir de eso.

Arsenio Rivera era el nombre de su abuelo. Cuando lo sentaba en su regazo para cantar rancheras y enseñarle acordes de guitarra, Rodolfo todavía se llamaba Marco Tulio Aicardi.

El río era casi su hogar, porque se volaba de la casa para jugar con el barro y entonar melodías montado en un árbol gigante. Desde la orilla veía los ferris en los que viajaban los ricos y escuchaba la música de los artistas que los entretenían; y esas canciones lo ponían a soñar.

Era tan necio y tan mal estudiante, que en su adolescencia su familia no supo qué más hacer y lo mandaron a un internado en Cartagena.

A su mamá, una telegrafista que viajaba de pueblo en pueblo, se le olvidó pagar algunas cuotas de manutención y un día, a Marco no le sirvieron comida, solo lo sentaron en el comedor a ver a los demás alimentarse. Así que, rabioso y humillado, cogió lo poco que tenía y se fue a vivir a la calle.

En las aceras de La Heroica le daban algunas monedas por cantar. Luego, rescatado por su familia, volvió a Magangué a seguir cantando, y, allá mismo, Chico Cervantes, uno de los Corraleros de Majagual, le presentó su último destino: Medellín, donde estaban los verdaderos cantantes y las disqueras más famosas de la época.

De entrada, Medellín no fue amable con él. De hecho, Cervantes no volvió a aparecer y a Marco le tocó pasar varias noches en la calle hasta que Tulio Viñas, su mejor amigo de la infancia, lo encontró en las aceras del centro, que eran su hogar.

Él y su tía Heráclita lo recibieron para vivir con un ‘gentío’ en un apartamento pequeño en Campo Valdés.

Marco era perseverante, por no decir intenso. De tienda en tienda se iba buscando quién lo dejara cantar y así se ganó el cariño de los vecinos. Impresionados con su voz chillona pero encantadora, le compraron un traje y le prestaron una grabadora para que fuera a las emisoras a presentar su canción. Cantó “Bellos Recuerdos” y lo grabó en un casete.

Cuando llegó a Radio Ritmos, una emisora muy escuchada en Medellín, se llenó de nervios y no tuvo el valor de decirle al director que esa era su voz. Así lo cuenta el periodista Diego Londoño en la biografía autorizada de Rodolfo Aicardi:

“- Esa canción la grabó un primo mío que quiere ser cantante.”

“- Pues dígale a su primo que venga porque queremos hablar con él. Esta canción está buena, puede que funcione”.

Tras enfrentar su mentira y escuchar su canción sonando en la emisora, Marco se fue de disquera en disquera, a pie, buscando un espacio en la meca musical de Colombia.

Así llegó a Discos Fuentes, donde recibió el apodo de “Pegapega”, por cansón. Se instaló afuera de la disquera, en Guayabal, y le hablaba de su talento a cantantes, músicos, productores, ejecutivos, y a todo el que pasara por ahí. Cansados de escucharle el cuento, lo dejaron entrar a cargar cables y, luego, cuando descubrieron su voz de muchachito costeño, lo dejaron hacer coros y animaciones. Él se encargaba de hacer sonidos y gritar “ay hombe” en las canciones para que estas tuvieran vida.

Así lo encontró la suerte. Aicardi era un cazador de oportunidades y la buena fortuna lo encontraba porque él se encargaba de llamarla, a punta de trabajo y perseverancia.

Esta fue la canción que cantó frente al micrófono, cuando la suerte se cansó de escucharlo y decidió acudir a su llamado. Era la última del disco, esa canción que incluyen “por no dejar”, porque nadie le presta atención. Sin embargo, para sorpresa del Sexteto y del mismo Marco, ese tema por el que nadie daba un peso se convirtió en un éxito.

Fue ahí cuando dejó de llamarse Marco, para siempre. En la disquera le pidieron cambiar su nombre porque lo tenían muchos en la industria, en especial en la balada, que era su género favorito. Lo pensó mucho y escogió “Rodolfo”, que era el nombre de su hermano.

“Ahora hacía parte de sus poros, de su sangre, tanto así que a su hermano le empezaron a decir Marco y él, con su voz, se apropió del Rodolfo para todos sus días”, cuenta Londoño en “La Historia del ídolo de siempre”.

Con el Sexteto cosechó grandes éxitos y comenzó a conocer la fama. Fue en ese punto cuando ingresó a Los Hispanos, para sustituir a Gustavo “El loco” Quintero, que se había apartado de la agrupación para formar la orquesta “Los Graduados”.

Los directivos de Fuentes propusieron el nombre de Rodolfo a la orquesta y él audicionó con “Así fue que empezaron papá y mamá”. Ese ensayo gustó tanto, que quedó grabado y no fue necesario probar con nadie más. Aún hoy, se baila la que fue la primera prueba de Aicardi con Los Hispanos:

En esa orquesta dejó su corazón y su esencia. Además de una voz inconfundible, Rodolfo también hacía animaciones por las que aún es reconocido: con su grito “pasitico”, por ejemplo, los músicos bajaban el volumen y regresaban con fuerza, y con “hasta las 6 de la mañana”, invitaba a los bailadores a gozarse sus canciones.

Aicardi ladraba entre verso y verso, un detalle propio que tiene un origen muy particular: como lo reseña la biografía oficial, la mascota de una secretaria de Discos Fuentes se metió al estudio de grabación y Rodolfo, en medio de una canción, ladró porque el animalito le hizo gracia. Lo hizo sin importarle que la pista se fuera a la basura, porque indudablemente debía ser grabada de nuevo.

Sin embargo, al escucharlo, les gustó tanto que quedó inmortalizado y se convirtió en un sello del cantante en muchos de sus éxitos.

Con Los Hispanos tuvo ires y venires. Se fue por unos años a ensayar con otros ritmos y otras orquestas, y tuvo éxitos como “Sufir”. Sin embargo, su popularidad comenzaba a menguar.

Y en ese momento, cuando su carrera parecía reducir velocidades, conoció al amor de su vida, con quien formó una familia de cuatro niños. Rodolfo ya había tenido romances, unos con más intensidad que otros. Incluso tenía una hija y se había comprometido a casarse con una de las modelos de las carátulas de “Los 14 cañonazos”, pero nunca contrajo matrimonio.

Cuando lo conoció, Mariela Montoya, la mujer que lo acompañó hasta el final de su vida, no sabía que era famoso ni gustaba de su música. Ella llegó al cantante con una anécdota muy curiosa:

Rodolfo Jr, el primer hijo de la pareja, llegó con otro nuevo golpe de fortuna. Le dio un impulso a la carrera del intérprete, que cosechó en esos años los éxitos más recordados de su trayectoria y creó su propia orquesta, La Típica RA7.

Cuenta su biografía oficial que en esa época conquistó Europa por una casualidad, de esas de las que está llena su historia. Unos publicistas estaban en el país para grabar un comercial de café y escucharon “Colegiala”; y les gustó tanto que musicalizaron la pieza publicitaria con esa canción, que terminó convirtiéndose en un éxito en Francia. Rodolfo compartió escenario con artistas de la talla de Charles Aznavour, cantó en el teatro Olympia de París y se llevó el título al segundo disco más vendido en Europa, después de Thriller, de Michael Jackson.

A pesar de su éxito, el magangueleño no se dejó contaminar de la fama ni de la vida acelerada de los artistas. Era tranquilo y valoraba el silencio, en especial en su casa. Le gustaba la naturaleza y era un gran nadador; se iba por horas a trotar y regresaba a su casa con frutas, carne, pescado fresco y postres. Además era escrupuloso, asquiento y obsesionado con la limpieza: se lavaba los dientes hasta por 15 minutos. Además, tenía un baño turco portátil porque para él era indispensable inhalar vapores de plantas todos los días; era lo único a lo que le confiaba la calidad y potencia de su voz.

Sus últimos días

Sobre Aicardi y su muerte se dijeron muchas cosas. La leyenda del típico artista que falleció por los excesos de su profesión no fue ajena a su figura; pero lo cierto es que fue una enfermedad silenciosa la que terminó con su vida.

Desde mediados de los ochenta, Rodolfo tuvo diabetes, pero era tan sutil que ni siquiera necesitaba insulina. Al final, los descuidos de una vida en los escenarios y la mala alimentación de esos trajines le pasaron factura. Tuvo problemas de riñones y problemas de corazón, que terminaron con sus fuerzas, sus recursos y su historia.

En medio de esas dificultades de salud, Rodolfo produjo su último álbum con mucho esfuerzo. Al momento de grabarlo sufrió una parálisis facial, así que tuvo que someterse a terapias para poder sacarlo adelante. De ese trabajo salió “Limoncito con Ron”, que fue posiblemente su último gran éxito.

Cuando pudo hacerlo fue muy feliz, porque se sintió útil nuevamente. No le tocó ver lo exitoso que fue y sigue siendo, pero sí tuvo la felicidad de pisar de nuevo un estudio de grabación y pararse frente al micrófono a hacer lo que lo hacía sentir vivo: cantar.

Al morir, Rodolfo dejó un legado de música que hace feliz a la gente. No hay registros exactos, pero algunos dicen que grabó 1.500 canciones, otros dicen que 2.000 y otros que 2.500. De hecho, según cuenta su hijo mayor, su familia aún recibe long plays y trabajos inéditos que ni siquiera ellos conocen.

A Rodolfo Jr, Marco, Gianni y Carolina, sus hijos, dejó la herencia de sus canciones, para que no la dejen apagar. Y de ese deseo nació “Los Hermanos Aicardi”, la agrupación con la que esperan hacer feliz a su papá, esté donde esté.

Y a sus fanáticos dejó el trabajo de toda su vida, eso que en su niñez fue un sueño y que en su juventud fue una obsesión, y que terminó convirtiéndolo en #ElReyDeDiciembre.

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