Piano piano, lento lento, van ganando la cima del edificio más alto de Medellín los temerarios limpiadores de vidrios y fachadas, Abner Mendoza y José Luis Petro. Despacio, muy despacio, y revisando siempre el arnés y el amarre de seguridad.
“Que no esté muy abajo, que esté mejor por la mitad”, le explica Abner a su amigo y compañero, a quien todos molestan con eso de “presidente”, o “senador”, por su apellido Petro.
“Agg, qué se va a hacer. Toca aguantarse”, replica muerto de la risa, y sigue su avance hacia la cuchilla del Coltejer, la cima prometida, donde todo empieza y no donde termina.
“Lo de nosotros no es escalar, sino descender”, dice José Luis, nacido hace 35 años en Tierralta, Córdoba, municipio con calles sin pavimentar y escasa agua potable, en el que se pasaba días y tardes “miquiando” en las ramas de un viejo árbol de mangos.
Abner, quien también goza sus 35, nació cerquita, en Caucasia, en una vereda llamada La Arenosa. Hijo de madre soltera, de niño solía pasearse por las quebradas, colgado de los bejucos que abrazan los cocoteros, chirimollos y abetos que crecen libremente en la frontera que divide la selva del casco urbano.
“Mi mayor felicidad era escuchar a mi mamá diciendo que iba a lavar ropa, entonces me organizaba y la acompañaba, porque ella lavaba en las quebradas, y en las quebradas hay muchos árboles, y yo me creía Tarzán, saltando de rama en rama como un mico Tití”, cuenta el joven, quien sigue soltero y sin hijos, aunque simulacros de amores no le han faltado.
Un día la mamá se murió. Les estaba sirviendo el almuerzo a él y a sus tres hermanos, y de repente le dio un mareo y se desmayó. Trataron de reanimarla, pero los esfuerzos fueron inútiles. Falleció. Se llamaba Luz Oralia Figueroa y, según la necropsia, sufría de leucemia, pero no sabía.
“Era joven, bonita y muy alegre”, recuerda Abner, quien desde entonces se hizo cargo de los gastos hogareños, ayudándole a su padre, Julio José Mendoza, en un taller de mecánica. Tenía 11 años de edad. Luego llegó la guerra, y con ella el destierro.
Tuvieron que abandonar la finca donde vivían, los cultivos, los juegos de la media tarde y las amistades del colegio. Las balas iban y venían. Zumbaban por entre los techos y las ventanas de madera húmeda, y atravesaban los troncos de los mangos y los algarrobos, alborotando perros y pájaros.
La larga trashumancia los llevó hasta Puerto Libertador, donde Abner, siguiendo los pasos de su padre, se hizo operador de motosierra. Luego conoció a José Luis y se hicieron amigos. Los dos todavía eran jóvenes, pobres y desarraigados, pero tenían otra cosa en común, la voluntad para el trabajo duro. José ya conocía el oficio de “la altura”.
Había hecho cursos y no le daba miedo sentir el viento rabiando sobre su rostro a más de 100 o 200 metros del suelo.
“¿Y eso es muy difícil?”, preguntó Abner.
“Nada, difícil es pasar hambre”, le contestó el cordobés.
Se lo pensó bastante el de Caucasia, pero unas semanas después decidió iniciar el curso. Pagó los 100 mil pesos que le exigían para enseñarle a levitar amarrado a una cuerda y, en menos de un mes, ya andaba saboreando el aire por encima de las cabezas de los demás cristianos.
Los dos amigos se vinieron para Medellín porque en sus respectivos municipios tenían más cercana la muerte que alguna posibilidad de vida digna. Recuerdan esos primeros días con ojos de exuberante fantasía.
“Todo era grande, ruidoso. Las mujeres eran muy hermosas, y abundaban. Y todos esos carros pitando por aquí y por allá”, describe José Luis, quien aprendió el oficio de subirse a edificios de su hermano mayor, Luis Alfonso.
En Medellín, el nacido en Tierralta encontró pareja, Andrea Milena, con quien se casó y tuvo dos hijos: Nicole y Juan José, de 12 y 13 años de edad, respectivamente. Cada mañana, cuando empieza a alistarse para salir a trabajar, la niña se le acerca y le pide que “no te vayas a caer papá, vuela, vuela como Supermán o el Hombre Araña”.
“Mi amor, pero el Hombre Araña no vuela”.
“Siii, sí vuela, colgando de las telarañas. En los edificios debe haber telarañas”.
“Bueno, no me voy a caer, mi amor”.
Lleva diez años reptando y descendiendo edificios, al igual que Abner. Limpian unas doce estructuras o edificaciones por año, y en muchas ocasiones le han jalado los bigotes a la muerte. Así de cerca la han visto.
“Hace un tiempo, a José Luis un viento casi lo tumba. Le tocó agarrarse con todas sus fuerzas. Fue miedoso”, cuenta Abner, quien también recuerda el accidente de un compañero llamado Jeison Monsalve, quien resultó ileso después de una caída en el San Fernando Plaza, en El Poblado.