Escribía el poeta Mario Benedetti: “Ésta es mi casa/aquí sucedo, aquí me engaño inmensamente. Ésta es mi casa detenida en el tiempo”. La casa, que condena o da sosiego y donde se vive porque no hay más dónde, o porque es tu paraíso.
En Medellín, hay quienes duermen oyendo el ruido de los carros, pasar y pasar, incesantes, en una estampida que desvela y que atormenta el alma, como le pasa a Gonzalo Medina, un sacerdote de Laureles que vive en una casa a cinco metros de una avenida y a 20 de uno de los cruces viales más complejo de la ciudad. O quien habita en la paz de un cerro, entre árboles y pájaros que vuelan y alegran las mañanas con sus cantos.
“Este es mi paraíso del que jamás quisiera irme”, dice Juan Carlos Vélez, habitante del Cerro de las Tres Cruces, uno de los espacios ecológicos más frescos, admirados y visitados de Medellín por caminantes y amigos de la naturaleza, al que él no va de paseo sino que lo tiene para sí todo el tiempo.
¿Habrá para los humanos un sitio más importante que su casa?
Escribía Benedetti en el mismo poema: “Ésta es mi casa. Todos los perros y campanarios pasan frente a ella. Pero a mi casa la azotan los rayos y un día se va a partir en dos. Y no sabré dónde guarecerme, porque todas las puertas dan afuera del mundo”.
En un barrio de Medellín, una señora siente que su vida se volvió pesadilla cuando, aledaña a su vivienda, montaron una estación de gasolina. Y ella, literalmente, la ve como una “bomba”: “Yo siento que eso, en cualquier noche, va a explotar, y nunca duermo tranquila”, se lamenta la señora, a quien llamamos Bernardina Quinchía, porque sus temores la obligan a pedir que no digamos su nombre real.
Dice el toxicólogo y especialista en salud ocupacional de la universidad CES, Federico Molina, que vivir junto a una estación de gasolina puede tener impacto en la salud a corto y largo plazo.
“Las personas que se exponen a una inhalación constante de hidrocarburo pueden experimentar irritación pulmonar, sensación de ahogo y problemas de respiración, además de efectos neurológicos, como pérdida del apetito, alucinaciones y pérdida de la conciencia”, entre otros males.
En Medellín, como en el país, las estaciones de gasolina deben tener un lindero de un andén entre la calle y las viviendas aledañas. Y la norma se cumple. Pero el ciudadano no se siente inmune del todo.
Molina admite que el gas, volátil, logra llegar hasta las casas, pero su impacto es menor.
“Quien sí sufre los efectos neurológicos más fuertes es el empleado que atiende el surtidor”, señala el especialista en Epidemiología y profesor de doctorados la U. CES.
Añade que quien habita una casa en una avenida o en un intercambio vial sí puede experimentar graves problemas de salud, pues la gasolina, ya quemada, es más nociva.
“Genera efectos cardiovasculares, afecta el corazón hasta el riesgo de infarto, produce alteraciones de la presión alta, dificultades para respirar, sensación de ahogo si camina mucho y crisis asmática”, advierte. A largo plazo, puede padecer problemas auditivos por el ruido, anemia y dolores de cabeza constantes.
Pero nada de lo anterior podría sufrir Lía Ramírez, cuya residencia linda con un cementerio en Belén, junto a difuntos silenciosos que jamás se han salido de sus tumbas a meterle sustos.
Y aunque nunca se ha sentado sobre los muertos, como el poeta Miguel Hernández, doña Lía tampoco les teme, porque “son los mejores vecinos, y antes lo protegen a uno”