Apatía, una película de carretera, de Arturo Ortegón

Al final todo cae

Por: Oswaldo Osorio

Lo ideal en toda película de carretera es que esos personajes que comenzaron el viaje sean distintos a los que lo terminaron, es decir, transformados sicológica o emocionalmente, con una visión diferente de la vida por todo lo que les ocurrió o por las personas que conocieron en el viaje. Esta película, que desde el título no quiere dejar duda del tipo de relato que es, en esencia desatiende esta característica que define a este género, la del viaje transformador. Y es que a su regreso, los tres protagonistas, más que transformados, parecen apenas decepcionados y con el ánimo bajo por no haber podido lograr sus objetivos inmediatos.

Es cierto también que las películas de carretera están motivadas porque sus protagonistas buscan y/o huyen de algo. En esta historia la búsqueda va por vía del reencuentro del amor que Lucas tiene como propósito, mientras que la huída corre por cuenta de Julián, su amigo escritor, quien aunque no viaja, quiere escapar del caos y la brutalidad del mundo que lo rodea.

Estos dos personajes y sus propósitos son los que marcan el ritmo y la lógica de la historia, pues el relato propone el contrapunto entre el viaje de Lucas y los dos personajes estacionarios, principalmente el escritor y, en menor medida, la mujer buscada. De esta manera, la película consigue una permanente dinámica en la que siempre están pasando cosas (cuando se trata del viaje) o siempre nos está diciendo algo (sobre todo cuando habla el escritor). Naturalmente hay una lógica conexión entre ambas partes, una visión nada optimista de la vida y del país, donde todo está mal o en decadencia, donde todo cae (hasta los ángeles), más aún en la conflictiva realidad de Colombia o también caen las expectativas de un hombre enamorado o de un escritor desencantado.

Pero a pesar de los prometedores elementos con que está planteada esta historia, la película en cierta forma también cae. Que sus personajes no se transformen luego del viaje, ya es un indicio de ello, pero también lo es la presencia de algunos recursos que se antojan repetidos o infortunados. El más visible es el personaje del escritor, quien bien podría verse como el que hace las veces de coro griego que comenta la acción, es decir, el viaje de su amigo, consiguiendo así el mencionado contrapunto.

Aunque, por otra parte, podría verse también como un recurso harto recurrente en incontables filmes, como en la película En coma (Juan David Restrepo, Henry Rivero, 2010), por solo mencionar el más reciente referente y la más parecida en la forma en que se presenta. Pero tal vez lo menos afortunado de este recurso del escritor es que toda esa visualidad y cinética que puede tener una película de carretera, es descompensada con el lastre de un soliloquio que tiene más vena literaria que cinematográfica.

De otro lado, resulta también muy poco convincente la naturaleza de las adversidades que viven los tres jóvenes durante su viaje. Parece como si el relato quisiera usarlos como excusa para dar cuenta del caos y el conflicto que atraviesa el país, en especial lo relacionado con bandas criminales y guerrilla. Pero su encuentro con quien parece inspirado en el zar de las esmeraldas, Víctor Carranza, y luego con los guerrilleros, se antoja forzado frente al tono que traía el relato y al planteamiento general de la historia. Inevitable recordar la forma como Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) introdujo el contexto conflictivo mexicano sin que este interviniera bruscamente en el conflicto particular de sus viajeros.

Y como estos dos grandes recursos -el personaje del escritor y el conflicto del país- que son introducidos en el guion con cierta artificialidad, así mismo ocurre con otros detalles, como un improbable amor que florece mientras toman un desayuno de paso, una puta de carretera que entiende inglés o una carta puesta en un lugar imposible que luego llega a su destinatario. En otras palabras, en muchos de sus pasajes no es la historia la que parece desarrollarse con su propia lógica, sino unos guionistas que pusieron cosas en ella para que así quedara.

De otro lado, la película cuenta con una factura de nivel y una concepción visual muy atractiva. En cierta medida es una cinta efectista, pero esto no necesariamente es un defecto, al contrario, en buena medida es su marca y funciona de manera expresiva para la naturaleza de los personajes y el dinamismo del relato. Además, es un filme que consigue crear un amplio rango de atmósferas (con las actuaciones, el arte y el manejo de la luz) que le otorgan la verosimilitud que a la trama a veces le hace falta.

Es por eso que, en definitiva, se trata de una película que puede ser estimulante y cautivadora en ciertos aspectos, como el tono de la historia, el ritmo narrativo, la concepción visual o el simbolismo en los detalles, pero que en otros parece artificial y con soluciones desafortunadas.

Django sin cadenas, de Quentin Tarantino

Un amor entre la violencia y la venganza

Por: Oswaldo Osorio


Hasta ahora era impensable ver una historia de amor escrita y dirigida por Quentin Tarantino. En su cine hecho de crimen, venganzas y violencia, además de ser relatos hipnóticamente contados con un dotado genio visual y narrativo, poco espacio había para enamoramientos. Si acaso la presencia momentánea de ligues o parejas (lo más cercano es lo que le ocurre a Jackie Brown), pero nada con la fuerza romántica y de entrega absoluta que mueve a esta película de principio a fin.

Porque la motivación única del protagonista de esta cinta es la búsqueda del amor de su vida. Los otros grandes aspectos que componen el filme (la violencia y la esclavitud) están supeditados a este sublime propósito. No es gratuito que la base de esta historia sea el legendario relato de la literatura germánica de Los Nibelungos, en la que se cuenta el épico romance entre Siegfried y Broom-Hilda.

Con esta historia de amor en el corazón del relato, lo que más sobresale es el género cinematográfico que el director elige para contarla: el western (un tipo de cine, por demás, bastante alérgico a las historias de amor). Siempre se ha dicho que el díptico de Kill Bill es un western, un espagueti western para ser más específicos, ese género bastardo que floreció en la Italia de los sesenta y setenta y que tomó solo los elementos más llamativos del modelo de Hollywood: la iconografía del western y su violencia.

El cine de Quentin Tarantino es un incesante ejercicio de reciclaje, homenajes y pastiches de toda la música, la televisión y el cine que ha consumido, en especial en sus años de “pobre e indocumentado”. De ahí sale Django sin cadenas (y toda su filmografía), de aquel legendario título del espagueti western protagonizado por Franco Nero (Django, 1966), pero en general de todo ese género bastardo. No obstante, como buen producto posmoderno que es su cine, puede que todas las partes de sus películas se puedan rastrear en distintas épocas y referentes, pero no cabe duda de que es un auténtico producto “tarantinesco”. Y son pocos los directores que convierten su nombre en un rótulo que se refiere a su propia obra y se puede aplicar a la de otros que se le parezcan.

Lo que hay de “tarantinesco” en esta película, además de los elementos mencionados en el primer párrafo, son esos estilizados personajes y los extensos y retóricos diálogos que, al tiempo que definen a estos personajes, crean una atmósfera narrativa y contribuyen al permanente tono de tensión del relato. Por eso, en perspectiva, las películas de Tarantino son en general básicas y esquemáticas (casi todas, ésta incluida, solo son variantes del formato “voy-lo-mato-y-vuelvo” –igual que el espagueti western), pero en la cadena de episodios que componen la historia hay verdaderos momentos de genialidad, con esos personajes, las pequeñas e intensas anécdotas que siempre se cuentan y esa atmósfera de tensión. Todo esto, además, siempre está dimensionado por un popurrí musical que echa mano indiscriminadamente de cualquier género o época, pero cada canción es puesta en la escena y el momento exactos para hacer la situación más intensa o grandilocuente.

Esta película, junto con Jackie Brown (1997), son las únicas de la obra de este director que no se reducen (en términos de sus ideas, porque visual y narrativamente son todo un fascinante universo) al esquema básico mencionado. Y con esto volvemos a la historia de amor, la cual también pone en juego una reflexión –aunque no muy honda- de corte humanista en relación con el tema de la esclavitud y lo lleva a uno de la mano en un relato que trasciende la violencia y el concepto de venganza, una historia que entretiene, conmueve y apasiona.

Lo azul del cielo, de Juan Alfredo Uribe

Un perdedor busca el amor

Por: Oswaldo Osorio

El amor y la muerte siguen siendo dos de las grandes narrativas del cine nacional, aunque suele imponerse la ciega violencia sobre el elusivo amor. Esto parece más recurrente con películas de Medellín o Cali, como esta, donde se desarrolla una trama con ese doble componente teniendo como escenario la capital antioqueña, una trama tejida con altibajos que no permite, para bien o para mal, hacer juicios extremos sobre el filme.

Su historia está planteada en dos actos bien diferenciados. En el primero, vemos a Camilo, un joven bueno para nada que termina enredado con traquetos y cuidando a un secuestrado; mientras en el segundo, se desarrolla una historia de amor que tal vez le salve la vida este perdedor. Además, en el primer momento, tenemos una situación más o menos típica de marginalidad y falta de oportunidades, muy frecuente en las dos mencionadas ciudades; y en el otro, un leitmotiv del cine nacional, el “colombian dream”, esto es, el dinero fácil, por medio del cual el protagonista quiere volverse normal con su riqueza repentina y obtener a la chica.

Dicho así suena un tanto esquemático, incluso poco original (solo bastaría mencionar, entre otras, la película En coma para identificar los mismos elementos), y hasta cierto punto lo es, aunque hay que recordar que la diferencia la hace es la forma en que se cuenta la historia. Esta cinta trata de hacer la diferencia, en especial con su desarrollo en dos actos, lo cual en cierta medida funciona, aunque el brusco cambio de tono narrativo entre el primero y el segundo acto termina siendo contraproducente.

El problema es que uno espera pacientemente a que se desarrolle el primer acto, porque supone que es la preparación para el intenso drama que será el segundo, pero en este último el relato tiene un bajón que termina decepcionando. De hecho, la primera parte resulta mucho más sólida e interesante con la construcción del personaje central y una cierta atmósfera de tensión y zozobra que crea en torno a su destino, mientras que la segunda, se anega en una sosa y predecible historia de amor.

No obstante, su protagonista es un personaje que seduce y repele al mismo tiempo, porque parece a la vez un hombre bien intencionado que es víctima de las circunstancias, pero también un pelele que no se decide a nada, sin pasión ni intensidad, que termina escogiendo el camino fácil. Por eso, resulta difícil saber si se trata de una contradicción que dimensiona al personaje o un tratamiento ambiguo de éste, donde no hay reflexión social en el caso de que se trate de un asunto de falta de oportunidades, ni tampoco una mejor exposición de sus motivaciones, en cuanto a su construcción como personaje.

Independientemente de que sea lo uno o lo otro, hay que destacar que el actor Aldemar Correa alcanza a sostener un relato que está materializado con buen nivel y profesionalismo en el aspecto técnico y visual (aunque también es un problema las grandes coincidencias con su personaje de Paraíso travel). Sin embargo, asuntos esenciales como la solidez de la historia o la naturalidad en los diálogos, no terminan por convencer y dejan dudas sobre el resultado global del filme, sin tratarse tampoco de una propuesta del todo desafortunada.

Lincoln, de Steven Spielberg

O la idealización de la historia

Por: Oswaldo Osorio


En principio, Steven Spielberg se destacó por ser un gran contador de historias y hacer un cine centrado en el espectáculo y el entretenimiento. Pero después de reventar la taquilla una y otra vez, al parecer tuvo la necesidad de hacer un cine más adulto y, a partir de El color púrpura (1985), se vio obligado a sacar el niño que había dentro de sí, al menos de tanto en cuanto, para realizar filmes con conciencia, ya sea humanista o política. De esta vena “comprometida” salieron películas significativas y de peso como La lista de Schindler (1993), pero también otras simplemente panfletarias como Amistad (1997).

Lincoln precisamente conecta con Amistad, porque esta nueva película no es sobre la vida del personaje histórico más admirado de Estados Unidos, sino sobre su proceder en el momento histórico y específico del debate político y bélico sobre la abolición de la esclavitud en los Estados de la Unión. Con esto el director evidencia su mayor interés en la idea del abolicionismo antes que en la vida y la personalidad mismas de Abraham Lincoln. Para esto último, resultaría más revelador ver El joven Lincoln (1939), la entrañable versión que hace John Ford de este personaje, porque el director de E.T lo esquematizó simplemente como un hombre al parecer sabio en asuntos de política y lleno de anécdotas.

No es gratuito que Spielberg se hubiera inclinado por una idea antes que por el personaje, porque esta mencionada línea humanista -y hasta aleccionadora- cada vez es más frecuente en su cine. El problema es que ese concepto central que desarrolla el argumento, el de la lucha por el abolicionismo basada en el precepto de la igualdad de los hombres, es una idealización histórica de los principios democráticos que tanto cacarean y enorgullecen a los estadounidenses.

La razón de fondo de este debate, que es ignorada por completo por la cinta, es la misma razón de todas las guerras: un asunto económico. Es ingenuo pensar que a finales del siglo XIX esa nación estuviera moralmente dividida de un tajo, donde los del norte eran humanistas abolicionistas y los del sur crueles esclavistas. La cuestión es más simple: el norte industrial necesitaba asalariados y el sur agrario requería de esclavos. Sus economías funcionaban mejor de una y otra manera. Pero ponerlo en estos términos en el debate político, y mucho menos en la construcción dramática de la película, sería cambiar una idea de gran valor emotivo y altruista por el descarnado cinismo propio del capitalismo.

A pesar de este cuestionable punto de vista, se trata de una película de Steven Spielberg, con todo lo que esto representa: una historia bien contada, muchos emotivos momentos e imágenes de gran poder y hasta sobrecogedoras. Especialmente es admirable la forma en que, durante dos horas y media, el relato resulta cada vez más intenso y envolvente, a pesar de tratarse de una intriga política cargada de interminables diálogos y referentes históricos.

Y esto último es importante para el espectador desprevenido, pues no verá una épica película sobre la Guerra Civil estadounidense, ni el efectismo o las conmovedoras historias y personajes a los que este director nos tiene acostumbrados, sino que verá un cuento moral disfrazado de idealismo patriótico legitimado por la mitología histórica.

Declaración de guerra, de Valérie Donzelli

Las batallas por la vida

Por: Oswaldo Osorio


Una película más sobre el cáncer como resorte de un drama familiar. Pero esta es muy diferente, que es lo importante. El posible melodrama lacrimoso que le resulta tan afín a esta situación, es trocado aquí por un sutil y emotivo relato en el que, incluso desde la primera escena, adelantan algo sobre el desenlace, para que el espectador no se preocupe tanto de las consecuencias de la enfermedad, sino más bien de la forma como es afrontada, de la guerra que se libra contra ella.

Todo el filme respira claridad y honestidad en el drama íntimo que nos cuenta, esto a razón de la cercanía de los realizadores con la historia narrada. La directora y su coguionista, Valérie Donzelli y Jérémie Elkaïm (quienes también la protagonizan), escribieron esta historia de una pareja, Romeo y Julieta, que tienen un bebé al que se le diagnostica un tumor cerebral. El talante autobiográfico y su presencia en la dirección, guion y actuación es, sin duda, la clave de la fuerza y espontaneidad que definen a esta película.

Declaración de guerra (La guerre est déclarée) esencialmente es un relato sobre la familia y la esperanza. También sobre el amor, como lo sugiere el nombre de los protagonistas, pero un amor que trasciende el simple plano conyugal y funge como la estructura de un sentimiento aun más importante, como el medio para un fin mayor, que bien podría ser la felicidad y la vida misma.

Es por eso que más que un drama médico en sí, el relato se centra en la pareja de jóvenes esposos y su relación en medio del duro trance: su desesperación y al mismo tiempo la esperanza mutua, el amor, la solidaridad con los sentimientos del otro en sus momentos de vulnerabilidad, su compromiso de ser un recíproco soporte para evitar quebrarse, incluso el sentido del humor, todas esas son las armas que emplean Romeo y Julieta batalla tras batalla.

En torno a ellos hay todo un aparataje institucional y afectivo que les hace más llevadera esta guerra, desde los médicos y el sistema de salud, hasta los amigos y la familia, todo ello se dispone para la nueva condición de esta pareja y su hijo. El turno de ir al trabajo se confunde con el turno de ir al hospital, pues asumen como cotidiana la situación, esa es su lucha, no abandonarse al abatimiento y sostener la vida hasta que triunfe la vida.

Y todo esto está desarrollado a partir de un relato sencillo y una trama simple pero contundente, que sabe dosificar el drama y la tensión, sin amarillismos ni golpes de efecto, como suele suceder con el tratamiento de este tema. Así mismo, la espontaneidad en la puesta en escena nos recuerda los mejores momentos del cine galo, como en la Nueva Ola Francesa, donde historias simples eran contadas con emotividad, y esa combinación sigue siendo la mejor forma de llegarle al espectador de forma directa y honesta.

Una aventura extraordinaria, de Ang Lee

Buscando a Dios en altamar

Por: Oswaldo Osorio


De todas las combinaciones para crear una historia, la de un tigre, un bote y un muchacho difícilmente estaba en el presupuesto de alguien, salvo en el de Yann Martel, autor de la novela, y del director Ang Lee, quien la pudo visualizar para el cine. Porque de esto se trata esta película, de una gran historia contada con muchas artistas, que van desde el relato de aventuras hasta la fábula espiritual.

De hecho, el principal problema de esta cinta se da por vía de todas esas aristas, pues por momentos se torna excesiva, pretenciosa y dispersa, en especial cuando quiere hablar de  espiritualidad o describir la presencia de Dios con unos tibios resultados. Pero cuando se dedica al conflicto simple y directo, el del naufragio, entonces el relato cobra mayor intensidad e instala al espectador en la vertiginosidad y atractivo de una historia de aventuras como las buenas: lugares exóticos, historias extraordinarias y giros inesperados.

Pero lo esencial de esta aventura no son los acontecimientos fabulosos que vive Pi, sino la forma en que enfrenta su odisea, así como su transformación de un noble y soñador muchacho en un hombre con una sabia y sosegada visión del mundo. Su familia, la milenaria cultura india de la que provenía y su particular interés por las religiones fueron los que guiaron esta transformación, porque lo que aquí se hace evidente es que no son los sucesos extraordinarios lo que cambia a las personas, sino que estos solo sirven para sacar aquello que cada quien tiene en su interior, que es lo que mueve esa transformación.

Esta película también hace un especial énfasis en el arte de contar historias. No es gratuito que esa gran aventura se la estén contando a un escritor para que haga uso de ella. Tampoco que lo funcionarios japonenses no sean capaces de encajar esos sucesos extraordinarios en las casillas de sus informes. Y si bien el planteamiento del tigre, el bote y el muchacho ya parece lo suficientemente impactante, es la forma en que está construido el relato lo que le da la fuerza y esa verosimilitud que lo valida y que nos obliga a preferirlo antes que la escueta descripción de los hechos.

Y bueno, para una película de aventuras con una historia extraordinaria, solo había lugar para imágenes extraordinarias. Incluso su concepción visual se pasa de preciosista y efectista, aunque sin duda es con la magnificencia de sus imágenes con lo que le están vendiendo esta cinta al gran público, por eso el formato 3D, que tampoco le agrega gran cosa, y el 4DX (olores, estímulos físicos, etc.), para crear una mayor sensación de inmersión en ese espacio grandilocuente.

No se puede negar que Una aventura extraordinaria (Life of Pi) puede ser una estimulante experiencia cinematográfica, sin embargo, se trata también de un filme irregular en varios sentidos, desde sus fallidas pretensiones espirituales, pasando por chistes fáciles para agradar al público, hasta lo que parece una mayor preocupación por construir las imágenes antes que su relato. Aun así, sigue siendo una gran historia: original, atractiva y muy entretenida.

Submarino, de Thomas Vinterberg

La desolación de dos hermanos

Por: Oswaldo Osorio


Cuando surge en Dinamarca el movimiento Dogma 95, del que hacía parte el director de esta película, Thomas Vinterberg, su principal propuesta era despojar al cine de los artificios y efectismos con que cada vez lo cargaba más la industria. No obstante, podría decirse que lo que no tenían de efectistas en luces, maquillaje o banda sonora, lo tenían en la construcción de sus dramas, por eso las películas del movimiento siempre tenían en sus tramas y personajes una carga dramática que rayaba con el exceso y hasta con la truculencia.

Vinterberg es el que primero hace una película Dogma (Celebración, 1998), aunque no la firma, como lo pedía uno de los puntos del decálogo del que partió el movimiento. Y si bien luego hizo otras películas que nada tuvieron que ver con este cine, con Submarino vuelve a los terrenos de la puesta en escena sin afeites ni artificios, confiando solo en el gran trabajo de sus actores y, por supuesto, en la acumulación de drama.

Y es que la vida de dos hermanos, condicionada por una dura infancia y un suceso trágico, no podía dar otra cosa que un drama de grandes proporciones, el cual se acrecienta en cada escena con una acumulación de situaciones adversas, ya marcadas por la marginalidad o por lo que parece ser un ineluctable destino siempre en picada. La conexión entre esos dos desamparados niños con su madre alcohólica y los dos hombres en que se convierten, desorientados y sin ninguna oportunidad, es una relación tan obvia como inevitable y es la que termina dándole sentido a toda la historia.

Es cierto que, como con las películas de Dogma 95, molesta un poco ese “efectismo dramático” y esa acumulación de tragedias, todo tal vez muy enfático en su interés por provocar sensaciones fuertes en el espectador. Sin embargo, el efecto que consigue realmente puede hablar de sentimientos y emociones, que es para lo que resulta siendo más propicio y eficaz el cine. Es con películas como esta que buena parte de la audiencia puede acercarse a esos sentimientos y emociones que en su vida cotidiana tal vez nunca experimentará.

En este caso se trata de una desolación existencial, porque no se conoce otra cosa, porque las marcas de una infancia difícil nunca se borraron. Es el día a día movido únicamente por la obligación de una atenuada supervivencia. Aunque esto solo aplica al hermano mayor, porque cuando conocemos la vida del menor, cuando creíamos que el relato no se podía tornar en el algo peor, pues resulta que lo es, pero con el agravante de que su historia cierra un círculo vicioso que no por evidente es menos contundente.

Submarino es una película dura y desoladora, lo cual consigue en parte debido a unos artificios dramáticos, que no por eso son menos válidos y eficaces dentro de la lógica de construcción de una ficción, porque, como decía otra película danesa, aunque sea ficción, igualmente duele.

El exótico Hotel Marigold, de John Madden

La vida al final de la vida

Por: Oswaldo Osorio


Las historias crepusculares pueden ser un arma de doble filo, pues se suelen hacer con ellas blandos y sensibleros relatos sobre la vejez, pero también pueden ser el vehículo para hondas reflexiones sobre la vida y su paso por ella. Esta cinta inglesa tiene un poco de ambas cosas, sin excederse en los extremos, para bien y para mal, sobre todo porque decide apelar a un tono de fábula desenfadada que quiere ofrecer un relato agradable y entretenido.

Un grupo de hombres y mujeres, ya en el final de sus vidas, deciden viajar a la India, a un lugar donde se les promete confort en medio de una tierra exótica. Parece una decisión extrema, pero cada uno de ellos tiene sus motivos para dejar la rancia Inglaterra y buscar nuevos y coloridos aires. Unos van para reparar cosas, otros para darse una última oportunidad y alguno simplemente porque ya no tienen nada qué perder.

Como apenas es natural, lo que mueve la historia son las diferentes personalidades de los nuevos huéspedes del Marigold y la forma como asumen su estadía allí. Es por eso que el énfasis de la producción está en ese reparto de primera que lo soporta y sus actuaciones. Tom Wilkinson, Maggie Smith, Judi Dench, Bill Nighy, entre otros, le dan la variedad y el brillo que busca la película para mantener enganchado al espectador.

Los dramas propios de esta edad son expuestos con habilidad y en esa justa medida en que no se asumen densas reflexiones sobre esos tópicos ni tampoco los banaliza. La cercanía de la muerte, la necesidad de ser útiles, la disfunción sexual, el anhelo de todavía desear y ser deseados, las cuentas por saldar con la propia existencia, en fin, esos temas que no solo aplican para quienes están en el otoño de su vidas, sino que pueden ser reveladores para cualquier espectador si les da la importancia que la historia sugiere.

La aventura de crear una nueva vida al final de la vida es lo que le otorga a este filme la emoción y el carisma que tiene, un carisma determinado por sus actores y esos personajes que logran construir. Aunque no está exento de maniqueísmos y trucos fáciles para que el público capte de inmediato las ideas, como la presencia de una de las mujeres que desde el principio repele todo cuanto tenga que ver con ese lugar barbárico y que, por consiguiente, sirve de contraste obvio para simpatizar con los demás personajes y el sitio donde se encuentran.

Por otra parte, es una historia de ingleses en la India, pues del país, salvo por el exotismo, la muchedumbre y el colorido, poco se dice o reflexiona. Tal vez una alusión a un remoto y dorado pasado, pero el fin último del filme es contar una historia agradable y emotiva, con un coro de personajes que ofrecen distintas y aleccionadoras visiones sobre la vida.

El doble del diablo, de Lee Tmahori

Propaganda contra el mal

Por: Oswaldo Osorio


Cuando Estados Unidos y sus compinches invadieron a Irak en 2002, hablaban del “Eje del Mal” para referirse a este país junto todos los que estaban en contra de su imperio. Que una película sobre Uday Hussein, el hijo mayor de Sadam Hussein, se titule El doble del diablo (The Devil’s Double), es señal inevitable de que se trata de una visión del personaje y su historia cruzada por la mirada del vencedor que aún hace propaganda de guerra.

Aunque la producción es inglesa, toda está hecha con la lógica y parte del personal de Hollywood. Incluso su director, el Neozelandés Lee Tmahori, quien tanto nos entusiasmó con su ópera prima (Somos guerreros, 1994), luego devino en un común realizador de thrillers o de películas de acción, incluso dirigió una de las entregas de James Bond (Otro día para morir, 2002).

No obstante, con estos datos no estoy argumentando la idea de que esta nueva película se trata de otra cinta más de Hollywood, que esquematiza y mira de forma maniquea un tema que tiene su carga política. Eso solo es cierto parcialmente, porque también se puede ver en ella un intenso thriller, creado con precisión y en el que se ponen en juego otras consideraciones, sobre todo en relación con la corrupción del poder.

Y es que la película se articula sobre el contante contrapunto entre las dos caras de una moneda que tiene la misma imagen. De un lado, Uday Hussein, un hombre cruel, vicioso y sicópata que toma todo lo que quiere, sin ningún escrúpulo ni consideración. De otro lado,  Latif Yahia, quien fuera obligado a ser su doble (cosa que siempre se ha puesto en duda), y que es dibujados como el iraquí patriota y con un claro sentido moral de lo que es correcto y lo que no.

Independientemente de este maniqueísmo, donde el malo es más que malo y con él todo lo que representa (el régimen terrorista derrocado por las potencias de Occidente), es un relato que sostiene una tensión creciente a partir del referido contrapunto. A pesar de los trazos obvios, también es posible reflexionar acerca de esos tiranillos, sobre los que no hay ley ni justicia, que toman y tiran lo que quieren amparados en un poder que ni siquiera es suyo.

Es inevitable preguntarse constantemente durante la película qué tanto de eso fue verdad. Porque en estas reconstrucciones biográficas, en las que la realidad puede estar condicionada por imperativos dramáticos o ideológicos, se trata de una pregunta no solo válida sino necesaria, pues con este tipo de películas, aunque estén empacadas para ser entretenimiento por vía del cine de género, es recomendable hacer una lectura atenta de sus elementos y no caer en la trampa de ser instruidos por un discurso que termina siendo pura propaganda.

Sin palabras, de Ana Sofía Osorio y Diego Fernando Bustamante

Solo con gestos, señas y dibujos

Por: Oswaldo Osorio


Las historias sencillas no son muy habituales en el cine colombiano, sino que ésta es una cinematografía que si bien está poblada por personajes ordinarios, suele sucederles cosas extraordinarias, la guerra, por ejemplo, que por más común que sea para este país, es necesario negarse a aceptarla como algo normal. Y cuando no pasan cosas extraordinarias, es que pasan muchas cosas, pues los guiones están llenos de acciones y giros, así como los personajes cargados de drama o de singulares personalidades.

Con esta película ocurre lo contrario, su historia es de una simpleza que solo da lugar a concentrarse en lo esencial, esto es, la relación entre dos personas y los nuevos sentimientos que surgen del mutuo contacto o los viejos que despierta la presencia del otro. Raúl trabaja en una ferretería y Lian llegó como “carga” de China y se quedó varada en la fría Bogotá camino al sueño americano.

Estos dos personajes tienen en común que están físicamente en el mismo lugar peros sus expectativas se encuentran en otra parte. Para Lian se encuentran en Estados Unidos, donde será “Happy” vestida sofisticadamente y llamando por celular con los rascacielos de fondo; mientras Raúl tiene la cabeza en Alemania, donde se encuentra su ex novia viviendo con quién sabe quién. Pero es justamente el encuentro con el otro lo que los confronta, al tiempo que se empieza a esbozar una tierna historia de amor.

El título de la película ya sugiere lo que será la obligada dinámica de esta relación. La comunicación se hace con gestos, señas y dibujos. Con eso es suficiente para transmitir, con torpeza pero finalmente con claridad, unos imperativos emocionales y de supervivencia. A Raúl lo alcanzamos a conocer más y por eso su conflicto es más complejo, un conflicto que no se limita a la pérdida de su novia, sino que esto solo pone de manifiesto sus dudas vocacionales y existenciales.

Al final ambos tendrán que tomar decisiones definitivas para el rumbo que deben seguir sus vidas. En principio, piensan esas vidas por separado, pero sin duda esas decisiones fueron determinadas por el contacto con el otro y por esa jornada que vivieron juntos y en la que se inspiraron mutuamente. Si bien ya eran unos personajes optimistas y bienintencionados, la relación con el otro les reforzó esa actitud frente al mundo.

Se trata, pues, de una historia sencilla y emotiva, donde no se tratan los grandes temas que suelen poblar el cine nacional, pero que plantea unas ideas que tienen importancia y validez universales. Es una historia que en toda su sencillez depende en buena medida del completo y convincente trabajo que hace el actor Javier Ortiz, de quien depende casi toda la fuerza dramática y comunicativa de una cinta en la que se habla poco pero se puede entender mucho.