viernes
8 y 2
8 y 2
Para Hernán Darío Carvajal Urrego, los minutos que vivió la noche del pasado miércoles, justo después de comer, fueron los peores que haya tenido en su vida. Nada volverá a ser igual. Recuerda que vio una ola de más de cuatro metros que arrastró a sus compañeros en el campamento minero de la vereda La Antigua, en Abriaquí. “La corriente se los llevó porque no hubo tiempo de nada”, cuenta.
La tregua que dio la naturaleza ayer trajo nuevas esperanzas a los rescatistas y habitantes del sector que siguen en la búsqueda del último desaparecido que dejó la emergencia. Por lo pronto, la cifra de muertos llegó a 13.
En la tarde la tregua dada por la madre naturaleza terminó. Los gruesos chubascos volvieron a hacer sonar la tejas en Frontino y Abriaquí y preocuparon a todos, pues ya se contabilizan 30 derrumbes en la zona, 10 de ellos en jurisdicción de la vereda La Antigua. Sin embargo, las labores de búsqueda de Jesús Cruz, el último minero que falta por encontrar, se mantendrán en el lecho de la enfurecida quebrada.
Mientras tanto, los recuerdos afloran en los sobrevivientes de la tragedia. Dos de ellos le contaron a EL COLOMBIANO cómo fue esa horrible noche que tuvieron que padecer.
“Era mi primer día de trabajo en la mina”
Paola Andrea Caro es una joven de 31 años, madre de una niña de 11 que, buscando mejores oportunidades económicas para ella y su familia, había comenzado a laborar en la mañana del día de la emergencia. Hoy aparte de sus varios tatuajes tiene en su cuerpo las marcas y cortes que le dejó la tragedia. Milagrosamente salió ilesa.
“Era mi primer día. Yo estaba conociendo a los compañeros. Recuerdo que después de las 3:00 p.m. comenzó a caer una lluvia que se fue volviendo más dura”, agregó.
Paola recuerda que hubo un momento en el que la quebrada comenzó a comportarse “rara”, es decir, que aumentaba y disminuía su caudal en intervalos de tiempo muy cortos, por lo que varios mineros se retiraron de la zona.
“Me quedé y más o menos a las 6:00 p.m., comenzamos a servir la comida. Un rato después yo estaba lavando platos cuando la auxiliar contable comenzó a gritar y cuando voltié a mirar ya venía una avalancha de pantano, piedras, palos y de un montón de cosas”.
Ella no sabe muy bien cómo en esos pocos segundos en que sucedió todo, el personal de la mina huyó de la corriente pero solo ella y otro obrero pudieron hacerlo hacia un costado de la edificación, lo que a la postre les salvó la vida, pues pese a quedar atrapados por palos, rocas y tejas de zinc, la fuerza del agua, que fue capaz de llevarse el enclave y varios equipos de varias toneladas de peso, no llegó hasta su posición.
“Don Hernán y yo quedamos aprisionados contra la montaña por los escombros. Él oraba mucho, luego de un rato comenzamos a relajar el cuerpo para desaprisionarnos. Yo le grité a él que por favor me ayudara que no me fuera a dejar ahí. Él como pudo me ayudó a salir e intentamos refugiarnos en una parte de la montaña pero esta comenzó a desmoronarse también, así que nos tocó movernos porque podíamos quedar ahí sí sepultados”.
Mientras continúa su relato, Paola se sumerge en una tristeza profunda para mencionar cómo, en medio de la oscuridad, ella y su compañero comenzaron a caminar sobre lo que segundos antes era El Porvenir.
Aún aturdidos comprendieron la magnitud de lo que había acabado de suceder.
“Empezamos a movernos y a buscar a quién más ayudar. Vimos a la compañera Erika y cómo su pierna estaba casi amputada. Los que estábamos ahí sabíamos que ella no iba a sobrevivir porque perdió mucha sangre durante las cuatro horas que demoramos en sacarla. En cambio Fátima murió instantáneamente. Increíble que tantos compañeros se fueran en cuestión de minutos”.
“Me voltié y vi una ola de cuatro metros”
Hernán Darío Carvajal desde hacía tres meses era el encargado de vigilar las motobombas de El Porvenir y el jueves en la noche fue el hombre que le salvó la vida a Paola.
Pese a su hablar pausado y a su “pinta”, que aparte de darle el apodo de “El Peludo” le otorga un aura de apóstol renacentista, se le nota la tristeza. Al igual que su compañera y muchos otros mineros, Carvajal llegó a El Porvenir buscando estabilidad económica.
Hernán recordó que para ese día tenía un presentimiento de que algo iba a pasar, basado en la observación que hacía de la inconstancia del cauce de la quebrada. Su vaticinio se cumplió al atardecer, justo a la hora en que los mineros cambiaban de turno o se alimentaban.
“De un momento a otro sentí como las piedras chocaban unas con otras arrastradas por el agua y cuando voltié a mirar vi como una ola de cuatro a cinco metros. Ahí fue cuando salí a gritarles a los compañeros ‘¡Avalancha, avalancha!’, pero ahí se me vino el techo encima y no pude hacer más nada”.
Al sentirse aprisionado Hernán solo atinó a encomendarse a Dios y a pedirle fuerza para salir de su encierro. Hoy contando la historia sabe que sus oraciones fueron escuchadas pues gracias a una fuerza sobrehumana pudo liberarse de los palos que lo apretaban, mover la sección del techo que se le vino encima y además salvar a Paola. Lo que si no pudo lograr, y esa es la tristeza que hoy lo embarga, es que no pudo hacer nada por un compañero y esa imagen siente que lo va a perseguir toda su vida.
Cuenta que llegó hasta donde estaba el compañero, que no se cansaba de decirle que solo lo aprisionaba un palo, pero resultó que tenía un bloque de escombros muy grande encima. Entre ambos lograron quitarlos pero cuando iban a terminar la maniobra, sobre el hombre cayó otro palo más pesado.
“Él perdió toda la esperanza, solo me alcanzó a decir, ‘Hernán, ya hiciste todo lo que podías hacer por mí. Gracias y ahora por favor retírate’. Luego sacó una navaja y se la clavó en el cuello. Yo solo pude encomendarle su alma a Dios”, relata con la voz quebrada por el llanto y el dolor de una escena tan desgarradora.
En medio de la situación, Paola y Hernán siguieron ayudando a sus compañeros hasta que las heridas, el frío y el miedo se los permitieron. Por caminos separados ambos tuvieron que bajar a oscuras, durante ocho horas, los tres kilómetros que separaban la mina y una casona a donde llegaban los heridos. Durante el descenso, el miedo a una otra creciente nunca desapareció y cada tanto miraban atrás.
En la casa de una vecina recibieron ayuda y una aguapanela que les devolvió el calor que el frío de la muerte por poco les arrebata: “después de esta experiencia me siento agradecido con Dios. Es como volver a vivir, le agradezco por ese valor que me dio. Dios existe, así no lo veamos”.
Periodista de la Universidad de Antioquia. Al igual que Joe Sacco, yo también entiendo el periodismo como el primer escalón de la historia.