Un poeta, de Simón Mesa Soto

El hombrecillo que penaba

Oswaldo Osorio

La diferencia entre la poesía y el poeta es que la primera es el ideal de la belleza y lo sublime, mientras que el segundo es un ser que no requiere, necesariamente, poseer estas virtudes, y a veces, es justo lo contrario: vulgar y ordinario. Esta película, desde su mismo título, tiene clara esta diferencia, por eso se ocupa del hombre y no de su arte, y lo hace de forma descarnada, casi sin simpatía, incluso más con lástima, aunque también es cierto que no puede evitar algunos momentos de ternura y comprensión.

Para contar la historia de este poeta, el cineasta Simón Mesa cambia por completo de rumbo en esa narrativa que se le vio en sus dos primeros cortometrajes (Leidi y Madre) y en su ópera prima, Amparo, una narrativa definida por un realismo desdramatizado y que en muchos sentidos desatiende las convenciones del relato clásico. En esta película, en cambio, está claro y es intenso el conflicto de su protagonista, sus personajes siempre están hablando y llena su historia de giros argumentales. Pero no por eso es una obra menor o desaparecen sus gestos de autor, lo cual puede significar que, además de a sus seguidores habituales, es decir, la cinefilia, la crítica y los festivales, esta película también le va a interesar a un público más amplio y hasta puede que la agradezca más.

Lo que me pregunto es cómo la recibirán estos espectadores tan disímiles: como una comedia, una oda al patetismo, una burla al mundillo de la poesía, una historia de superación, un divertimento a costa de un hombre sin carácter, un estudio sobre el fracaso o la desagradable radiografía de las miserias humanas. Lo más sorprendente de todo, es que la película contiene todas estas facetas. Por eso creo que cada persona podrá ver una obra distinta. Por ejemplo, un viejo y conocido poeta de Medellín, que salió de la misma función en que la vi, dijo que se sintió muy afectado por esa mirada al gremio de los poetas.

Y claro, si hice ese inventario de posibilidades es porque vi un poco de todo ello, lo cual puede ser favorable para la película, en cuanto resulta muy dinámica y nutrida de ideas y de momentos memorables e inesperados. Pero, por otro lado, tanta palabrería, tantos sucesos y tantos giros podría hacerlo un relato recargado y agotador. Y aunque no niego que ocurren ambas cosas, también sé que se impone lo primero, esto es, un relato cargado de fuerza, fundado en un personaje dimensionado en su construcción y sus matices, lleno de los contrastes que también tiene la película, pero que, si para él son infelicidad y motivo de pena, para la película representa riqueza y complejidad.

El asunto es que Óscar no solo tiene problemas con la poesía (que ya no escribe), sino también de dinero, de alcoholismo y como padre. Conocer a una joven poeta y tratar de promover su obra termina siendo la exacerbación de sus tribulaciones… pero también la posibilidad de redimirse. Y aquí nuevamente Simón Mesa, quien también escribió el guion, sabe maniobrar dramática y argumentalmente su relato, donde los ritmos cambiantes entre la tensión del drama, el humor del patetismo y la emotividad de la conexión con su hija y su pupila conducen esa narración a veces frenética, con muchos momentos embarazosos y otros definidos por esa poesía tan esquiva para Óscar.

Un poeta (2025) es una singular pieza en el contexto del cine colombiano (tal vez solo parecido a lo que hace Carlos Osuna), esto porque supo construir un relato con las características de un cine que puede tener una amplia acogida, pero manteniendo una visión personal y sin hacer concesiones, ya sea al humor fácil, a la sensiblería, a la exhibición de la miseria o al mal melodrama. Es una película original e ingeniosa, aunque también, dentro de su tono cómico y desenfadado, tiene una mirada dura y poco halagüeña de las personas, las situaciones y los entornos que recrea. Es pura ficción, llevada un poco al disparate, pero nadie puede decir que así no somos los colombianos.

Tres lunas nuevas, de Rodrigo Dimaté

Bogotá: No futuro

Oswaldo Osorio

Esta película tiene la misma premisa, pero con tres argumentaciones diferentes, esto es, tres distintas historias, en tres lugares de Bogotá y con tres protagonistas. Aun así, dan cuenta de un mismo universo, con sus problemas y premuras, con unas condiciones que lo determinan y lo ungen de un sino, cuando no trágico, al menos adverso. Es realismo social y sucio hecho con temple, honestidad y revelando la vida en unos márgenes que parecen no tener escapatoria.

El primer relato es sobre un joven que parece no interesarle el colegio, sino más bien lo que ve que hacen otros jóvenes de su entorno: errar por el barrio, pasarla bien y hasta, de pronto, buscar algo de beneficio. Su madre y el colegio no son suficientes para darle un norte o para forjar su carácter. Su lánguida cotidianidad se aferra a cualquier atisbo de amistad, sucumbe a desafíos inconsecuentes y al sopor de un mundo lleno de limitaciones. Cuando, junto con otros dos jóvenes, irrumpen en un lujoso condominio, no solo se pone en evidencia la indignante brecha social de la ciudad en que viven, sino también la naturaleza de cada uno de ellos, definida por una gradación de expectativas y valores que van desde el abandono pesimista de cualquier aspiración, pasando por la cobarde traición, hasta la entereza de asumir los actos propios sin apelar a bajezas. Es un agónico relato de desorientación y desasosiego juvenil, contado sin juzgar a sus personajes, pero tampoco justificándolos. Tal vez la justificación tiene que ir por cuenta de uno, cuando en la ecuación que ellos representan, cruza su edad, con los vacíos familiares, la precariedad económica y un sistema sin muchas oportunidades ni bienestar.

Apenas jugando con algunos planos o cortas escenas para que se traslapen con el final de esta historia, se da inicio a la otra, donde Steven, mientras se mueve en ese borde en el que él y sus amigos viven, se resiste a ser arrastrado a las oscuridades de la droga y la violencia. Es el único de los tres protagonistas por quien se siente alguna empatía, pues cada día se ocupa de malabarear lo mejor que pude unas relaciones cargadas, de hostilidad, suspicacias y rencores. El barrio es un micro universo en constante tensión y regido por el caos. Los saludos fraternales, que comparten cariñosamente mariguana y licor, conviven con recelos y situaciones a punto de estallar, así como con el bazuco, las armas y algún tenebroso personaje dando vueltas en una camioneta. El relato sabe mantener la permanente tensión de estas dinámicas sociales y no toma partido por nadie, ni siquiera por el protagonista. Solo observa y lo traduce todo con su caligrafía de imágenes reales y potentes, así como con unas muy convincentes actuaciones.

La progresión de malestar y fatalidad aumenta con la tercera historia, en la que Kevin está enganchado en la droga y siempre anda con una sombra de amenaza tras él. Ya hace mucho se desprendió de ese borde en el que, temblorosamente, se movían las otras dos historias. La adicción, el robo, el asesinato y el destierro son los giros que le depara la vida. Parece un joven ya sin principios ni moral, sin dignidad y casi sin humanidad. Uno supone que, hace años, fue uno de los jóvenes de los otros relatos, pero él sí sucumbió a la injusticia, desigualdad y falta de oportunidades. Es el personaje con la suerte ya echada, y tal vez por eso resulta el relato, no solo más oscuro, sino también más esquemático, y no por torpeza del guion, sino por la naturaleza del personaje y ese vector de vida que, dadas sus condiciones, ya tiene trazado de antemano.

Tres lunas nuevas (2025) apela a un realismo que es bien conocido en el cine latinoamericano y colombiano, especialmente por vía de Víctor Gaviria (no debe ser casualidad que dos de sus actores hagan parte de esta película), pero es un realismo que, no por recurrente, sea fácil de lograr con entereza. El riesgo de la porno miseria, los juicios morales, las apologías o las malas actuaciones acechan siempre este tipo de relatos, pero no es este el caso. Empezando por lo que consigue con las interpretaciones, ejecutadas por actores que, a pesar de su diversa índole, no presentan ningún desfase en su tono, unas interpretaciones que saben, con el cuerpo y el habla, darles alma a unos personajes que, por ello, sentimos cerca y entendemos muy bien. Es importante también mencionar la banda sonora, la cual se aparta de lo usual en este tipo de películas. Claro, suena algo del rap propio de los personajes y su entorno, pero es la musicalización de ciertos momentos, también oscura y abrasiva como el relato, la que le da un inédito sentido a este realismo descarnado.

El tríptico que propone la película es, sin duda, desolador y descorazonador, aunque no porque en él haya algún atisbo de saña con esa realidad o busque la fácil afección desde la seguidilla de desventuras, sino porque sabe identificar unos trazos humanos, de situaciones y contextos que conforman un complejo mundo representado aquí con elocuencia y contundencia.

Yo vi tres luces negras, de Santiago Lozano

Una experiencia sensorial y poética

Oswaldo Osorio

El cine colombiano está poblado de espectros. Los vimos apenas hace un par de meses recorriendo las escenas de Memento Mori y ahora los vemos en esta película. Pero antes se han paseado también por Los reyes del mundo, Retratos en un mar de mentiras, Todos tus muertos y tantas otras. Y es que la convivencia entre la vida y las muertes violentas   en este país es la normalidad desde hace más de medio siglo, por eso el personaje que ayuda en la transición entre esos dos planos es tan común en las distintas regiones de Colombia, ya sea el Animero del Magdalena Medio o don José de Los Santos en el Litoral Pacífico.

Esta película es el viaje de don José entre esos dos planos, y es a ese tránsito entre ambos mundos al que hace referencia la expresión poética de su título. Estos espectros (y esa poética) están apareciendo cada vez con más frecuencia en las películas sobre la violencia colombiana, probablemente, porque los cineastas buscan distintas formas de referirse al conflicto, pero ahora sin tener que recurrir a las anécdotas de guerra y muerte o a los relatos con ideas explícitas sobre el tema. Tal vez la necesaria insistencia de nuestro cine con este asunto así lo requiere. Porque mientras persista el problema, el cine no va a dejar de hablar de él, y aunque se acabe, aún durante mucho tiempo tendrá la responsabilidad y el imperativo de hacer memoria.

Dándole continuidad a su anterior título, Siembra (codirigida con Ángela Osorio en 2015), que también versa sobre la violencia, el desplazamiento y un viejo con su hijo asesinado, en esta otra película a don José su hijo muerto le avisa de la cercanía de su propia muerte, por eso ese viaje del que se ocupa el relato, que lo es tanto físico, a través de la selva, como espiritual, entre los dos mundos. Su travesía le sirve a su director y guionista para adentrarnos no solo al corazón del conflicto colombiano en el Pacífico, sino también a una idiosincrasia que apenas si conocemos por referencias. Esa cultura ancestral afro que siempre ha resistido y tiene en sus ritos, creencias y cantos un vehículo para lidiar con las adversidades, empezando por la muerte que acecha constantemente en una zona infestada de grupos armados, de los que ya no queda vestigio de alguna ideología o propósito más allá de mantener el dominio de esas economías ilícitas, el narcotráfico y la minería principalmente, que carcomen la región.

Por eso se trata de una de esas películas sin un argumento convencional, pues la historia es apenas ese viaje hacia el final a encontrarse con los suyos, pero la película es todo ese mapa trazado con el recorrido en que don José nos va revelando un paisaje exuberante, rico en vida silvestre, fluvial y vegetal, pero intrincado y lleno de límites y trampas en sus dinámicas de violencia y poderes de hecho. Aun así, con su avanzada edad y en su aparente indefensión, él tiene una autoridad que le confieren las almas de los idos y el respeto por la muerte. Aunque es una autoridad frágil frente a los descreídos. Pero cuando él ya no esté, esa autoridad y ese respeto pervivirán en otros como él a quienes dio ejemplo, también en los ritos ancestrales y en la música y sus cantos, porque la vida siempre prevalece y busca las formas de lidiar y sanarse de la muerte.

Así que estamos frente a una obra más sensorial que narrativa, una pieza que aprovecha la mencionada exuberancia, tanto visual como sonora, para crear una experiencia inmersiva (por eso es ideal verla en una sala de cine) donde imágenes llenas de simbolismo espiritual e idiosincrático y de poesía visual se apoderan de los sentidos del espectador y del sentido de la película, creando una consciencia, más allá de los explícito y lo racional, que nos acerca un poco más a ese universo que a la mayoría nos es ajeno. Aunque siempre habrá unos aspectos que son universales, como la eterna confrontación entre la vida y la muerte o las distintas maneras del ser humano de afrontar tal dicotomía definitiva.

El vaquero, de Emma Rozanski

El cosmos debajo de una cama

Oswaldo Osorio

¿El caballo hace al vaquero? Si se tiene la determinación, sí. Y bueno, también es posible con una yegua. O al menos eso piensa Bernicia, una silenciosa y reservada mujer adonde quien llega una yegua extraviada cerca al restaurante donde trabaja. Emma Rozanski, cineasta australiana radicada en Colombia, escribe y dirige esta historia donde, con ese peculiar encuentro, elabora un original relato, el cual está más interesado por construir un singular universo y unos entrañables personajes que por desarrollar un argumento de manera convencional.

Ese universo propuesto aquí está poblado de mujeres (es un misterio por qué el título está en masculino), quienes mantienen unas afectuosas relaciones, las mismas que se desarrollan en un paisaje rural tan tranquilo y cálido (emocionalmente) como ellas. No es el árido oeste norteamericano, homenajeado e idealizado con cariño por esta película, sino las montañas de Ubaque, Cundinamarca. En este contexto, Bernicia paulatinamente se transforma en un inesperado personaje, el cual es acogido por ese entorno femenino con la naturalidad de quien acepta la más trivial decisión de un ser querido, aunque le advierten que el “mundo exterior”, es decir, el de los desconocidos y tal vez el de los hombres, no lo van a aceptar de la misma forma.

Esa transformación tiene su origen en una particular conexión de Bernicia con la naturaleza y en una introspección que parecen darle un poder sensorial diferente. Es por eso que, a través de ella, es posible adentrarse a una distinta percepción del mundo y de las relaciones, más sosegada, sensible y hasta espiritual. Por eso piensa con amorosa nostalgia en los vaqueros, pero no los que andan cabalgando como locos dando balazos, sino los que miran atardeceres, los que acampan junto al fuego y tocan la armónica, como ella misma ha empezado a hacer.

Y es que, para conquistar al lejano Oeste, primero hubo que encontrar una necesaria armonía con la naturaleza, y el punto de partida fue la comunión con los caballos. Por eso esta yegua, que nunca tuvo nombre, es la que dispara (sin balas) esa conexión de Berni con el aire libre, incluso con la soledad, aunque no hasta el punto del aislamiento. Los lazos familiares continúan, en especial con su divertida y cariñosa prima, pero también tantas personas, por más queridas que sean, es un bullicio que interfiere con otros placeres mínimos, pero casi sublimes, como sentir el detallado silencio de la naturaleza, acariciar una planta, ponerse un sombrero o prender un fuego. Solo con esa actitud es posible ver el cosmos debajo de una cama o en la mierda de una yegua.

Se trata, entonces, de una obra callada y entrañable, como su protagonista, una película que, a partir de una improbable conexión –entre la dependienta de un restaurante con el western– crea un tranquilo y sensible relato que aboga por el sosiego, la sinergia con la naturaleza, la sabia introspección y el placer de las cosas simples.

Una madre, de Diógenes Cuevas

La locura y la desesperación

Oswaldo Osorio

La búsqueda del padre o de la madre es una constante del cine latinoamericano. En una cultura en la que la familia es fundamental, pertenecer a una es un imperativo de cualquier sentido de identidad. Las razones de la ruptura del núcleo familiar suelen ser el abandono o la separación de los progenitores, pero en esta película el motivo tiene un componente adicional que le da una mayor fuerza dramática, así como una carga connotativa a esos temas de la búsqueda, la identidad y la familia.

Luego de morir su padre, un joven parte en busca de su madre que se encuentra recluida en una institución mental. El encuentro se torna en fuga y luego en otra búsqueda, pero ya entre madre e hijo y sin las certezas de una dirección escrita en un papel. Se trata, entonces, de una suerte de road movie de dos seres dañados, cada uno a su manera, a través de verdes campos y montañas. Y como en toda road movie, el recorrido, la compañía siempre sometida a tensiones o conflictos y los encuentros con extraños en esa travesía, inevitablemente siempre nos están diciendo algo nuevo de los personajes y de la transformación de su relación, es decir, Diógenes Cuevas en su ópera prima sabe utilizar este recurso para desarrollar a esos personajes, emociones y sentimientos que pareciera sentir tan cerca.

Lo primero que se pone en evidencia es la situación adversa de ella: como mujer, como madre y como enferma mental. Los indicios de la historia, proporcionados con sutileza por el relato, dan a entender que la suya ha sido una vida arrinconada por la represión del machismo y del sistema, representado ya sea por el matrimonio, el patriarcado o las instituciones “médicas”. Históricamente las mujeres han sido tildadas de locas cuando son diferentes o por querer ser libres. Y claro, a veces terminan volviéndose locas porque las tratan como tal, así como aquel personaje de García Márquez que entró a un manicomio y solo quería hacer una llamada.

El hijo, por su parte, también tiene sus angustias y pesares, aunque lo fundamental es recuperar a su madre, pero el rescate que ejecuta en aquel opresivo lugar regentado por monjas es apenas una recuperación a medias, esto es, de su integridad física, porque luego tendrá que lidiar con un improbable rescate de su cordura, su memoria y esos sentimientos que son la razón de ser de sus anhelos de hijo sin madre. En este proceso esas angustias y pesares se incrementan, dimensionando aún más el vacío y las carencias de este joven.

Así que se trata de un contrapunto entre los desvaríos mentales de ella y la angustia y desesperación de él, lo cual define la dinámica de una relación que tiene pocos momentos de sosiego. Incluso en el episodio en el que se topan con ese inverso espejo de ellos, aquel padre que tiene sometida a su hija, las premisas de su relación se enfatizan: la condición femenina oprimida y casi sin salida, el mundo de los hombres imponiendo sus reglas, el hijo defendiendo a la madre y tratando de encausarla en una normalidad que parece inalcanzable y la madre sintiéndose siempre fuera de lugar. Todo esto contribuye con un creciente drama donde las emociones se intensifican para dar cuenta, de forma consecuente y sin artificios, de unos sentimientos capitales como el amor filial, la desesperanza y la impotencia.

El relato transcurre en medio de la permanente contradicción entre lo que se puede leer como un intimismo, por la relación de los personajes y el estado de adversidad que los vincula, pero desarrollado “a cielo abierto” y en medio de un constante sobresalto en las emociones y de esa desesperada huida. A ese vínculo e intimismo contribuye en mucho la conexión y desempeño entre la pareja de actores, Marcela Valencia y José Restrepo, quienes sostienen la película hasta ese final arrebatador, que no podía ser otro y que termina definiendo con elocuencia y contundencia a ambos personajes y lo que ellos representan.

 

Un varón, de Fabián Hernández

Los hombres sí lloran

Oswaldo Osorio

“Hable como un hombre”, “Sea macho” o “Pórtese como un varón” fueron frases que uno escuchó cotidianamente en su entorno mientras crecía. Aún en estos tiempos en que hay una mayor consciencia entre cierta parte de la población, los medios y la institucionalidad por cuestionar la masculinidad tradicional, el machismo y las imposiciones del heteropatriarcado, persisten estas y otras expresiones en la vida diaria, sobre todo en contextos donde están más erosionadas o de plano no existen estructuras como la familia, la educación y el Estado.

Esta película, escita y dirigida por Fabián Hernández, habla sobre esa visión de la masculinidad, y lo hace de manera más enfática al ponerla en un medio marginal, hostil y violento, definido por la precariedad en la civilidad y hasta en la moral. Se trata de las calles de los barrios marginales de Bogotá, donde impera la ley del más fuerte y constantemente es puesta a prueba la hombría. Por eso este parece ser el principal conflicto de su protagonista, Carlos, un joven escuálido, callado y de voz delgada, a quien la calle se lo puede comer entero si se descuida, si no se porta como un varón.

Pero la elección de este personaje con tales características es, justamente, la base de la propuesta de esta película, la cual desafía esos estereotipos y los hace más evidentes por medio de la esmirriada pero decidida presencia de su protagonista y del actor que lo encarna (Felipe Ramírez Espitia). Y va aún más allá, también lo reviste de una sensibilidad que parece incompatible con ese entorno duro y constrictor en el que se mueve, una sensibilidad que se manifiesta de manera más clara en su único anhelo: que su familia esté reunida, que su hermana deje su trabajo de prostituta y su madre salga de la cárcel, dos circunstancias casi insalvables en términos reales. Ese es el verdadero y más desgarrador conflicto de él y de la película misma.

Pero ese medio ambiente de la calle y el desamparo en que vive Carlos no deja que esa sensibilidad y casi debilidad por el amor filial afloren, en cambio, lo reta constantemente con amenazas y cuestionamientos a su hombría. Pero todo esto, el relato lo presenta de manera sobria, sin alharacas ni trifulcas, incluso manteniendo la consabida violencia de las historias contadas en este contexto en el fuera de campo y apelando en su narración, mejor, a la cotidianidad del protagonista y a esa permanente tensión emocional entre sus sentimientos y el temple que lo rodea.

En este sentido, también hay que destacar el tipo de realismo por el que se decanta esta película. Es un realismo diferente al que estamos acostumbrados a ver en el cine colombiano, ni tan sucio ni con esos devaneos con el lirismo, tampoco con la violencia explícita y gritona, menos con la crítica social asomándose entre cada fotograma. El realismo de esta película es más sutil y sencillo, sin que esto quiera decir que no cuida su imagen, lo cual hace con equilibrada precisión, desde sus encuadres hasta el manejo de la luz. Solo que hay una suerte de honestidad en el realismo que propone esta película, porque no asume poses o estiletes, aunque lo que plantea necesariamente es un estilo, de cierta forma inédito, sin mediaciones académicas o cinéfilas, y en buena parte por eso resulta tan cercana y reveladora su historia.

Aunque Carlos se repita, como otra de esas frases impuestas por nuestra cultura machista, que los hombres no lloran, su sentir y su desamparo filial lo traicionan constantemente. Tampoco está dispuesto hacerle el juego a la violencia, no por debilidad, sino porque es un gesto que no va con su sensible humanidad, revelada de manera contundente en ese agónico travelling final y en la decisión que termina definiendo quién es él realmente, aunque eso implique la agudización de su conflicto, porque por progresistas que parezcan estos tiempos, en la Colombia profunda y en la profundidad de las calles, siempre le van a exigir a cualquier hombre que sea un varón.

Ratas de alcantarilla (por dos)

Oswaldo Osorio

Los niños de la calle ha sido uno de los grandes y constantes motivos del cine latinoamericano. Desde Los olvidados (Buñuel, 1950), pasando por Crónica de un niño solo (Favio, 1965) y Gamín (Durán, 1977), hasta Pixote (Babenco, 1981) y La vendedora de rosas (Gaviria, 1998), casi cada cinematografía de la región tiene su buen puñado de cine con este adverso y delicado tema. Adverso porque las condiciones materiales y afectivas de estos niños nunca dan para relatos felices, y delicado porque siempre habrá el riesgo de caer en los territorios de la pornomiseria o de la mirada lastimera y condescendiente.

En casi todos estos relatos, por supuesto, la aproximación realista se impone, pero suele haber, en mucho o poco, gestos de fantasía y delirio, dada la naturaleza de los personajes. En esta película de Carlos Zapata, a quien ya se le reconoce un estilo intenso e irreverente (algo punketo incluso) por sus películas Pequeños vagos (2012) y Las tetas de mi madre (2015), esa fantasía y delirio están en el centro de su propuesta para hablar de los niños de las alcantarillas de Bogotá.

Se trata de la historia de Titi, un gamín que, a pesar de su corta edad, tiene un particular carisma, además de un grupo de amigos, entre ellos un hermano y algo así como una novia. Lo primero que propone Zapata, quien también es también el guionista, es un relato más de personajes que de historia, pues el argumento está compuesto por el ir y venir de ellos en las usuales actividades: limpiar vidrios en los semáforos, mendigar, aspirar pega y deambular por la ciudad. Pero el grueso de las acciones está concentrado en las relaciones que establecen entre ellos y en sus diálogos.

Entonces, aunque el universo visual de la película es potente, con toda la ciudad como escenario de fondo y una cuidada puesta en escena en cuanto al vestuario y maquillaje principalmente, es en la palabra donde radica la fuerza expresiva y significativa de la obra, así como lo que define a los personajes. Lo primero que golpea fuerte (aunque es conocido de otras películas, pero en esta se hace más evidente) es la carga de violencia y hostilidad que hay en la cotidiana comunicación entre estos niños. No importa si son amigos o si se trata de la circunstancia menos conflictiva posible, la agresividad para con el otro y la actitud de estar siempre a la defensiva son la gramática de su voz.

Esto, claro, es reflejo de su vida y entorno, de una existencia en la que han tenido siempre que valerse por sí mismos y de un mundo donde tienen que defenderse constantemente y cada quien es su única protección, y ante la ausencia de fuerza, buenas son las palabras. Tienen a su grupo de amigos, es cierto, pero aun así, el individualismo se impone muchas veces y, aunque no haya agresión física, la verbal está a flor de lengua. Pero lo impresionante de esta dinámica de su lenguaje es la contradictoria manera como se combinan, orgánica y fluidamente, las actitudes y gestos de hostilidad e insulto con los de solidaridad y fraternidad. Todo esto, por supuesto, cabalgando sobre la farragosa jerga propia de la calle, para la que hay que estar atentos a inferir o descifrar su intrincado glosario.

Ahora, esa lucha por la supervivencia diaria está enmarcada en el gran conflicto social que significa su desamparo, tanto de los vínculos familiares como de la institucionalidad. Pero hay otro conflicto más específico, del que el relato hace su punto más dramático y reactivo: La incineración de las alcantarillas, con estos niños adentro, como un acto de “limpieza social”, el cual tiene su propia y criminal declaración: “Las alcantarillas son para el agua, no para las ratas”. Es así como Titi pierde a sus amigos, quienes pasan a un segundo plano a deambular, por el relato y por la ciudad, como tiznados fantasmas que ya ni pueden decir groserías, porque donde están, ya no necesitan la violencia del lenguaje para defenderse.

Pero Titi no se quedará solo, porque empieza una amistad–noviazgo con La Ratona, una joven que ve en él a un compañero para ir al “paraíso”. Y este concepto tiene varios sentidos en el relato: físicamente, es un mejor sitio donde podrán vivir (lejos de los pirómanos asesinos), es igualmente un estado mental que flirtea un poco con la fantasía, y también un lugar espiritual a la manera de la tradición católica. Incluso es una imagen: el cartel de un hotel cinco estrellas con ese nombre.

Es entonces con esto que se empieza a complicar (y a enriquecer) el relato, pues la relación con ella hace más complejo al protagonista, en tanto se activan otros aspectos, como su contradictoria actitud frente a su individualismo y el deseo de tener compañía, o la ambigua presencia de su grupo de amigos, o sus deseos a futuro ante las propuestas de La Ratona. Así mismo, el juego con la fantasía (o el delirio) se evidencia en distintas ocasiones de manera alegórica y lírica, dando lugar a escenas muy importantes para el sentido del relato y en las que el espectador debe saber leer el código de la película o elegir cuál cree que puede ser el significado de la historia y el papel de los personajes.

El asunto es que este último aspecto depende de las dos versiones que tiene esta película, porque está el “boceto” liberado en internet por su director con la advertencia de que es “la versión fidedigna de la obra original”, y está la versión de los productores, con la factura y el acabado general del último corte para salas (ver al final el link donde se pueden ver ambas versiones).

En términos generales, las dos versiones no difieren en mucho cuando se trata del universo del relato y los personajes, así como de la denuncia y esa mirada afectiva que hacen sobre los niños de las alcantarillas. No obstante, hay otras diferencias sustanciales, en cuanto a las escenas incluidas o no, lo cual determina unos cambios significativos en la comprensión de la historia. Pero la gran diferencia, es que en el boceto del director el personaje de La Ratona existe realmente y, en la otra, es solo producto de la imaginación de Titi, con todas las implicaciones que esto tiene en relación con la historia y el personaje, empezando por lo decepcionante que suele ser para el público saberse “engañado” todo el tiempo con lo que le acaban de contar.

Así que, como sería de esperar, la versión del director parece más clara y directa con lo que quiere decir, incluyendo el sentido lírico y entrañable que desarrolla con la relación entre la pareja de personajes principales; mientras que la otra versión tiene elementos de mayor impacto para con el espectador en general, como el uso de ciertas canciones, el lamento a gritos de la violación, la madre llorando o el preciosista viaje en bote, es decir, no parece tanto una película de Carlos zapata, ya que hay dos para compararla.

Son dos versiones de una historia y una sola premisa verdadera: la dura realidad de estos niños contada en clave lírica y emotiva y mirada desde unos recursos y tics propios del cine de ficción, que unas veces logra un acercamiento honesto y otras veces se pasa con sus artificios.

 

BOCETO DEL DIRECTOR CARLOS ZAPATA:

 

CORTE FINAL DISPONIBLE EN RTVCPLAY: 

 

 

 

 

 

 

Salvador, de César Heredia

El sastre y la ascensorista

Oswaldo Osorio

Esta película la escogí para inaugurar el 7º Festival de Cine de Jardín, cuyo tema era la corrupción. Por eso es difícil para mí no asociar esta cinta con ese tema, o tal vez fue al revés, cuando definimos el tema del festival, una de las primeras películas en las que pensé fue en esta. Y es que, si bien en general parece una historia de amor y desamor, de fondo, tanto en lo individual como en lo institucional, todo está determinado por estructuras y acciones corruptas, desde el gesto egoísta de un hombre hasta el aparataje de un Estado autoritario.

A unos días de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá, un sastre trabaja cerca de allí y conoce a una ascensorista. De actitud adusta y con una rutina que parece definir su carácter, Salvador se muestra como un hombre recto, justo y que no le interesa meterse con el mundo ni que este se meta con él. Incluso el amorío que empieza a tener con la ascensorista devela a un ser más cálido y considerado, no obstante, esos contrastes y apariencias en la personalidad y ética de este hombre, es lo que define la premisa general del relato y las ideas que quiere poner en juego acerca de la naturaleza humana y sobre el país mismo.

La primera virtud de esta película es ese universo aparentemente ordenado, contenido y, sin embargo, definido también por una atmósfera enrarecida, tanto porque el personaje de Salvador crea con su hermetismo cierto misterio y aprensión, como por el malsano ambiente determinado por los medios de comunicación y las personas con quien él se relaciona. Bueno, también los espectadores atentos a la historia de Colombia saben qué pasó en esos primeros días de noviembre de 1985 y es inevitable acompañar esta sosegada narración con el temor de que en cualquier momento la toma del Palacio se va a cruzar, y no de buena manera, con la historia de la pareja protagónica.

En esta película el director parece también un viejo sastre, porque sabe confeccionar un relato de cuño clásico, muy pulido en su guion y puesta en escena y que solo hacia el final de las últimas costuras se revela la creación total y sus repercusiones. En ese sentido, es un relato al que no hay que acosarlo (como a los buenos sastres), porque todo en él está bien medido y entregado a su tiempo: el lento pero encantador proceso de flirteo entre los protagonistas, la significativa subtrama del sobrino desaparecido, militares de uniforme o encubiertos por doquier, y claro, el demonio de los celos.

Si bien cualquiera puede tener sentimientos adversos o reprochables, lo que define a las personas, en últimas, son las decisiones éticas que toman ante la presión de esos sentimientos. Salvador (y aquí se advierte a quienes no han visto la película) terminó sucumbiendo a una pequeña mezquindad en procura de su propio bien, pero esa mezquindad se sumó a su indolencia y, además, a su cobardía, y cada una de estas bajezas es una puntada que cobra su sentido real en la vida de un hombre que, además, está rodeado de arbitrariedades mayores.

La historia prueba a las personas, a algunas las hace más grandes y fuertes, mientras a otras débiles y minúsculas. Por eso Salvador es un hombre, pero también un país y sus circunstancias, y las de ese momento fueron de las peores que ha vivido Colombia. Y ahí radica la grandeza de esta pequeña película, que con el intimismo de un primer plano, supo reflejar contundentemente la gran dimensión de todo un país en uno de sus momentos más nefastos.

La Roya, de Juan Sebastián Mesa

La diáspora campesina

Oswaldo Osorio

Esta es una película sobre el campo y un campesino antioqueño, pero con una imagen de ellos muy distinta de la que aún tiene presente el imaginario colectivo, la televisión y los anuncios publicitarios. Esta es una versión actualizada y más fehaciente de lo que sucede realmente en la ruralidad de este departamento y del país entero. El relato se sumerge entre montañas y cafetales, sin perder de vista su conexión con la ciudad y con la intención de hablar de una serie de facetas de la vida campirana hasta ahora inéditas en el cine colombiano, y lo hace con sutileza e inteligencia, sin incurrir en obvias exposiciones antropológicas y con imágenes que saben expresar el peso e intensidad del paisaje.

Jorge es un joven que, a diferencia de casi todos sus amigos, decidió quedarse a trabajar la finca cafetera de su familia. Esta situación opera como premisa general que atraviesa toda una serie de situaciones y conflictos convergentes en él, pero que están conectados orgánicamente por un guion sólido y lúcido con lo que quiere decir. Hay un amorío prohibido con su prima, una maldición que lo ronda y que se remonta a la muerte de su padre, la sincrética idiosincrasia del campo, la soledad que campea por senderos y cafetales, la sombra de un viejo amor que regresará de visita y la roya, una amenaza concreta para un mundo ya amenazado por el abandono y que, además, opera como metáfora del desmoronamiento de su universo.

Unos años atrás, este director, oriundo de un pueblo del suroeste antioqueño y cuya juventud y formación audiovisual tuvieron lugar en Medellín, dirigía su muy citadina ópera prima Los Nadie (2016), una película que también habla de la juventud, de sus expectativas de vida y de su relación tirante con el entorno. Sin dejar de sorprender por la contundencia con la que también supo construir este universo rural, se puede entender, entonces, esa capacidad de ambidiestro con el campo y la ciudad, un doblete de opuestos que ha sido frecuentemente un punto de tensión en el cine nacional.

Esa tensión está en el centro de esta historia y de la construcción de su protagonista. Su decisión de quedarse, de acuerdo con la forma en que es planteada y desarrollada por el relato, es una declaración de principios de la película. La parquedad de Jorge y un cierto tono melancólico que logra la narración, sin ser sensiblero ni condescendiente, impelen a comprender su drama y el de su hábitat, así como lo trágica que resulta esta pragmática migración de las nuevas generaciones de campesinos hacia la ciudad. Incluso la historia sabe jugar con la expectativa de una posible partida de él cuando confronte su vida con la de sus amigos y, sobre todo, con su exnovia.

Ese encuentro, especialmente la fiesta, es como si fuera un largo clímax de la película. Allí se da ese choque entre el campesino “puro” y los “contaminados”, pero es una división que, inevitablemente, solo la hace el espectador, no Jorge, y esa diferencia de percepciones es una de las clarividencias de este filme, indudablemente producto de la doble raigambre del director.

Ese encuentro es un brusco cambio en el tono y el tempo de la película, incluso en su concepción visual. Es apenas obvio, entran más personajes a relacionarse con el protagonista y están en modo fiesta y jolgorio. Porque el resto del relato la respiración es la de ese campo que se está quedando deshabitado, es una atmósfera donde la cotidianidad y las acciones simples definen el carácter y estado de ánimo de los personajes. Las preocupaciones son otras, aunque igual de intensas. Por eso no hay mucha diferencia entre el conflicto que tiene con su exnovia y el que tiene con su prima. Igual hay sentimientos encontrados y duras decisiones qué tomar.

Si Los Nadie era la película de un joven irreverente que quería hacerle ciertos reclamos al mundo con desparpajado ímpetu, esta es la de un director adulto que identificó un silencioso y gran problema de nuestro tiempo, lo supo observar de cerca y deconstruirlo desde distintas facetas, para luego amplificarlo ante nuestros ojos y así poder corregir un poco esos lugares comunes que tenemos del campo.

El rojo más puro, de Yira Plaza O’Byrne

Tres líneas vitales

Oswaldo Osorio

El cine colombiano se está volviendo experto en hablar de la violencia del país. Pero ya no solo se limita a contarla en una trama, a usarla como excusa para un argumento o exponerla a manera de denuncia. Ahora es posible también la reflexión, el análisis y hasta la duda, porque cada vez sofistica más su discurso y enriquece sus recursos para abordar este tema que, contrario a lo que suele creerse, no es tan preponderante en nuestra cinematografía. Eso ocurre con este documental, el cual propone una revisión atenta y reflexiva a la violencia y circunstancias políticas de Colombia, y lo hace con un elocuente equilibrio entre la mirada en primer plano y en plano general.

Estas nuevas maneras de ver la violencia pasan por una tendencia que se ha hecho fuerte en el cine nacional de la última década: el documental autorreferencial o las “alteropoéticas del yo”, como las nombra David Jurado en un reciente libro. Aunque en realidad, hay que insistir, de esa treintena de títulos que se pueden identificar con este tipo de narrativa, solo algunos tienen que ver con la violencia, entre los que es importante mencionar los dos documentales de Daniela Abad (Carta a una sombra, The Smiling Lombana), Pizarro (Simón Hernández), Ciro y yo (Miguel Salazar), Pirotecnia (Federico Atehortúa) y Del otro lado (Iván Guarnizo).

El rojo más puro llega a sumarse a esta ya dominada (y hasta dominante) tendencia, pues el relato en primera persona de la directora hablando sobre su padre es la esencia de su premisa y de su relato. La vida de un líder sindical que desde hace décadas ha padecido amenazas, el exilio, atentados y el exterminio de sus compañeros de la Unión Patriótica, necesariamente afectó la vida de su hija, y por eso son tan pertinentes ese punto de vista y formas narrativas que propone Yira Plaza en esta película, pues no solo es alguien a quien directamente afectó la violencia del país, sino que alcanzó a tener una consciencia de ella tanto vivencial como ideológica, una consciencia que es la fuente que origina su narración y el tipo de discurso que desarrolla.

Este discurso toma muchas formas, puede ser expositivo, reflexivo, intimista, nostálgico, cuestionador, de impotencia y hasta dubitativo. Todo este arco de emociones y posibilidades lo consigue gracias a ese punto de vista privilegiado y a la decisión de contar una historia con esas dos líneas vitales entrelazadas, la de su padre y la del país (que son tres si se tiene en cuenta la de su directora). De ahí que sea posible ver a un hombre llorando en su habitación por asuntos derivados de su condición política, así como la panorámica de una sociedad en permanente estado de choque, donde la mirada está del lado de las víctimas y sus luchas, pero no es una mirada simplista o sensiblera, sino que hay en ella la serenidad de quien ha estado cerca de un problema y lo trata de entender, para luego transmitir ese entendimiento a través del lenguaje, en este caso el del cine.

Además, para dar cuenta de esas dos líneas vitales, recurrir al archivo era fundamental. Desde las fotografías familiares pegadas en una pared y sometidas al escrutinio de la memoria y la interpretación, hasta esas otras que tanto hemos visto en los recuentos de esta historia de violencia, pero que aquí potencian su sentido por obra del montaje, el cual las confronta con la imagen de un hombre que representa a miles, así como de una voz en off que las expande dándoles contexto y prestándoles las propias emociones y reflexiones.

“El mundo merece cambiar”, dice la frase que acompaña el título de esta película. Y cuando empiezan los créditos finales, uno se da cuenta de que ese cambio es posible por el compromiso de hombres como su protagonista. También es posible por esa consciencia política y social de las nuevas generaciones, que aunque tengan diferencias –las formas de lucha, por ejemplo– el espíritu y objetivo es el mismo. Eso es lo que une a Yira Plaza y a su padre, y eso es lo que hace de esta película una obra tan sólida y coherente.