Cosmos, de Andrzej Żuławski

El gorrión ahorcado

Oswaldo Osorio

cosmos

Aunque el cine es como la vida, no siempre debe parecérsele en todo. Por eso es un arte, para poder deformarla, trastocarla y poetizarla, y así crear otro lenguaje para hablar de ella misma. Eso se puede ver en esta delirante e impredecible película, un viaje hacia los apasionamientos de la naturaleza humana, a las emociones encontradas y a un relato que no le teme saltarse y contrariar las convenciones de la continuidad narrativa y del realismo sicológico.

Dos jóvenes llegan a una pensión familiar a orillas del mar, allí se encuentran con un enrarecido ambiente lleno de minúsculas anomalías y residentes con vidas alteradas o con la capacidad de alterarlos a ellos. Eso ocurre especialmente con Witold, escritor frustrado y abogado reprobado, quien empieza a perder la cordura por Lena, la hija de la dueña. Lo que empieza tal vez por un gusto por sus labios, desemboca en una obsesión que comienza a poblar su comportamiento de una colección de tics y esquizofrenias.

Más que un argumento con una historia clara, el director y guionista propone una atropellada sucesión de situaciones con la que construye un universo dislocado de emociones y compulsiones. Los siete personajes se cruzan en distintos espacios de la casa y protagonizan escenas que no necesariamente tienen conexión con las demás, incluso algunas no tienen sentido en sí mismas, solo se les puede vincular con el tono general del relato, entre absurdo y cargado de reflexiones poéticas e intelectuales, entre trivial y enaltecido por la belleza de alguna imagen o una línea de diálogo.

En el fondo es el amor y el deseo los sentimientos que mueven a todos los personajes, sin embargo, tales sentimiento están sepultados bajo muchas capas de obsesiones, fobias, arrebatos y manías. Todo ello conducido por la trepidancia de unos diálogos llenos de alusiones cinematográficas y literarias, las cuales los hacen tan ricos como artificiales; como artificial y enfática puede verse también la interpretación de todos los actores. Si no fuera porque ya está definido el código del relato, parecería una mala obra teatral, pero así debía ser para poder lograr esa desesperante armonía propuesta desde el principio.

Esa hiperbólica concepción de los diálogos, de la actuación y del relato contrasta con la propuesta visual y de puesta en escena, las cuales están más definidas por la delicadeza, la belleza y la evocación poética: Imágenes que son cuidados cuadros surrealistas, la luz que busca la expresividad o el esteticismo y el buen gusto de las estilizadas y envejecidas locaciones, todo un agradable universo visual sacudido por la presencia de sus sulfurados habitantes.

Puede no ser una película fácil de ver, porque exige sintonizarse con ese inédito código en que está planteada, así como exige desprenderse del hábito de articularlo todo a una historia, pero sin duda es una experiencia distinta frente a la pantalla, una descarga estimulante de imágenes, ideas y sentimientos, que se recibe con el ímpetu de una narrativa que quiere salirse de los moldes.

La llegada, de Denis Villeneuve

Un nuevo lenguaje

Oswaldo Osorio       

llegada

A los contactos extraterrestres en el cine siempre les urge responder una pregunta: ¿A qué vienen? La mayoría de películas la responden rápidamente porque eso les permite definir el tono del relato, muchos de los cuales tienden hacia la trama de acción producto de la lucha contra una invasión hostil. Este filme, en cambio, hace de esa cuestión todo el desarrollo del relato, dejando un poco anegada la narración en un parsimonioso drama que le da vueltas a la misma intriga.

Pero ese planteamiento argumental termina siendo solo una excusa que le permite a la película hablar (o mencionar al menos) de otros temas mayores, como la naturaleza desconfiada y belicosa de la raza humana, la fragilidad de la política exterior de las potencias en momentos de crisis y, sobre todo, lo esencial y trascendental que puede ser el lenguaje y la comunicación para la humanidad y su civilización.

De hecho, este último aspecto es el eje sobre el que gira casi todo en la película: la construcción del personaje principal, la búsqueda de la respuesta a la presencia extraterrestre, las reflexiones científicas y la misma relación entre las naciones con presencia alienígena. Entonces reflexionar sobre el lenguaje y distintos principios y procesos comunicativos termina siendo el elemento de mayor peso y significación de esta historia, sin que tampoco diga mucho muy original o revelador al respecto.

Y es que una característica de toda la propuesta de esta película es que no revela mucho. Se trata de una de esas tramas con un gran misterio (lo que quieren los alienígenas en este caso) sobre el que la narración suelta muy poco. Solo al final del relato da una respuesta rápida, pero elaborada con la complejidad de una explicación que no satisface del todo, y adicionalmente complicada por una estructura narrativa que juega con el orden del relato, aunque hay una muy buena justificación para esto.

De otro lado, las soluciones visuales y de puesta en escena de la película ciertamente resultan originales y con su propio carácter estético y de diseño: Las naves espaciales con su misteriosa austeridad; el lenguaje alienígena, definido con estilización y simpleza; y el mismo aspecto de los extraterrestres, concebido sin facilismos ni (muy evidentes) lugares comunes. Todo contribuye a hacer de esta, al menos en su aspecto estético, una propuesta atractiva y con cierta novedad.

Sin embargo, desde Encuentros cercanos del tercer tipo (Spielberg, 1977), pasando por Contacto (Zemeckis, 1997), hasta El día que la tierra se detuvo (Derrickson, 2008), la historia y protagonista de La llegada (Arrival, 2016) ya se hace muy familiar y recurrente. Más bien es una película un poco pretenciosa, porque parece prometer cosas que en últimas no entrega. Habla de grandes temas y apenas quedan enunciados. Crea una intriga que hábilmente sabe ir incrementando, pero que se desinfla con una explicación final más bien complicada y forzada, contrariando toda la espera a la que somete al espectador.

Café Society, de Woody Allen

El amor en dos ciudades

Oswaldo Osorio

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Es la misma película, con los mismos temas, contada de la misma forma, y aun así, sigue diciendo cosas nuevas, sigue cautivando con su humor sofisticado, sus ingeniosos diálogos, sus personajes entrañables o pintorescos y sus reflexiones morales o existenciales. Hacer esto, después de casi medio centenar de películas, está reservado para artistas con genio que solo eventualmente surgen en la historia del cine.

Por eso esta última película de Woody Allen es, a la vez, una conocida y nueva experiencia. Es conocida porque vuelve al Nueva York y al Hollywood de los años treinta, porque otra vez los encuentros y desencuentros amorosos están en el centro de su relato y porque los gansters, los judíos y el mundo del espectáculo completan ese universo ya complejo de las relaciones afectivas. Son los ingredientes de siempre servidos y marinados de forma diferente para obtener una grata variación de un conocido sabor.

Entonces está el joven ingenuo y romántico Bobby, quien de Nueva York se va a Hollywood, donde su tío Phil, un exitoso agente, que le ayudará a conseguir trabajo. Allí se enamora de Vonnie, pero ésta tiene un novio mayor, aunque también ama a Bobby, que luego regresa a su ciudad a gerenciar el club que el ganster de su hermano adquirió. Con esto ya está servida una comedia romántica en la que su trama da saltos entre una ciudad y otra, entre el amor romántico y por conveniencia, y entre el mundo del crimen y la glamurosa vida de los famosos y poderosos.

Con todos estos elementos, entonces, Woody Allen obra su magia de genio inagotable. Despliega el encanto, las dudas y angustias de sus protagonistas frente a dilemas morales o románticos; los rodea de un abanico de secundarios sabios, carismáticos o patéticos; pone a competir a las dos ciudades en sus cualidades y defectos; y todo esto conectado por un narrador que hace del relato la crónica de una época, del contraste entre dos estilos de vida muy estadounidenses y del inaprensible vaivén de los sentimientos cuando el amor se torna esquivo, ambiguo o caprichoso.

Con el jazz siempre de fondo, y esta vez aún más al estar justificado por la época; con la estilización y sofisticación, no solo del vestuario y decorado propios del periodo, sino de ese tipo específico de personajes pertenecientes al mundo del espectáculo o de la alta sociedad; y para ajustar la delicada y fascinante belleza de todo el conjunto, otro genio, esta vez de la luz y la composición: el director de fotografía Vittorio Storaro, quien le dio ese acabado de romance y evocación que el relato requería.

No es la mejor película de este entrañable cineasta, ni tampoco sorprende mucho con hondas revelaciones ni grandes temas, pero es en los detalles, en los matices y las inflexiones de ese discurso que le conocemos de sobra, donde se encuentra todavía el encanto de unas historias, personajes y universos que nunca dejan de ser ingeniosos y estimulantes.

24 semanas, de Anne Zohra Berrached

La decisión de Astrid

Oswaldo Osorio

24semanas

¿Abortaría usted si supiera que su hijo va a nacer con síndrome de down? Así de simple y directo plantea esta película alemana el conflicto que debe resolver una pareja. Pero la decisión no tiene nada de simple, pues en realidad la razón de ser de todo el relato es exponer los aspectos y variables que intervienen y pueden influir en una decisión a favor o en contra de hacerlo. De ahí en adelante, arranca un viaje de altibajos éticos y emocionales para los protagonistas y el espectador.

Astrid es una comediante y Markus su apoderado, tienen ya una hija y parecen estar en el mejor momento de su vida, por lo que este nuevo hijo será una bendición. ¿Pero un hijo “imperfecto” también es una bendición? ¿Un niño en esta condición es imperfecto? ¿La posible decisión de no tenerlo se toma por el bien del niño o de los padres? Estas y muchas otras cuestiones se imponen a la pareja y a quienes les rodean. Las posiciones en favor y en contra se enfrentan, pero en últimas solo puede decidir, ni siquiera la pareja, sino la madre.

Aunque esta es otra de las grandes cuestiones: ¿Deciden los dos o solo ella? Y con esta pregunta el conflicto se extiende a ese círculo íntimo. Entonces ya parece que no es una lucha de dos sino entre los dos. Paradójicamente, para nuestro contexto, lo único que no está en entredicho es la posibilidad legal de hacerlo, pues en Alemania está permitido el aborto cuando se presenta esta eventualidad, y el noventa por ciento de las mujeres lo hace, aunque muy pocas lo cuenta, lo cual es un indicio de que, por más libre pensante que sea una sociedad, este tema siempre será sensible en términos morales.

La diferencia es que Astrid es un personaje público, de manera que es un aspecto adicional que introduce presión al conflicto. Aunque también es cierto que su condición de comediante parece gratuita y forzada. Nunca vemos en ella a una comediante en su vida cotidiana. Si querían plantear un contraste entre su drama y su oficio, es lo más incongruente de toda la historia. De acuerdo con la actitud que asume Astrid, podría tener cualquier profesión, menos esa.

En lo que sí resulta muy sólida la película es en la austeridad de su drama, algo que parece consecuente con aquella cultura, donde parece que los excesos y el melodrama, por más crítica que sea la situación, no están en el presupuesto del comportamiento. Esto contribuye a concentrarse en las implicaciones éticas y hasta prácticas de la situación. Aunque tampoco estamos hablando de una actitud fría y racional, al contrario, las emociones y sentimientos encontrados son la materia prima del relato.

Y es que tal vez la principal virtud de este filme es el equilibrio que guarda entre el drama que vive la pareja, sus allegados y especialmente la madre frente a la manera como la narración expone los distintos ángulos y posibilidades de tan penosa situación. Por eso, independientemente de la decisión que tomen, cualquier espectador saldrá tocado con este dilema e hipotéticamente se verá obligado a tomar una posición ante semejante disyuntiva.

17 años, de André Téchiné

Adolescencia, amor y odio

Oswaldo Osorio

17anos

Uno de los más reconocidos directores franceses, con casi una treintena de películas en sus créditos, vuelve a sus 73 años con una película que está en las antípodas de su edad. Justamente el título del filme hace referencia a los años que tienen sus protagonistas, y esta edad ya lo determina todo, porque el relato es una mirada a todas esas angustias, inseguridades, deseos y pulsiones que experimentan los adolescentes en esta etapa de su vida.

Damien y Thomas estudian juntos y comparten lo que parece ser un odio mutuo. La película no se afana en explicar las razones de su animadversión, por eso en su primera hora es como si tuviera las mismas características de sus adolescentes: impredecible e irregular, explosiva y aletargada, sin explicaciones concretas ni intenciones de definir sus objetivos.

Por eso es una obra con la que hay que tener disposición y paciencia, las cuales luego se verán recompensadas con el paulatino crecimiento de una historia llena de facetas y de gran diversidad de registros, desde la fuerza de un drama con hondos conflictos internos y de relaciones personales, pasando por desenfadados momentos alentados por el humor y la alegría de vivir, hasta emotivas situaciones y sentimientos que es hacia donde finalmente se dirige todo el relato y la construcción de sus personajes.

La película sabiamente crea entre sus dos protagonistas una antítesis que termina siendo complementaria: uno vive en la ciudad, es sociable y le va bien en el colegio, mientras el otro vive en contacto con la naturaleza, no se relaciona con nadie y parece tener problemas de aprendizaje. En medio de esto está la madre de uno de ellos, que funciona como el tercer protagonista y es quien cataliza la relación entre estos dos jóvenes.

De manera que la trama hace un movimiento pendular entre las personalidades, problemas y deseos de estos dos jóvenes, así como entre su relación de amor y odio, que se va transformando poco a poco con unos matices que el director sabe ir introduciendo con sutileza y que le van dando sentido a toda la historia. Y en cierta forma, como motor de ese péndulo, está la calidez y buen criterio de la madre, lo que la convierte en un personaje entrañable y de gran significado para ideas que rondan el contexto del filme, como la familia, la comprensión y la generosidad en las emociones y los sentimientos.

Se trata de una película que parece imperfecta en ciertos sentidos, especialmente en su cohesión narrativa durante la primera parte del relato, pero poco a poco va adquiriendo una fuerza y solidez que evidencian la madurez de un director que conoce muy bien las posibilidades expresivas del cine y todas las ideas que puede poner en juego sin caer en obviedades ni seguir fielmente las reglas impuestas por la narrativa convencional.

Miss Peregrine y los niños peculiares, de Tim Burton

Mutantes para la familia

Oswaldo Osorio

missperegrine

Esta película es como una versión seudo gótica y familiar de los X-Men. Más que decirlo con ánimo despectivo, es para identificar con rapidez un esquema que a muchos se les hará conocido y que aquí se repite apenas intercambiando unas variables, o mejor dicho, adaptando algunos aspectos al ya reconocible universo de Tim Burton, el cual casi siempre está cruzado por la fantasía, la aventura y esa singular mezcla entre la inocencia, la ternura y lo tétrico.

Sin embargo, ese universo reconocible que uno agradece y aplaude cada que aparece en una película de un autor, en este caso tal vez haya que lamentarlo, pues si bien es un filme que tiene muchos de los elementos que han definido el atractivo estilo de Burton, aquí están presentes al servicio de una historia que repite todas las convenciones del cine (y la literatura) juvenil de estos tiempos, y lo que queda es solo una película de gente rara y monstruos pero edulcorada y con el filo de sus aristas limado.

Y no quiere decir esto que se trate de una película fallida, al contrario, entre tanta película de fantasía dirigida al público familiar que puebla las carteleras en esta época, esta resulta ciertamente entretenida y, a pesar de sus frecuentes visitas a lugares comunes, muchas veces logra sorprender y fascinar.

Su mayor problema es cuando se le mira desde la óptica del cine de autor, porque así no se está juzgando solo una película sino toda una obra, y en ese sentido, sometida a la comparación con lo que antes ha hecho este director, y que es justamente por lo que logró destacarse y ser reconocido, esta pieza resulta una suerte de concesión a las formas y esquemas del cine más convencional y de consumo. No hay en ella asomo de esas trasgresiones morales o estéticas ni tampoco la crítica de fondo a la normatividad social que definen muchas de sus mejores películas.

Basada en la novela del mismo nombre escrita por  Ransom Riggs, el relato nos introduce en una doble realidad donde un mundo fantástico y uno real, así como el pasado y el presente, se entrecruzan en una trama donde unos personajes con una peculiaridades (o léase también mutantes) están divididos en dos bandos, que bien podrían definirse como los “monstruos tiernos” y los “monstruos malos”.

Nuevamente puede sonar despectivo, pero solo es un recurso para evidenciar el esquematismo de una historia que bien pudo hacer cualquier director de Hollywood y no el autor de magníficas y originales obras como El joven manos de tijera, Beetlejuice, Sleepy Hollow, Ed Wood, Marcianos al ataque o El gran pez.

Música en mi cabeza

Oswaldo Osorio

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El gran acierto de esta película es no caer en la tentación de burlarse de su protagonista, como lo hizo la mayoría de sus contemporáneos, sino entenderla como personaje y dimensionar la relación que tuvo ella con la música y con la sociedad neoyorkina en plena Segunda Guerra Mundial. Por eso se trata de una entretenida historia llena de momentos divertidos, pero también muy emotivos y, sobretodo, capaz de hablar con honestidad sobre la complejidad de los sentimientos y las relaciones humanas.

Florence Foster Jenkins fue una heredera a quien su gran amor por la música la llevó a tener la fijación de convertirse en una gran cantante lírica y presentarse en el mítico Carnegie Hall. Con la complicidad de su devoto esposo y un apocado pianista, se entrega a la tarea de hacerlo. Solo hay un problema, que canta muy mal, tanto que podría ser la peor cantante del mundo, y además, hay una contrariedad mayor: ella ni se entera de eso.

Es portal razón que el relato siempre está jugando a dos bandas, entre lo cómico de la situación, si se mira desde afuera, y la sutileza de las emociones que se desarrollan entre estos tres personajes. De manera que la historia se va alternando entre el patetismo y lo entrañable, porque si bien su protagonista puede comportarse por momentos de forma ridícula por prácticamente crear un sentido propio del mundo en su cabeza, también es cierto que su amor por la música, su generosidad como mecenas y el honesto aprecio y amor que le prodigaban sus allegados, la convierten en una mujer digna de toda empatía.

Detrás de este acertado equilibrio se encuentra un experimentado y talentoso director británico que se dio a conocer con en 1988 con la película Relaciones peligrosas y que en adelante ha demostrado su buen pulso para contar historias donde las mujeres y la sutileza de los sentimientos son protagonistas: Mary Reilly, Mrs. Henderson presenta, La reina, Chéri, Philomena. Además, su labor aquí se ve complementada por la infalible Meryl Streep, para quien este personaje parece haber sido expresamente escrito, a pesar de tratarse de una mujer que realmente existió y dio mucho de qué hablar en sus últimos años de vida.

Es muy particular cómo en esta historia, si se mira por separado a cada personaje, desde Florence hasta su esposo, pasando por la amante de este y el tímido pianista, todos ellos resultan un poco patéticos y poco atractivos en su personalidad, sin embargo, es en la interacción entre ellos durante la puesta en escena y los complejos matices de la naturaleza de sus relaciones y sentimientos, donde se opera una suerte de magia emocional que los potencia como personas y le da validez a su carácter. Esto ya nos habla de una pieza bien construida y eso se nota de principio a fin.

El último viaje de mi vida, de Jeremy Sims

A tres mil kilómetros de la muerte

Oswaldo Osorio

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Apenas introduce a sus personajes y el lugar donde viven (un taxista, su amante y sus amigos en un pueblo australiano) y el relato ya nos está diciendo que su protagonista va a morir. Se llama Rex y tiene cáncer, pero él quiere adelantársele a las miserias de la agonía. Por eso, en principio, parece una película sobre la eutanasia y el debate en torno a ella, pero eso casi que es solo una excusa, porque su historia habla de otros asuntos más hondos y emotivos que trascienden el drama de un desahuciado.

La narración está en clave de road movie, porque Rex decide viajar tres mil kilómetros adonde una doctora que tiene una máquina para practicar eutanasias. Como toda road movie, el viaje ayuda a transformar al personaje, tanto por las cosas que le pasan como por la gente que conoce en el camino. En este caso, a un díscolo jugador de rugby y a una enfermera (lo cual fue un conveniente facilismo del guionista). Así mismo, este recurso es una oportunidad para recorrer el paisaje australiano y contar unas cuantas cosas de su cultura.

A pesar del viaje transformador, resulta mucho más poderosa otra razón para determinar los acontecimientos y la naturaleza del personaje: el amor. Porque esta película en el fondo es una historia de amor, que se presenta apenas soterradamente al principio, pero que a medida que avanza la narración va volviéndose la razón de ser del relato, un motivo que cobra una mayor fuerza emocional que la propia sombra de la muerte y es lo que define ese gran giro final que sorprende gratamente y que le cambia por completo el tono e intención a la historia de desahucio que empezamos a ver.

También de fondo, y aprovechando el viaje, la película insistentemente da cuenta de un racismo que uno, en su ignorancia a veces solo informada por las películas, creía que era cosa de la sociedad estadounidense y sudafricana de hace unas décadas. Para eso sirvió Tilly, el jugador que acompañó a Rex la mitad del camino, para ver cómo era objeto de rechazos y comentarios racistas. Incluso el mismo Tilly se marginaba a sí mismo de ciertos lugares consciente de su excusión.

A pesar de los temas serios, como la muerte, el amor y el racismo, se trata también de un relato muy entretenido y con un inteligente sentido del humor, especialmente por vía de los diálogos y de algunos pintorescos personajes. De manera que no es de esas sensibleras historias que explotan el sentimentalismo fácil ante la inminencia de la muerte, ni tampoco un drama aleccionador sobre lo bello y valioso de la vida o sobre enfrentar la muerte con dignidad.

Es una conmovedora y divertida historia de amor, con un fondo de crítica social, algunos apuntes sobre el debate acerca de la eutanasia y la constatación de que el viaje y la distancia siempre pueden poner en perspectiva las cosas de la vida, aunque a la postre no se llegue a ninguna parte.

 

Últimos días en el desierto, de Rodrigo García

Dios y el diablo tienen sed

Oswaldo Osorio

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Hay tantas formas de referirse a Jesucristo y todo lo que ha representado para la historia y la espiritualidad de la humanidad, pero la mayoría de las películas que lo han abordado se han limitado a hacer literales adaptaciones del Nuevo testamento. A algunas excepciones en esa tendencia, como La última tentación de Cristo (Scorsese, 1988),  Jesús de Montreal (Arcand, 1989) o El hombre de la tierra (Schenkman, 2007), viene a sumarse este honesto, reflexivo e inteligente relato.

Casi ninguna relación tiene este filme con todos esos otros que han convertido a Rodrigo García en uno de los más importantes cineastas de algo que se podría definir como el “Hollywood independiente”. Cosas que dije con solo mirarla, Nueve vidas o Madre e hija, son filmes protagonizados por grandes estrellas de la industria, que hablan sobre la familia o la condición femenina y lo hacen con una admirable sensibilidad y elocuencia.

García rompe aquí con ese universo suyo y se adentra en una compleja reflexión espiritual, y para hacerlo usa como excusa el momento de la vida de Cristo cuando se va al desierto durante cuarenta días. Dice la Biblia que se fue empujado por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Así que el diablo, el desierto y una familia que Yeshua encuentra allí, son los elementos con los que este director indaga acerca de asuntos como la relación padre e hijo, la fe, la familia, la espiritualidad y el destino.

Todo esto ocurre teniendo a un personaje y un espacio como ejes narrativos y del conflicto: Yeshua y el desierto. El primero enfrenta una crisis espiritual antes de afrontar ese duro destino de ser el salvador de la humanidad, por eso duda de él mismo, de si quiere hacer ese doloroso sacrificio y si tiene la fuerza, pero también duda de su padre, a quien le hace los reproches que cualquier hijo haría; mientras que el desierto es un lugar de silencio y soledad, ideal para el encuentro consigo mismo, para combatir al demonio (los propios demonios), el ambiente ideal para la desorientación pero también para la iluminación.

De manera que en Cristo está definido un personaje completo y complejo: es la representación del bien y el mal (el mismo Ewan McGregor interpreta a Dios y al diablo), es la lucha constante entre su humanidad y divinidad, es la duda por su fe y por su misión en la tierra, y es la encarnación de las fortalezas y debilidades de cualquier ser humano. Y en el desierto tenemos, además de las mencionadas implicaciones simbólicas y para el personaje, una gran fuerza visual y como paisaje, un lugar que la fotografía de Emmanuel Lubezki supo explotar dramática y estéticamente.

También son un personaje y en espacio que determinan la construcción de un relato contemplativo, el detenimiento del tiempo, la alucinación y la introspección. Un relato que le exige al espectador tanto en su cinefilia y como en su espiritualidad, porque esta es una propuesta diferente, sin los facilismos anecdóticos de tantas adaptaciones de la Biblia, sino la película de un cineasta inteligente y profundo, a quien le gusta hacer preguntas sobre asuntos esenciales y dar opciones de respuestas en sus películas.

Las inocentes, de Anne Fontaine

La fe puesta a prueba

Oswaldo Osorio

inocentes

No hay una forma delicada de abordar esta historia: en un convento polaco varias monjas están en embarazo luego de ser abusados por soldados rusos al final de la Segunda Guerra Mundial. Un horripilante hecho, como solo la guerra sabe provocarlos, que apenas es la premisa argumental redactada por la vida misma, que no por un oscuro guionista, pero que realmente tiene su fuerza es en las consecuencias físicas, sicológicas y espirituales que deben padecer sus protagonistas.

El hilo conductor es una doctora francesa que trabaja en la Cruz Roja. Ser mujer le dio acceso al convento y también le permitió a la ya reconocida directora Anne Fontaine contar la historia con la sensibilidad y desde el punto de vista que los personajes y la situación requerían. De manera que es una historia sobre mujeres en un contexto de hombres en guerra y en una sociedad patriarcal que ni siquiera les permite ser víctimas, porque de todas formas serían juzgadas.

También es una película sobre la fe, o los esfuerzos por mantenerla aun en tan aciagos tiempos: “La fe es veinticuatro horas de lucha y un minuto de esperanza”, dice una de las hermanas. La pregunta que casi todo el mundo -creyente o no- se ha hecho al menos una vez en la vida -¿Por qué Dios permitió que sucediera eso?- se la hacen algunas de estas sufridas monjas. Otras se aferran a esa fe para olvidar el ultraje y sus consecuencias, esa cruz que no saben cómo llevar.

El relato y la construcción de personajes saben poner en juego las múltiples implicaciones de la situación. Está la culpa a pesar de ser víctimas, la impotencia de afrontar no solo lo vivido sino la encrucijada en que las dejaron, la desorientación espiritual, y también las decisiones morales correctas o incorrectas al tratar de solucionar la situación. Todo esto planteado de forma sutil pero con intensidad dramática, y apoyado en la construcción de una atmósfera de permanente congoja, la cual es enfatizada por la austeridad del convento y severidad del invierno.

El relato definitivamente se ve enriquecido por el punto de vista de la doctora, una mirada desde afuera pero no ajena del todo a esa calamidad, distanciada por no ser creyente pero ligada por la afinidad de la condición femenina, y con un carácter un tanto indolente pero comprometida con la idea de salvar vidas y ayudar a la gente. Por tanto, es un personaje que permite una visión equilibrada de una historia que pudo ser un drama lloricón o un relato de la crueldad, sin embargo, lo que se puede apreciar es una película, aunque dura, bella y conmovedora, donde aflora lo peor y lo mejor de la condición humana, una hora y cincuenta de desasosiego y cinco minutos de esperanza.