La Madre del Blues, de George C. Wolfe (2020)

Y uno y dos como lo manda Dios

Mario Fernando Castaño Díaz

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Ma Rainey, la llamada Madre del Blues llega con su banda a Chicago en el intenso verano de 1927 para grabar con la Paramount uno de sus discos que seguramente será un éxito más en su larga lista de aciertos musicales, llegando a ser una de las primeras cantantes de Blues en grabar canciones, una industria en la que se explotaba el talento de la raza negra para que las ganancias se fueran a los bolsillos de los más poderosos.

El sol agobia a blancos y negros por igual, pero hasta acá llega la indiscriminación, ya que esta es una época en la que la raza afroamericana buscaba mejores oportunidades de vida en el norte del país y encuentran una realidad adversa a la que imaginaban, personas que venían de una vida dura, descendientes de sus ancestros africanos que fueron sometidos por la esclavitud. Para Ma y para muchos que aman y sienten el Blues, esta música era una forma de mostrar al mundo su alma y su dolor por toda esa carga que significa ser de una raza diferente, algo que aún se siente, lamentablemente, con fuerza en Estados Unidos, y que de paso hace que esta historia no contraste con el presente.

Ma Rainey’s Bottom es el nombre original de esta cinta que está basada en la obra de teatro del mismo nombre estrenada en Broadway en 1984, y escrita por el aclamado dramaturgo August Wilson, quien es llamado también el Shakespeare Norteamericano, un hombre que siempre defendió a través de su arte los derechos de la comunidad afroamericana. Su obra es punto de referencia para los jóvenes actores de todo el mundo. En esta ocasión el grupo actoral no desentona para nada con sus protagonistas, la puesta en escena y el hecho de contar con pocas locaciones y monólogos extraordinarios con gran contenido, logra que la experiencia del espectador se traslade a las tablas.

La elección del director no pudo ser más acertada al dar con Chadwick Boseman, el tristemente fallecido actor que interpretó al personaje de Black Panther en la saga de Avengers de Marvel Studios. En sus inicios su talento fue apoyado económicamente de manera anónima por el famoso actor Denzel Washington, quien por cierto es el productor de la película en cuestión. El personaje de Levee, el trompetista de la banda interpretado por Boseman, es un soñador que quiere salir adelante por su propia cuenta. Su espíritu impulsivo, arrogante y desafiante generan un punto de conflicto con Ma y sus compañeros. Bowman desata toda su presencia en escena, interpretando un personaje complejo, fuerte, conflictivo y marcado por su trágico pasado con el hombre blanco. Él quiere imponer el sonido de su trompeta por encima de todo, incluso de Ma que es su jefe, prefiere hacer sus propias composiciones y aprovecharse de su éxito para tener el suyo propio, una interpretación que seguramente dejará una firme huella en la historia del cine y una idea de lo que este actor podría haber logrado.

Viola Davis es una mujer que cuenta ya con la triple corona de la actuación al poseer un Emmy, un Tony y un Oscar en su haber, y es ella, irreconocible por su acertado maquillaje y vestuario, quien interpreta magistralmente a Ma, un personaje de la vida real que se ganó su lugar y apodo a pulso logrando lo que se propuso por medio de su talento, presencia y actitud siempre firme y nada condescendiente con la raza blanca, teniendo muy claro que lo que de ella necesitan no es su persona si no su voz.

Esta es una película que ya ha logrado numerosos premios y está nominada a cinco Oscars de la Academia. Seguramente tendrá su merecido lugar en los futuros clásicos del cine, gracias a su puesta en escena, el vestuario, sus formidables actuaciones y el darnos una idea del cómo se grababa en la época sin recurrir a mezclas, dejando en directo toda la esencia del Blues, una maravillosa música en donde sus notas y letras nos cuentan su verdad, su alma y su crudo dolor. Todo este sentir lo resume Ma al afirmar con aplomo y sabiduría “no cantas para sentirte mejor, cantas para entender mejor la vida”.

 

Los sonámbulos, de Paula Hernández

Dos mujeres y una familia

Oswaldo Osorio

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Al cine le gustan mucho las familias disfuncionales, siempre resultan un buen material para contar historias atractivas y hasta originales. Pero frecuentemente suele confundirse como disfuncional a familias que una película mira con la lupa de su cámara y de su puesta en escena, por lo que, vistas desde cerca y con detenimiento, casi cualquier familia y sus relaciones pueden parecer anómalas. La familia argentina de este filme estrenado en Prime Video, aun con su final impactante, puede verse como cualquier otra, sin que necesariamente sea disfuncional.

Una abuela, tres hermanos, una esposa y cuatro primos pasan el fin de año en la casa de campo familiar. El relato es contado desde el punto de vista de Luisa, la esposa del hermano mayor, y eventualmente desde el de su hija Ana, una pubescente con todas las dudas y recelos propios de su edad, quien termina siendo el vórtice de todo este drama familiar. En medio del calor veraniego se ventilan, además, los problemas maritales, las diferencias de temperamento y los desacuerdos por el futuro de la empresa y de la casa de la familia.

Con esta descripción pareciera un sofocante drama, pero la principal virtud de esta película es la forma como su directora sabe construir con gran riqueza y sutileza este micro universo que podría darse en cualquier parte del mundo. El drama está, claro, aunque las actividades y ambiente propios del paseo familiar parecen quitarle peso, no obstante, la tensión siempre está en el aire, o agazapada en una situación trivial para saltar sobre los ánimos de un momento a otro.

Aunque desde la primera escena, cuando la joven está parada, dormida y desnuda frente al ascensor en medio de la noche, hay un conflicto que se impone y funge como articulador de un relato que no es de trama sino de ambientes, situaciones y relaciones, tal conflicto es ese momento de transición vital y existencial de Ana, quien parece resistirse a entrar al mundo de los adultos, pero que tampoco quiere seguir siendo tratada como una niña.

En la contraparte está su madre, quien padece las consecuencias de la situación de su hija. Aunque ella también se encuentra en un difícil umbral: marital, profesional y como madre. De ahí que la mirada que hace esta película de diversas facetas de la existencia se decanta por el punto de vista femenino desde estas dos perspectivas, donde los hombres son dibujados, sin saña o maledicencia, como controladores, inmaduros, descomprometidos e irresponsables, cuando no criminales.

A pesar del énfasis en estas dos miradas, se destaca en esta película el eficaz y envolvente trabajo coral de esta diversidad de personajes departiendo y chocando entre ellos. La concepción visual ayuda a esta ambigüedad, con bellas imágenes donde la luz y el encuadre se regocijan en este ambiente de descanso y lazos filiales, pero también con el ímpetu de una cámara que, con sus planos cercanos, focos y movimientos, denuncia la permanente tensión.

El acontecimiento final es tan impactante como trágico. Aunque se podría prescindir de él y la película seguiría diciendo casi lo mismo. Por otro lado, hay quienes lo podrían ver como el desenlace natural de una tensión siempre en crescendo. Ya cada espectador podrá decidir, incluso dependiendo de si es hombre o mujer, porque sin duda es un relato al que, además de todo, también le interesa el énfasis de género.

 

Lavaperros, de Carlos Moreno

De poca monta y en caída libre

Oswaldo Osorio

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La “trilogía traqueta” de Carlos Moreno tal vez no fue intencional, pero sin duda son tres películas que tienen una conexión en sus personajes, universo y lo que de fondo quiere decir el cineasta caleño sobre el narcotráfico. Junto con Perro come perro (2008) y El cartel de los sapos (2012), esta pieza despliega diversas miradas a esa violenta fauna de traquetos que hacen ya parte de la historia y del paisaje del país, y lo hace de forma incisiva, entretenida y con fuerza visual.

Si bien Perro come perro y Lavaperros (2021) no son expresamente sobre el narcotráfico, sus tramas y personajes son consecuencia de esa cultura traqueta que se instaló ya desde hace décadas en el ADN de nuestra sociedad. En el caso de esta última película, la atención está puesta en un patrón de poca monta, de provincia, en decadencia y con una banda en desbandada. Una historia que mira con sorna y casi lástima a estos pobres hombres que son víctimas y victimarios en ese torbellino de violencia que desencadena las dinámicas de quienes están en función del llamado dinero fácil.

Toda su trama gira en torno a una rencilla de este patronzuelo con otro que está en ascenso y a una bolsa llena de dólares. Es decir, nada nuevo, complejo ni trascendental para este tipo de cine. Por eso, la relevancia de esta película se tiene que buscar es en el tono en que está contada y en los detalles con los que Moreno llena de visos su relato. En él hay violencia descarnada, ironía, humor y una suerte de reflexividad sobre la naturaleza de sus personajes en relación con su oficio y su azaroso entorno.

Por esta razón, resulta incluso menos interesante ese patrón paranoico y sociópata que los demás personajes secundarios, quienes abren la gama de posibilidades y matices para dar cuenta de ese universo con todas sus contradicciones: Desde la pareja de incompetentes detectives, que es una evidente mofa a la inoperancia de la ley en este país (lo cual ya se había visto también en otra de sus películas: Todos tus muertos); pasando por el rol dependiente y de usar y tirar de las mujeres en este contexto; hasta la humanidad de los gregarios, que así como matan, igualmente sueñan con un futuro mejor y hasta más simple.

No son tantas películas, como generalmente se cree, sobre este tema y personajes en el cine colombiano. Tal vez la televisión sí ha manoseado más de la cuenta este universo y de manera muy superficial. Pero el cine, aunque no esté contando una historia nueva ni mostrando unos personajes distintos, indudablemente hace la diferencia con su tratamiento, su mirada y la forma de abordar este mundo e indagar en él.

Puede que Lavaperros parta de la misma trama de ambición y muerte de tantos thrillers sobre traquetos, pero también es un viaje a las entrañas e intimidad de unos personajes que se convierten en personas (incluso con sus guiños caricaturescos), así como la radiografía y reflexión sobre un universo muy familiar para el contexto colombiano, pero que solo con acercamientos como este podemos conocer como realmente pueden ser.

La forma del presente, de Manuel Correa

La verdad que se modifica

Oswaldo Osorio

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El cine colombiano actualmente se encuentra en plena tarea de indagar y reflexionar sobre el conflicto armado en este posconflicto incompleto que vivimos. La guerra con las FARC terminó, pero hay otras guerras remanentes, tal vez menores, pero que igualmente están desangrando al país en pequeñas y constantes dosis. Este documental se pregunta por el medio siglo de guerra interna que vivió Colombia, por sus desaparecidos y por las reconfiguraciones de la verdad cuando se mira hacia el pasado.

El artista y documentalista Manuel Correa trata de responder esta pregunta a partir de una diversa composición de voces, desde las más insólitas como la neurociencia, pasando por los actores del conflicto, hasta profesionales en distintas áreas como la historia o la filosofía. Juntas ofrecen una caleidoscópica mirada del conflicto y lo complejizan al punto de transformar su realidad y hasta el lenguaje para referirse a él.

Cuando la Justicia Especial para la Paz dice que fueron 6402 los casos de falsos positivos, que es tres veces más de lo reportado por la fiscalía, o cuando las Madres de La Candelaria se refieren a sí mismas no como víctimas sino como sobrevivientes del conflicto, la violenta historia del país y su visión de ella terminan modificándose. Es por eso que quien vea este documental también podría modificar su perspectiva y opinión del conflicto, aunque no necesariamente solo con certezas, sino con muchas más preguntas suscitadas por esa diversidad de miradas.

La cantidad de personajes y testimonios que presenta el documental puede hacerlo un relato muy convencional y poco atractivo cinematográficamente, pero el director trata de evitar esto utilizando como leitmotiv una obra de teatro que las Madres de La Candelaria representan para la cámara y luego en una cárcel. Con todo y las limitaciones de sus actrices, esta representación resulta una suerte de catarsis, tanto para ellas y de alguna manera para los espectadores, donde estas mujeres interpreten a víctimas y victimarios en dolorosas situaciones que vivieron durante el conflicto.

En este documental ese complejo y aún confuso concepto de la posverdad tiene un protagonismo de fondo que solo puede leerse entre líneas. Este relato se para en el presente y mira el pasado, para que tal vez el futuro no sea tan azaroso. Mira el conflicto a los ojos, lo cuestiona y duda de sus supuestas verdades. Por eso es una obra tan necesaria como lo ha sido siempre el cine en su función de detenerse a observar y reflexionar sobre la realidad, para que esta no sea simplemente esa acumulación de información diaria de los noticieros que, como nunca se detiene, muchas veces no permite ver lo que realmente está sucediendo y el significado esencial de esos acontecimientos.

 

Vigilando a Jean Seberg, de Benedict Andrews

La actriz y las fuerzas del mal

Oswaldo Osorio

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Para la cinefilia esta actriz estadounidense es un ícono de la Nueva Ola Francesa por su participación en Sin aliento (Godard), para quienes la conocieron fue una actriz inteligente que no se limitó a ser el monigote de los directores y para Hollywood fue solo una estrella menor y fugaz. Es probable que la industria de nuevo se interese en ella para aprovechar la corrección política de hacer algo conectado con el movimiento Black Lives Matters, que está en su cuarto de hora.

Ese oportunismo se debe a que esta joven blanca de Iowa, a finales de los años sesenta, fue simpatizante (y contribuyente) de los movimientos por los derechos civiles de los afroamericanos (entre ellos, las Panteras negras). Por esta razón, el FBI le hizo un minucioso seguimiento y una incisiva y sucia persecución. Este biopic se ocupa de ese periodo y lo hace con la irregularidad de quien parece comprender honestamente el espíritu de esta mujer, pero que también quiere sacarle provecho sin ningún escrúpulo a su historia.

De manera que la película es capaz de poner en contexto a su personaje y dar cuenta de la diferencia con sus demás colegas. Al igual que Jane Fonda, pero sin pertenecer a la realeza de Hollywood, la Seberg se casó con un francés e hizo cine en aquel país, y también trató de utilizar su fama como plataforma para apoyar causas políticas y sociales en las que creía. Toda una serie de elementos que dimensionan su personalidad y que dieron para desarrollar un personaje complejo y con múltiples matices que, sin duda, resultan atractivos para el público y dieron para el lucimiento de Kristen Steward, muchas veces vapuleada injustamente por su supuesta inexpresividad interpretativa.

Por otro lado, está el “malo de la película”, “ellos”, el gobierno reaccionario, representado en el FBI. Sin ninguna sutileza, la película los dibuja como unos villanos autoritarios, machistas, racistas y mezquinos, que hasta patean perritos. El guion trata de matizar este maniqueísmo creando a un agente con una ética diferente, la voz de la conciencia de una sorda y poderosa institución a la que no le importan los derechos de los ciudadanos en su misión de salvaguardar la seguridad nacional.

Pero este personaje intermedio, si bien es eficaz como un segundo punto de vista en el relato, no funciona para librar a la película de su esquematismo en la confrontación entre las dos fuerzas en tensión: la actriz y el FBI. De hecho, su participación, en últimas, resulta lo más denostable de todo el relato, con esa decisión que toma al final frente al conflicto. Esa escena en el bar es complaciente con el espectador y condescendiente con los personajes, un gesto argumental para que todo mundo quede contento y, de paso, para tratar de pagar, de una forma muy ingenua, la deuda histórica que tiene Estados Unidos con esta actriz.

Así que se trata de una película en la que se sorben tanto buenos tragos como desagradables, porque es un relato que, como biopic, alcanza a sintonizarnos con un ser tan libre como atormentado, muchas veces tratado con sensibilidad y sutileza; pero que, por otro lado, se incrusta en un esquema que explota el sensacionalismo que se puede desprender del personaje y su lucha contra perversas y superiores fuerzas.

Into the Wild, de Sean Penn (2007)

Cuando el hogar es el camino

Mario Fernando Castaño

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El 18 de junio de 2020 se ve un helicóptero que sobrevuela el parque Nacional Denali, en el centro de Alaska, cumpliendo la misión de sacar de la zona un viejo autobús de más de setenta años ¿La razón? Evitar que las personas que intenten llegar a la zona para estar cerca del “autobús mágico” o el “bus 142” perezcan en el intento, como antes ya había sucedido con los más de diez aventureros que fracasaron en perseguir, entender y, sobre todo, vivir el sueño y la causa de Alex Supertramp. Nada más alejado de la ficción, la búsqueda de una utopía en tiempos actuales.

Basada en el Best Seller escrito en 1995 por Jon Krakauer y adaptada al cine en 2007 por el actor y también director Sean Penn, Into the Wild cuenta la historia basada en hechos reales de Christopher McCandless, un brillante joven y una promesa para sus padres frente al futuro que se queda esperando justo en la puerta debido a su determinada decisión de abandonar todo sin previo aviso y desaparecer  en 1991 sin ningún apego material, económico o afectivo e irse  vivir a un lugar inhóspito en lo profundo de los bosques de Alaska.

El motor de la inspiración de Chris fueron libros escritos por diferentes autores con temática existencialista y naturista como Tolstoi (Felicidad familiar) o Henry James (La llamada de la selva), que lo llevaron a sustentar su odisea apoyada por su sed de libertad, un rencor hacia el sistema capitalista y la difícil situación con sus padres. Nosotros como espectadores emprendemos su viaje a través de diversos parajes y diferentes personajes que se encariñan con Chris y tratan de alguna manera convencerle a que abandone su idea, por lo ambiciosa, arriesgada y loca que esta parece. Cabe resaltar la corta pero magistral actuación de Hal Holbrock, quien abandonó este plano hace poco tiempo.

Comprendemos y entendemos al protagonista hasta el punto de dejarnos ir en ese viaje de libertad y desapego, pero poco a poco vamos entendiendo que su propósito tiende a ser un tanto egoísta al abandonar así, sin más ni más, a su familia y gente que lo quiere y aprecia, al pretender enfrentarse a la naturaleza de una manera tan confiada e inexperta, cada paso es una lección aprendida que el público ha interpretado a veces de manera equivocada.

La historia, a pesar de poseer una premisa que puede caer en una de desenfreno y rebeldía juvenil, invita a que se vea de una manera más profunda, cuestionándonos en lo que queremos en la vida, invitando al arrojo y la aventura pero con los pies en la tierra, valorando cada paso y cada persona que nos acompaña en el viaje. Un ejemplo de vida en el que podemos aprender también de los errores ajenos.

Su fotografía es hermosa dentro de su sencillez y exquisitez en los detalles, los planos generales por los diferentes lugares de Estados Unidos son un deleite, mientras que la puesta en escena los personajes logran que los sentimientos afloren sin importar que dejemos escapar una que otra lágrima.

Las canciones y la banda sonora han sido compuestas por Eddie Veeder, vocalista de la aclamada banda de rock grunge, Pearl Jam, siendo este un compañero de viaje que con sus notas Folk y sus letras tan llenas de sabiduría son un motivo más del por qué esta es una gran película y que este artista haya sido merecedor de dos Globos de Oro a Mejor canción original, por Into the Wild, y a Mejor banda sonora en 2008.

El personaje de Chris Supertramp, interpretado de una manera magistral por Emile Hirsch, deja un legado de sabiduría, valentía, un ejemplo de libertad y decisión, pero también deja marca de dos lecciones que hay que saber identificar con humildad. Una es frente a la naturaleza, ella no nos pertenece, no podemos sobre estimarla, es un territorio que se puede mostrar hermoso y condescendiente, pero sus reglas y designios son crudos y tajantes en que, si no existe el respeto, la experiencia y el saber entenderla, nos puede comer, literalmente, y sucumbir a su ley sin importar qué tan impetuosos, importantes o únicos creamos ser.

Y la otra, y no menos vital, es hacia las personas que nos rodean y el respeto que estas se merecen. Debemos reconocer que, como seres humanos, nuestra naturaleza gregaria nos lleva a no dictar nuestro destino y proyectos solo por nuestra cuenta sin pensar en los demás y cómo impactamos sus vidas, la soledad y la libertad también pueden ser compartidas.

Into the Wild es una película que necesitamos en nuestras vidas, es una de esas que “nos mueven el piso”, una road movie que nos lleva por un viaje de ida y con un posible regreso, pero hacia nosotros mismos, el camino recorrido está lleno de experiencias y nos da material para seguir emprendiendo ese viaje hacia lo que siempre va a ser una incertidumbre, teniendo en cuenta que la mayor de la motivaciones para hacerlo es sentirnos libres, felices y sobre todo vivos.

Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar

Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar

Ni los Hunos ni los Hotros

Andrés Upegui

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Miguel de Unamuno -siempre lo dijo- fue un cristiano agónico, en el sentido etimológico de la palabra: del griego agon: lucha, pelea, guerra, tragedia, contradicción, pero también en el sentido propio de un cristianismo agonizante, en permanente riesgo de perderse, de morir. La imagen frente al crucifijo del viejo Unamuno en sus últimos meses de vida, torturado, sufriente, atormentado, con el alma hecha pedazos, lo muestra tal como era.

Sin embargo, La agonía del cristianismo (título de uno de sus más famosos ensayos) unamuniano radica en la profunda incertidumbre, la duda permanente, la “incredulidad” que subyace en todo creyente. Unamuno siempre se identificó con aquel padre del muchacho endemoniado que le suplica a Cristo que cure a su hijo y Cristo le responde: “Todas las cosas son posibles para el que cree. Al instante -dice el evangelista Marcos- el padre del muchacho gritó: “¡Creo; ayuda mi incredulidad!”, y Cristo, admitiendo su poca y agónica fe, cura al muchacho, exorcizándole el demonio. (cfr. Mac 9, 14-29).

El sentimiento trágico de la vida (título de su obra más famosa) de don Miguel de Unamuno nacía de aquella profunda contradicción (heredada tal vez de su maestro protestante Sören Kierkegaard) entre razón y fe. Aquello que mi fe afirma mi razón lo niega y viceversa, sostenía. Por eso, no se cansó de repetir que era un hombre paradojal y por eso mismo se consideraba como un creyente ateo (Cfr. Oración del ateo, San Manuel Bueno Mártir, etc.); Pero, como bien señala Joseph Ratzinger (Cfr. Introducción al Cristianismo), lo que iguala al creyente con el no creyente es precisamente la “incredulidad”, la duda: el creyente mira al ateo  y piensa: “y si quizá aquel tuviera razón” y al contrario, el ateo mira al creyente y piensa lo mismo.

Ahora bien, hay muchas formas de ser cristiano, tantas como cristianos. Cada cristiano tiene su forma particular de creer, condicionada por su situación cultural y social. En la película Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar (2019), podemos apreciar claramente la forma agónica y torturada del intelectual Unamuno y la forma segura, sin muchas contradicciones, armónica entre fe y razón, cercana a la llamada “fe del carbonero”, del político y militar Francisco Franco y de su esposa Carmen. Sobre esto último vale la pena resaltar como Amenábar es profundamente respetuoso y no se ha dejado llevar por las pasiones partidistas e ideológicas, al mostrarnos un Francisco Franco complejo, verosímil, que escapa a los millones de clichés maniqueos a los que nos tiene acostumbrados el cine y la mentalidad común, hoy hegemónica. La duda, la incertidumbre del Franco de Mientras dure la guerra no se sitúa como la de Unamuno en el interior de su alma y de su fe sino más bien en el exterior, en el plano de la acción, en este caso política y militar. Franco no duda, como Unamuno, que Dios exista, sino que duda si su acción política este o no acorde a la voluntad divina.

Sin embargo, el Franco cristiano de Mientras dure la guerra (quizá también del real e histórico, eso solo Dios lo sabe) terminará por apagar su duda y llegará la conclusión de creerse el elegido de Dios, el hombre providencial, el portador de la espada flamígera de San Miguel Arcángel, comandando las huestes celestiales en combate contra los demonios liberales, comunistas y anarquistas. Imbuido, pues, de una especie de mesianismo militar, reducirá su fe a una política, a una guerra, a una cruzada, confundiendo así los dos Reinos, el de este mundo y el del otro y las dos espadas, la militar y la religiosa. Desconocerá, pues, el mandato tajante de Cristo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22, 21), pero también aquel otro de: “no sea que al arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo” (Mat. 13, 29).

Esta conjunción entre política y religión, entre Dios y el César, y este deseo de suprimir de una vez por todas el mal en el mundo, ha sido el problema político central de toda la historia humana y el cristianismo no ha sido ajeno a este maridaje explosivo. Todas las religiones y facciones políticas no cristianas desconocen esta separación entre el reino de este mundo (la política) y el reino del otro mundo, el de Dios (la teología). Tanto las religiones paganas o no cristianas (Egipcios, Babilónicos, Griegos y Romanos, Musulmanes, Judíos, etc.) como las políticas laicistas y ateas poscristianas (liberalismo y comunismo) caen en esa misma tentación de juntar política y teología, que en ultimas consiste en confundir el reino de este mundo con el del otro, confusión que se origina en una misma idea: creer que es posible establecer el Paraíso en este mundo. Paraíso que adquirirá entonces un sinnúmero de formas: Paraíso musulmán, Paraíso nazi, Paraíso catofascista, Paraíso comunista, Paraíso fiscal, Paraíso del supermercado, Paraíso consumista, etc. etc. En último término, esta teologizacion de la política, esta inmanentación de lo trascendente, esta confusión entre el plano natural y sobrenatural que separó Cristo, no es sino el verdadero rostro del Totalitarismo.

Todo totalitarismo, tanto de izquierda como de derecha, ateo o creyente, consiste en adelantar una misión religiosa mediante la política, olvidándose que la fe es asunto de la gracia, es decir, un asunto en primer lugar de Dios, y solo posteriormente de los hombres. Por supuesto los hombres -especialmente si son cristianos-, deben desarrollar una acción política que permita propiciar unas condiciones en las cuales sea posible no solo la presencia sino también el desarrollo de la fe y la gracia. Pero estas no tienen como causa la actividad política y militar del creyente sino la acción divina que, como el viento, sopla donde Dios quiere no donde nosotros quisiéramos.

El cristiano debe pues propiciar unas condiciones materiales e históricas en las cuales pueda aparecer libremente la gracia, pero él no puede ser su causa. Esa pretensión de imponer el cristianismo por medios políticos y culturales, incluso manu militari, es no solo demoniaca sino sencillamente contraproducente, pues lo que desencadena es una aversión contra la fe cristiana y contra su Iglesia. La prueba de ello es precisamente la España posfranquista: gracias al franquismo,  y no propiamente al comunismo, es que España pasará de ser una de las naciones más católicas de Europa, a una de las sociedades más descristianizadas y anticatólicas del mundo.

Pero volviendo a la película. Frente a la figura del intelectual Unamuno, Amenábar pone las figuras tanto del intelectual de izquierdas (Santiago Vila) como la del antintelectual fascista (Millán Astray). Aquí precisamente se hace necesario poner de presente (Amenábar no lo hace) que paradójicamente, el paradójico don Miguel de Unamuno fue un intelectual radicalmente antintelectual, simplemente porque fue un verdadero intelectual. Don Miguel, como Sócrates, odiaba al sofista, es decir aquel que posando de intelectual usa las ideas para su propio beneficio, como un medio para adquirir poder, fama o dinero. Es decir, aquellos seudointelectuales o ideólogos que usan los asuntos espirituales con fines materiales y políticos. La vanguardia de este “Partido Intelectual” (como solía llamarlo Charles Peguy) han sido los ilustrados liberales, los anarquistas y comunistas, generalmente laicistas o ateos, que se creen, al igual que Franco, “iluminados”, pero en su caso no propiamente por Dios y la Providencia sino por el llamado “verdadero sentido de la Historia”. Y es de esta coincidencia entre intelectuales de izquierda y antintelectuales de derecha de lo que finalmente el Unamuno de Amenábar terminará por darse cuenta. Ambos son en realidad las dos caras de una misma moneda: la del totalitarismo.

Ahora bien, en el fondo, si miramos con algún detalle, la coincidentia opositorum entre el fascismo de izquierda y el de derecha radica en el ateísmo. Otro de los grandes aciertos de Amenábar está en mostrarnos que Millan Astray, a pesar de las apariencias, era un ateo. Es el arquetipo del fariseo, del sumo sacerdote Anás, del Gran Inquisidor dostoievskiano, que ha perdido su fe pero utiliza la religión, el poder del espíritu con fines seculares y profanos, es decir, políticos. Y aquí cabe preguntarse: ¿dónde está el pecado de Franco? Su pecado no es carecer de fe, sino decidirse aliarse y utilizar a estas fuerzas anticristianas fascistas como su gran maquinaria de guerra, sabiendo de antemano que su carencia de fe es también carencia de escrúpulos morales, pues como dice el mismo Dostoievski, “Si Dios no existe, todo les está permitido”. Pienso que Amenábar nos da suficientes señas para percatarnos de que Franco desprecia a hombres como Millán Astray porque sabe que no es hombre de fe, pero opta por acogerlos en sus filas porque los puede utilizar como medio ilícitos para alcanzar sus fines que él cree lícitos. En esta medida la guerra que él considera justa, se convierte en una guerra profundamente injusta.

Por otra parte, es indudable que un paleofascista fariseo (perdón por la redundancia) como Millán Astray, que odia las ideas porque al carecer de ellas envidia a quien las tiene, cree ver en todo intelectual a un seudointelectual de izquierda y confunde, entonces, a Unamuno con uno de ellos; sin embargo, este no es el caso de Carmen Polo de Franco quien, por el contrario, reconoce en el gran rector salmantino a un verdadero hombre del espíritu, convirtiéndose así en otro de los personajes más desconcertante pero mejor perfilados de la película.

Por último, otro que desconcierta es el mismo director Alejandro Amenábar, quien esta vez no se dejó guiar por el odium christianorum de la malograda Ágora, sino que sorpresivamente y a pesar de no ocultar la predilección por el intelectualismo y la política de izquierda, fue capaz de penetrar hasta dejarnos reconocer de manera respetuosa las profundidades teológicas que subyacen en toda cuestión política y permitirnos apreciar la imagen de un verdadero cristiano que, como don Miguel de Unamuno, alcanzó a vislumbrar en medio del terror de la guerra que los cristianos, en materia política no estamos –como escribió don Miguel- “ni con los Hunos ni con los Hotros”, porque nuestro Reino no es de este mundo.

Canción sin nombre, de Melina León

Los márgenes en grises

Oswaldo Osorio

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Hace poco Netflix llegó a los doscientos millones de suscriptores en el mundo y, además, anunció que produciría más de setenta películas en 2021. Así mismo, la Warner decidió estrenar sus películas simultáneamente en salas y plataformas. Estos tres datos son la evidencia contundente de que el cine entró de lleno a la era del streming y Netflix es, sin duda, quien la ha impulsado y mejor la ha capitalizado.

En este contexto y con el estreno de la película peruana Canción sin nombre, lo que llama la atención es que este gigante del streaming no tenga más películas como esta, películas que podrían darle una diversidad y nivel cinematográfico a ese gran menú compuesto casi enteramente por series y cine convencional, de entretenimiento y hecho en Hollywood.

Porque esta ópera prima de Melina León tiene las características y valores del mejor cine latinoamericano y del cine de autor, esto es, un cine reflexivo con la realidad y las problemáticas históricas de los países de la región y con una propuesta formal y narrativa definidas por un estilo y unas búsquedas estéticas.

Se trata de la historia de una humilde mujer a quien le roban su bebé al dar a luz en una clínica pirata. El relato desarrolla su desesperada búsqueda con la ayuda de un periodista y en medio del caótico contexto de la violencia terrorista de la guerrilla y represiva del estado. Pero la marginalidad y el desamparo social representan otro tipo de violencia en esta historia, donde esta mujer termina acorralada por la indolencia de las instituciones, la corrupción y el conflicto armado que entra hasta en su propia casa.

Estas circunstancias adversas y opresivas están recalcadas en el filme por la estrechez del formato 4:3 y por un blanco y negro que resulta en un contradictorio contraste entre la belleza estética y una atmósfera lúgubre y depresiva. Sus imágenes, en una aterciopelada gama de grises, se antojan evocadoras y melancólicas, ayudadas además por esa bruma que cubre el cerro donde viven los protagonistas y por el misticismo de sus ceremonias, cantos y bailes ancestrales.

La subtrama del periodista homosexual refuerza la idea de exclusión y marginalidad que es impuesta por una sociedad desigual, machista y viciada por ese contexto de violencia y corrupción política. Por eso, aunque los responsables del robo del bebé son identificados, resulta una victoria pírrica ante una realidad de injusticia y descomposición moral de las personas y del sistema entero.

Si bien se trata del Perú de finales de los años ochenta, esta historia mantiene su vigencia en un contexto latinoamericano donde las brechas sociales son cada vez mayores y donde toda esa población empobrecida y en los márgenes son ciudadanos de segunda, más aún si son mujeres. Y esta película logra transmitir esa sensación de pérdida y tristeza, no solo de esta mujer en particular, sino de toda una comunidad, y lo hace con una singular mezcla de fuerza dramática y una sutil poética visual.

Fragmentos de una mujer, de Kornél Mundruczó

Silencios y confrontaciones

Oswaldo Osorio

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Parece connatural de la condición humana que, luego de la pérdida de un hijo, el matrimonio en cuestión se desintegre. Aunque de un plumazo conté los dos conflictos de esta película, como ocurre con tantas historias, lo que importa en este caso es cómo suceden ambos dramas. Por eso, lo que tenemos aquí es un lento y doloroso viaje en el que esta pareja y sus allegados lidian con un tipo de duelo tal vez más ominoso que cualquier otro, dando como resultado un destilado drama que explora algunas de las distintas aristas que lo componen.

Aunque el título Fragmentos de una mujer (Pieces of a Woman) la pone a ella en el centro del relato, durante buena parte de la historia la narración los mira a ambos en sus distintas formas de afrontar su tragedia. Incluso inicialmente parece que se ocupa más de él. Pero de alguna manera prevalece el principio, en muchos sentidos discutible, de que en estos casos la mujer pierde más y es mayor su tristeza. Esta idea se refuerza cuando, un poco injustamente con el personaje masculino, literalmente compran su salida del drama y les dejan todo el asunto a las mujeres.

La elaboración del relato está definida por dos dinámicas que se alternan en la narración: las soledades marcadas casi siempre por silencios luctuosos y las dramáticas confrontaciones. En el primer caso, somos testigos de la desesperación de él y del mudo padecimiento de ella. Por eso él parece con mayor presencia al principio, por la relevancia que le dan la voz y los diálogos, mientras ella asume su cotidianidad en un anestesiado mutismo que la convierte en un personaje misterioso, lo cual puede obrar de manera opuesta de cara al espectador, pues ese misterio puede dimensionar su dolor o también dejar muchos vacíos en su construcción como personaje (se suprimen varias etapas del duelo, por ejemplo).

Las confrontaciones, por su parte, le suben el pulso y el volumen al relato. Discuten entre ellos, con el médico, con la madre, con la hermana. Todo se reduce a cómo cada quien afronta su dolor, lo cual ya es bastante, porque de eso dependen asuntos trascendentales (como qué hacer con el cuerpo de la bebé) y comportamientos esenciales (como volver a la bebida o acallar los sentimientos). En estos casos, las discusiones parece que no pueden tener otro propósito que el de herirse o distanciarse.

Llama la atención el contraste que hay entre la presentación y la resolución de la historia. La primera suele ser más larga que la segunda, pero en esta película llevan ese esquema al extremo, pues la presentación, que tiene aquí media hora, durante casi veinticinco minutos se ocupa solo del parto, y eso logra un fuerte efecto dado su fatal desenlace y sus secuelas en los personajes; mientras que la solución del conflicto la despachan con un discurso de poco menos de dos minutos, con lo cual se despeja, no muy convincentemente valga decirlo, el misterio de la protagonista.

Luego de tan intensa presentación y tortuoso desarrollo, ese final parece hecho para otro público y para otra película. Además de esta, quedan otras tantas dudas sobre la construcción de todo el filme, cómo la ilógica demanda luego de convenir tener un parto en casa con todos sus riesgos, los supuestos millones que podrían ganar (¿De quién, de la partera?), el forzado personaje de la prima que funciona de comodín al argumento, el mencionado mutismo de la protagonista que frecuentemente lleva el relato a la deriva o ese complaciente final con lo que parece ser una niña de repuesto. Aun así, de un tema tan transitado en el cine como es el duelo, este director húngaro, ahora en Hollywood, ha creado un filme duro y emotivo.

 

Tenet, de Christopher Nolan

Truco de mago

Oswaldo Osorio

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Cuando la película más esperada del año, del director más interesante del cine mainstream de la última década, luego de correr el velo de una sofisticada premisa, parece ser solo una cinta de acción y espías como cualquier otra, uno quisiera pensar que el problema es del propio entendimiento y no del admirado cineasta. Entonces uno repasa, hacia adelante y hacia atrás, sus componentes y construcción, para encontrar esas piezas o ese sentido que puedan darle el giro a una película que uno quisiera que fuera compleja, pero que solo ve complicada.

Los juegos y elucubraciones del cine con el tiempo siempre han sido fascinantes, lo cual se puede sustentar, justamente, con cuatro títulos de este mismo director: Memento (2000), Inception (2010), Interstellar (2014) y Dunkirk (2017). ¿Pero qué pasa con esta nueva película en la que solo parece hacer un juego de palíndromo temporal (como su título) con un argumento, en últimas, muy básico? La respuesta tal vez está en el viejo y confiable método de relacionar forma y fondo.

Lo primero es clarificar la complicada trama (que por su confusa naturaleza no tiene riesgo de ser spoiler): unos científicos en el futuro inventan una manera de invertir el flujo del tiempo en objetos y personas (la base es un principio físico: disminuir la entropía de estos) y un agente debe detener a un hombre que tiene el poder de moverse en el tiempo y sus intenciones de acabar con la humanidad.

La primera parte de esta explicación parece deslumbrante, mientras la segunda, es la misma historia del bueno que, para salvar el mundo, lucha contra el malo y, por supuesto, también a la chica, no importa si al hacer esto último pone en riesgo al planeta entero (como si fuera uno de esos elementales relatos de Superman que siempre antepone la seguridad de Luois Lane sobre cualquier cosa).

Entonces, esa “tenaza” temporal que se aplica en cada secuencia de acción, definida por ese principio físico y de ciencia ficción que casi nadie entiende en su momento (ni siquiera el mismo Protagonista), determina el motor de la trama y de esas escenas. El problema es que, como si fuera truco de mago (y Nolan conoce muy bien esto, como nos lo explicó en El gran truco, 2006), mientras con una mano distrae a la audiencia (con las intensas secuencias de acción y sus juegos temporales), con la otra nos pasa rápidamente ante los ojos una “deslumbrante” historia constituida apenas por esquematismos y vacíos argumentales, la mayoría de ellos solucionados o explicados por ese as en la manga que tienen todas las películas sobre viajes en el tiempo: es una paradoja temporal.

Que el ingenio de Nolan sigue destacándose y que cada vez busca nuevas y estimulantes formas de contar una historia, de eso no hay duda. La música, por ejemplo, es aquí uno de esos elementos concebidos de forma diferente. Que siempre le funciona, no necesariamente, sobre todo en este caso, cuando el espectador la mayor parte del tiempo no tiene claro lo que está viendo (la confusión de soldados enmascarados que van y vienen en la gran secuencia final es un ejemplo de ello). Y cuando se aclara algo, resulta de una simpleza casi vergonzosa, como las razones del villano para acabar con el mundo.

Por eso, en últimas, tal vez lo mejor es disfrutar esta película de manera compartimentada: las secuencias de acción como si fuera una película de acción, las de los elaborados planes como si fuera una de Misión Imposible, y las de sofisticado espionaje como si fuera una de James Bond.