Todas las tardes, entre 1958 y 1960, un mensajero desfilaba por los pasillos de la fábrica de galletas Noel y entregaba un sobre cerrado, de color ocre, al jefe de las empacadoras.
“Lía, otra vez ese señor, dígale que no sea cansón”, decía el huraño jefe mientras veía el brillo en los ojos de su empleada que intentaba disimular la sonrisa de enamorada.
“Sta. Lía Vásquez (Fábrica Noel) Medellín. Soy un Luciano Silva - viviendo del recuerdo. Salúdote - besitos. William”, decía el texto enviado el 2 de junio de 1959.
El remitente era William Abel Escudero Jaramillo, un empleado de la empresa Telégrafos Nacionales que desde hacía un año se había ennoviado con Lía. “Yo estaba muy enamorada. Mis compañeras leían todo y me decían que era muy lindo”, cuenta la mujer que hoy tiene 76 años.
Se conocieron cuando ella tenía 16 años y él era su vecino en el barrio Castilla. La muchacha recuerda que lo veía desde el solar de su casa, cuando él intentaba coquetearle, pero no le agradaba porque le parecía que era “de dedo parado”. Él, insistente como era, averiguó que su lugar de trabajo quedaba en lo que hoy es la avenida 33, cerca a la estación Exposiciones, y empezó a cruzarse en su camino. Se subía al bus para ponerle conversa y la esperaba en la casa.
Un día de 1958, antes de viajar a Argelia, le dijo: “¿entonces, Lía, puedo decir en el pueblo que sos novia mía o no?” Ella lo pensó unos segundos y le dio el sí. Desde ese instante y hasta que se casaron, en 1960, William le envió entre uno y dos telegramas diarios a su amada. Ella los conserva como tesoros, en su casa de Robledo y su finca de La Ceja.
Amores de lejos
Un telegrama con la palabra “urgente” en letras mayúsculas, llegó el 30 de diciembre de 1966 al almacén Flamingo de la carrera Bolívar. A Luis Mosquera, desde Quibdó, le urgía que su amada Amparo Restrepo supiera que le deseaba “buen viaje, besos, abrazos”.
Del papel solo queda una foto digitalizada que hace unos días compartió el hijo de la pareja, Juan, en sus redes sociales. “Ella era cajera en Flamingo. Él, estudiante universitario que viaja al Chocó a donde su familia y desde allí envía el telegrama al almacén donde la muchacha era empleada”, cuenta el hombre.
A Juan lo que más le llamó la atención de la historia es que su padre decidiera enviar el mensaje al lugar de trabajo de la amada, y no a la casa de su suegra. “Vaya usted a saber cómo eran las vainas de las parejas interraciales en esa época... si ahora todavía hay quien mire rayadito”, agrega.
El mensajero favorito
En la Medellín de los años 50 y 60, cuando apenas empezaban a aparecer los teléfonos fijos, el telegrama fue un sistema de comunicación vital. Emilio Franco, jubilado de Telecom y compañero de William en la empresa de telégrafos, cuenta que el lenguaje era distinto porque se pagaba por palabra. “Ámote era una sola, pero te amo ya eran dos”, dice.
Los clientes escribían los mensajes con lápiz en un papel y ahí entraba el telegrafista en acción. “Uno los transmitía en clave morse. En el destino, alguien lo recibía y lo traducía. En un día normal podía enviar 20 telegramas y recibir otros 20. Muchos eran de familias o parejas, pero la mayoría eran de negocios”, recuerda.
Franco asegura que desde 1967 el sistema cambió por uno de microondas llamado teleprinter, que ya tenía el alfabeto en teclas separadas y emitía los mensajes inmediatamente. Once años después él se jubiló y nunca volvió a ver esas tecnologías.
William, que también se retiró por esa época, volvió a la mensajería unos años más: junto a sus hijas Gloria y Stella, trabajó recibiendo y estampillando cartas enviadas por correo certificado.
Hoy, 6 años después de la muerte de William, Lía aún recuerda con nostalgia las alegrías que le trajeron los telegramas. “Los celulares facilitan mucho la vida, pero uno ve a los muchachos como idos en esos aparatos, y extraña esas épocas”, dice mientras vuelve a leer los poemas convertidos en breves líneas que por muchos años recibió de su telégrafo favorito.