En Antioquia, durante casi dos siglos, la historia de la enfermedad mental fue el relato de la vergüenza. Poco se conocía de las dolencias de la mente o de cómo tratarlas y, en los primeros años de la psiquiatría, quien tuviera un “desbarajuste”en la cabeza iba a parar a una “casa de locos”, retirado de la sociedad, en una habitación con barrotes y recibiendo la comida por debajo de la puerta.
En el siglo XVIII, explica la doctora Lina Agudelo Baena del Centro de Investigación del Hospital Mental de Antioquia, la solución en el mundo para las personas que manifestaban conductas “desviadas” eran los nosocomios, sitios de reclusión permanente en donde eran internados de por vida en celdas de aislamiento. El trato no era fácil: estaban sucios, malolientes, agitados. Se les aplicaba grandes dosis de insulina para bajarles el azúcar e inducir a las convulsiones, porque creían que eso los calmaba.
En Medellín, antes de la fundación del manicomio, los enfermos mentales divagaban por las calles. La psicóloga Dina María Herrera recuerda en su trabajo “Alienismo, manicomio y psiquiatría en Medellín (1920-1946)” que, incluso, muchos de ellos se volvieron famosos, como Indalacio Calle, la loca Dolores o el Ñato Narciso.
En 1875, precisa Herrera, Medellín cayó en el “hechizo del inminente progreso y desarrollo”. Había que ocultar al enfermo, abandonado, que deambulaba por la ciudad y resultaba tan vergonzante.
Por eso, la idea de construir una institución para recluirlos pronto fue una urgencia y en 1878 la Junta del Hospital del Estado fundó una “casa de alienados”, entre las carreras Palacé y Junín, financiada con una colecta de los ricos de Medellín (y en la que se recogieron $100).
Pero, como indica Agudelo, aún no existían las drogas psiquiátricas — porque la primera se inventó en 1952—. Era un asilo en el que los pacientes vivían inmovilizados con camisas de fuerza, sometidos a duchas frías y hacinados en cuartos con barras de acero. Como pagando una condena.
Las cárceles mentales
En 1892 los pacientes se trasladaron a Bermejal, en el nororiente de la ciudad (comuna 4). La casa de locos pasó a ser propiedad del Departamento y comenzó a llamarse Manicomio Departamental de Antioquia. El nombre surge de la condición maníaco- depresiva, (hoy enfermedad bipolar), la más frecuente y común de la época.
Sin embargo, el manicomio se convirtió en el sitio al que llegaban los remitidos de las estaciones de Policía. Herrera explica en su investigación que en Medellín, durante la primera mitad del siglo XX, “al verse las calles ocupadas por mendigos y extraños, los locos venidos de otros sectores, la policía ejerció la función del encierro. Primero ocupó la cárcel de la ciudad, después el manicomio”.
En el libro Historia de mi barrio Los Álamos Bermejal, el escritor Bernardo Quiróz cuenta que la dotación del Manicomio Departamental se componía de camas de cemento, dotadas de correas, en las que se “encharcaban ahí mismo orines y materias fecales del moribundo (...) Las celdas eran verdaderos calabozos de tortura abarrotados y antihigiénicos”.
La ciudad tuvo que esperar hasta 1958 para que mejoraran las condiciones de sus pacientes mentales, cuando el Manicomio Departamental fue trasladado a su actual sede en Bello y pasó a llamarse Hospital Mental de Antioquia.
Agudelo añade que el hospital tiene una distribución de pabellón, “porque la gente se quedaba a vivir acá”. Algunas oficinas hoy conservan las antiguas barras que tenían las habitaciones, que para entonces no se hicieron de hierro sino de cemento.
Luego, en 1980, aparece la Declaración de Caracas, que obligó a estos centros asistenciales a abrir sus puertas con el fin de “reinsertar a los enfermos en la sociedad”. Porque hasta antes de eso, dice Agudelo, las familias abandonaban en las clínicas a sus parientes enfermos.
Tras la Declaración de Caracas, el Hospital Mental pasó de tener 1.200 camas a 450. El promedio de estancia pasó de cuatro meses a tres semanas, lo que tarda una enfermedad aguda en controlarse. A pesar de todo, cuando los pacientes regresaban a sus casas recuperados, a muchos les tiraban la puerta. Y, otra vez, caían en el destierro.
En la última década, sin embargo, el impulso de las políticas públicas de salud mental ha permitido que dejen de ser enfermedades escondidas. Los avances médicos y la consciencia de que el aislamiento no es la solución contribuyeron a la creación de centros especializados para su tratamiento, con la vigilancia de parte de las autoridades metropolitanas y las departamentales.