Amparo, de Simón Mesa Soto

Una mujer en un mundo de hombres

Oswaldo Osorio

amparo3

Esta película también se pudo haber titulado Madre, como el anterior corto de este cineasta que dirige con esta su ópera prima. La razón es porque la primera idea, sentimiento e historia en las que parece centrase Amparo gira en torno a la figura de una madre. No obstante, entre la aparente simpleza de su trama y el posible distanciamiento de su dramaturgia, hay otros aspectos de gran fuerza y serias connotaciones de contexto.

La trama y el conflicto central se resumen en la pequeña pero difícil odisea de Amparo por conseguir el dinero que evitará que a su hijo se lo lleven para el ejército. Es un planteamiento sencillo, pero inmenso para las posibilidades de una madre soltera y asalariada que lo “único que tiene en la vida son sus hijos”. En su concentrada y casi obsesa forma del relato y la cámara de seguir y mirar fijamente a esta mujer, de forma sutil pero contundente, van apareciendo toda una serie de capas, temas y problemáticas que exigen la lectura atenta del espectador.

Las llamadas “batidas” a finales de los años noventa en Medellín (como en toda Colombia) dan cuenta de esa práctica de un país en guerra de buscar su carne de cañón en los más jóvenes y de las clases bajas, una misma lógica que solo prefiguraba lo que apenas unos años después sería la nefasta directriz de los fasos positivos. De ahí a exponer la corrupción de un ejército que tiene en la guerra su oxígeno vital, solo hay de por medio algunas escenas y los rostros burlones o impenetrables de algunos militares.

Pero más allá de una condición económica adversa, una sociedad que poca compasión tiene para con su condición de madre soltera y una institucionalidad que impone su degradación ética, lo que parece más sistemático en la vida de Amparo es su lucha y resistencia contra un mundo dominado por hombres, con todo lo impositivo y depredador que pueda ser, más aún unas décadas atrás. Este mundo de hombres solo se ve en los ojos y los gestos de una Amparo que recibe una tras otra pruebas de abuso y desdeño por parte de ellos, pues resulta evidente la decisión estética, con toda su carga de sentido, de que la cámara casi siempre se quede con su rostro y deje a todos esos hombres fuera de campo.

Claro, esta decisión también hace más evidente otro gesto formal que se pone de manifiesto en la puesta en escena y en la actuación de la protagonista, y es el mencionado distanciamiento dramático, una especie de sequedad emocional y mutismo que desemboca en una suerte de desdramatización, la cual tiene en su escena final un culmen que hace incluso cuestionar la lógica de la situación, pues puede resultar extraña la (no)reacción de esa madre. Por eso es una película para la que hay que sintonizarse con el código que propone, que es la de un realismo más cerebral y formalista, que difiere en mucho de aquel propio del realismo social o del de un director como Víctor Gaviria.

Una película como esta hay que celebrarla, de un lado, porque confirma la promesa y trayectoria de un director que tiene una visión personal y algo qué decir; y también porque es de esas propuestas que, a partir de una trama simple y eficaz, sugiere otra serie aspectos que potencian su fuerza y sentido.

Dos documentales colombianos:

Cicatrices en la tierra y Entre fuego y agua

Oswaldo Osorio

dosdocs

Nunca se habían estrenado tantos documentales colombianos en la cartelera como en los últimos años. Lo que antes era un imposible, pasó a eventuales excepciones, hasta ahora que puede llegar a ser un tercio de los estrenos nacionales. Es así como, con una semana de diferencia, llegaron a salas (alternas, por supuesto) Cicatrices en la tierra, de Gustavo Fernández, y Entre fuego y agua, de Viviana Gómez Echeverry y Anton Wenzel, películas que, muy concentradas en sus personajes, revelan de distinta forma una Colombia profunda, con sus conflictos y diferencias.

Cicatrices en la tierra acompaña a cuatro excombatientes de las Farc durante cuatro años luego del acuerdo de paz. Es un concienzudo trabajo que busca entender lo que ha sido una de las más importantes transiciones en la historia de nuestro país, encarnada en tres hombres y una mujer. Para ello los mira de cerca y se gana su confianza, mientras los recuerdos, las historias y las emociones van surgiendo y quedando registradas con naturalidad por la cámara. Por eso el espectador termina atrapado entre el sentir y la vivencia individual y un contexto que de alguna manera también lo afecta.

De ahí que este documental sea tanto una radiografía de emociones humanas como de un proceso lleno de esperanzas y adversidades. De los testimonios y la nueva cotidianidad de estos excombatientes, entre líneas, se puede leer una necesaria convicción de lo que hacían, la ilusión de una vida mejor y cierta frustración por un futuro incumplido. Por eso, una de las virtudes del documental es la gran diversidad de aspectos y matices que propone, porque este no es un relato de absolutos ni de claridades históricas o ideológicas, es la compleja red de razones y sin razones que se conjugan en un proceso que es lo que no debió haber sido.

Por otra parte, Entre fuego y agua tiene siempre en el centro de su narración a Camilo, un joven afro que es el hijo adoptivo de un apareja de indígenas quillasinga. En esta descripción, en la que convergen dos etnias y culturas, ya está planteado el gran conflicto de la película, que empieza, al menos en el relato, con el deseo de Camilo por encontrar a su madre biológica. Pero ese conflicto, nos damos cuenta paulatinamente, existe desde su infancia, y el trabajo del documental es darnos a conocer todas las connotaciones de esta desazón y búsqueda de identidad en que anda siempre inmerso su protagonista.

Pero además de Camilo, el documental se asegura de darle protagonismo también a la cultura y normas de esta comunidad indígena y a la laguna de La Cocha, pues tanto ese entorno humano como el geográfico son siempre el contrapunto al malestar de este joven, y ese contrapunto es el que le da vida a un relato que trasciende el mero problema de identidad de este joven y sabe explorar con sutileza otros temas, como la cosmogonía indígena, las relaciones familiares, la problemática territorial, los prejuicios o la connatural necesidad de conocer qué nos define y a dónde pertenecemos.

Realismo cotidiano en el cine colombiano

Las coordenadas de una narrativa alternativa

Oswaldo Osorio

 Este texto hace parte del libro Lecturas sobre la luz: Ensayos críticos sobre cine colombiano, publicado por Cinéfagos.net y la Revista Kinetoscopio y compuesto por diez ensayos que fueron el resultado final del proceso de formación de la Escuela de crítica de cine de Medellín.  

 lecturassobre

Uno de los más importantes preceptos de la crítica de cine es tener presentes los diferentes cánones a los que se ajustan las películas, es decir, no juzgar un filme desde un canon o modelo al que no pertenece. A buena parte del cine, sobre todo el de entretenimiento y de género, se le aplica como canon la narrativa clásica o el paradigma aristotélico de los tres actos y el conflicto central, por ejemplo. Otro canon puede ser el realismo social, conocido también como realismo crítico, al cual pertenece una significativa tendencia del cine latinoamericano de los años sesenta y setenta, un cine comprometido con su contexto socio-político.

El cine colombiano ha sido eminentemente clásico en su narrativa y, cuando ha tratado de dar cuenta de la problemática realidad del país y sus conflictos, el realismo social ha estado presente desde la época de José María Arzuaga y Julio Luzardo. No obstante, para el siglo XXI, en esta cinematografía han surgido algunas alternativas a estos dos cánones, sin que tampoco quiera decir que sean predominantes. Este surgimiento se ha dado por varias causas, como el aumento exponencial de la producción nacional, una nueva generación formada en las escuelas de cine y la influencia de diversas tendencias y autores ahora más accesibles por vía de los festivales, la formación de los cineastas en el exterior  o las distintas plataformas de distribución del cine mundial.

Uno de estos cánones alternativos, el más visible sin duda, es el de un tipo de realismo que está un poco en las antípodas del social: el realismo cotidiano. No es nada nuevo ni exclusivo del cine colombiano, por supuesto, ya el Nuevo Cine Argentino desde finales de la década del noventa lo tiene como su impronta, así como buena parte del cine de autor de sus vecinos  Chile y Uruguay o del cine internacional en la obra de  cineastas como Abbas Kiarostami, Hou Hsiao-Hsien, Richard Linklater, Mike Leight, Aki Kaurismaki o los hermanos Dardenne.

Se han referido a él como un “nuevo realismo”, pero esto será solo en relación con el social, porque lo cierto es que un realismo con estas características ya se encontraba en muchos de los títulos de la Nueva Ola Francesa o en el cine de un John Cassavettes. Las principales señales de este cine, entonces, son la desaparición de un conflicto central o fuerte, una narración de tiempos muertos o que no hace avanzar la historia, el protagonismo del espacio en el relato y el héroe clásico desdibujado en favor de un personaje ordinario que muchas veces es interpretado por un actor natural, por lo que se pueden hacer difusos lo linderos con el documental.

La primera película colombiano con estas características fue El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2010), y luego de ella, se ha producido alrededor de una veintena de títulos que contienen, en mayor o menor medida, los mencionados elementos que definen al realismo cotidiano, además de otros, como el carácter elusivo de las posibles connotaciones y significados del relato, el frecuente uso del plano secuencia o las largas tomas, la disminución de los diálogos al punto de casi suprimirlos en algunos casos, el distanciamiento tanto en la actuación como de la subjetividad del punto de vista y la predilección por finales no conclusivos.

 

Héroes, no actores y personas

De todos estos factores, el que se presenta con más consistencia en estas películas es el de la ausencia del héroe clásico, o dicho de otra manera, su protagonista es una persona ordinaria, quien, además, en la mayoría de los casos afronta situaciones ordinarias, y esa ecuación del “doble ordinario” es lo más alejado que hay de la narrativa clásica y, especialmente, del cine de entretenimiento. También este elemento es lo que propicia muchas de las características de este tipo de realismo, por eso está en todas las películas, sin excepción.

En la película de Ruiz Navia un hombre llega a La Barra, un poblado costero del Pacífico colombiano y, luego de instalarse, solo deambula por la playa, mientras la mayor parte del tiempo el espectador no sabe bien cuál es su motivación e intención, apenas en algún momento del relato tal vez se puede intuir su huida por una pérdida amorosa y lo que parece ser una búsqueda interior. No se sabe mucho de él y en aquel lugar, salvo por las distintas relaciones que entabla con algunos lugareños, no le ocurre nada más que el habitar aquel espacio pasajeramente. La cámara observa su errancia y su mutismo, pero guarda distancia. Incluso pueden resultar más cercanos los personajes secundarios, la niña y Cerebro, principalmente, porque el protagonista es un enigma con ruido de olas, un hombre común que no busca ser el héroe de nada.

Como igualmente no lo buscan los protagonistas de todas estas películas, que por no mencionarlas en su totalidad, se referenciarán solo tres: La Sirga (William Vega, 2012), Cazando luciérnagas (Roberto Flores Prieto, 2012) y Nacimiento (Martín Mejía Rugeles, 2015), tres obras que son en las que más se evidencia este tipo de personaje. En la primera, una joven llega huyendo de la violencia y se instala en casa de su tío, instaurando rápidamente una rutina doméstica hasta el final de la película cuando se va de allí; en la de Flores Prieto, el personaje interpretado por Marlon Moreno casi que dormita su existencia mientras cuida unas salinas al lado del mar; y en Nacimiento, una mujer tramita el día a día de su embarazo en el sopor del calor, la espesura y el incesante sonido de fondo del río y el monte.

Los tres son personajes condicionados por su entorno y circunstancias. Están aislados del mundo y su bullicio, y aunque tengan personas cerca, los caracteriza su parquedad y ensimismamiento. No tienen un conflicto inmediato (bueno, al celador le aparece una hija a mitad del relato), aunque sí tal vez un malestar de fondo, sobre todo la joven de La Sirga, que se mantiene a distancia del conflicto armado. Pero estos filmes se ocupan es de esa situación inmediata, en la cual prima su condición de personas ordinarias sumidas en una cotidianidad sin giros ni sobresaltos, incluso cuando el celador se acopla a su hija, retoma una nueva y llana rutina. Mucho menos están presentes las “hazañas dignas de elogio” que reclama el héroe clásico, a lo sumo una colección de gestos y acciones solo admirables dentro de los paradigmas de una vida modesta y austera; igualmente, la “fuerza o valentía” propias de aquel tipo de héroe también están ausentes de estos personajes, quienes incluso suelen antojarse más bien vulnerables y timoratos frente a sucesos externos a su propio ser y cotidianidad, aunque lo más probable es que las historias que protagonizan nunca los someterán este tipo de pruebas.

Incluso a algunos de estos personajes podría ubicárseles dentro de la figura del anti héroe, aunque solo en una de las posibles acepciones que tiene este término, que puede ser visto, por un lado, como alguien que protagoniza actos heroicos pero por motivos y con métodos distintos a los del héroe clásico, aun con conductas cuestionables o reprochables; y por otro lado, está el anti héroe definido por no tener las características del héroe, esto es, sin belleza, nobleza, habilidades o atributos extraordinarios. Este último es el que corresponde a muchos de los personajes del realismo cotidiano, como se puede ver en películas como Crónica del fin del mundo (Mauricio Cuervo, 2012) o La defensa del dragón (Natalia Santa, 2017). En la primera, un jubilado medio amargado y su hijo desempleado transitan sus vidas como seres ordinarios y casi grises, el uno mirando con desencanto el pasado y el otro con ansiedad el futuro; mientras en la segunda, un ex ajedrecista arrastra su tedio y escaso quehacer diario entre las penurias económicas y sus variados defectos personales.

De personajes como ellos está lleno el mundo entero, de hecho, podría decirse que son mayoría, pero estos se ganan el apelativo de anti héroes, porque protagonizan unas películas, mientras no, por ejemplo, el tendero de la esquina. Y es en esta combinación, que es del todo improcedente para la narrativa clásica y el cine de entretenimiento, donde se encuentra parte de la esencia de este realismo cotidiano. Por otro lado, aunque son personajes que hipotéticamente representarían a la mayoría, o al menos a una colectividad, no están concebidos de tal forma por estos relatos -como sí ocurre en el realismo social- pues están imbuidos en su individualidad y universo particular, sin querer representar ni ser modelo de ningún otro ser humano.

Ahora, una característica que suele estar muy unida a este tipo de personaje y que, de hecho, en muchas ocasiones lo determina, es la frecuente presencia en esta narrativa de actores no profesionales y actores naturales, los cuales se diferencian en que los primeros son personas sin ninguna formación que actúan porque tienen cierta habilidad natural para hacerlo, mientras que los segundos, que tampoco tienen formación, se interpretan a sí mismos, ayudados por el debido direccionamiento y ensayos con los cineastas. Estas figuras se pueden ver con claridad en toda la obra de Iván D. Gaona o en la película Los nadie (Juan Sebastián Mesa, 2016). Además, existe un concepto que va más allá de los actores naturales, y es el personaje – persona, que es un actor natural que no solo se interpreta a sí mismo y a otros como él: los campesinos de Los retratos (Gaona, 2012), por ejemplo, sino que la persona es el personaje mismo, como ocurre en Porfirio (Alejandro Landes, 2011), en la que Porfirio Ramírez, un hombre a quien una bala de la policía lo dejó paralizado, protagoniza su propia historia en este filme de Landes.

Tanto los unos como los otros son parte fundamental de buena aparte de estas películas, aunque tampoco son condición, ya sea porque los actores son profesionales, como en La defensa del dragón, o porque se combinan ambos tipos, con formación y sin formación, como ocurre en Gente de bien (Franco Lolli, 2014). El caso es que estos actores no profesionales y naturales hacen parte de una tradición que viene desde el realismo social y que se remonta al neorrealismo italiano y hasta el realismo socialista de los formalistas soviéticos. Su presencia suele dar una mayor autenticidad a los personajes y una filiación más directa con el universo representado. Por eso en Los nadie se entiende de forma tan contundente las ansias y pulsiones de esa generación que dibuja y a ese tipo de joven urbano que vive a Medellín con tanta voracidad como fastidio. Sin estos actores, su presencia, sus modos y su jerga, ese universo que recrea esta película, tan vívido como marginal, se habría visto artificial o menos eficaz en su representación. Igual ocurre con Porfirio, para ese hombre y ese actor atrapados en una silla de ruedas, la cotidianidad del uno es la del otro, y el esfuerzo para cada acción y sus gestos son los mismos para ambos, por lo que casi se pierde la posibilidad de identificar qué es real y qué puesta en escena.

 

La imagen-acción y la imagen-tiempo

El otro gran aspecto que determina al realismo cotidiano y que es la mayor ruptura con la narrativa clásica, es la desaparición, o cuando menos el debilitamiento, del conflicto central. El conflicto es la oposición de fuerzas o de voluntades en la narración. La tensión entre estas o el intento del protagonista por resolverlo es lo que desencadena las acciones, crea la intensidad dramática y hace avanzar la historia. Esto es la base del principio de causalidad, que representa la lógica suprema del clasicismo cinematográfico. Pero si el conflicto no existe o está en la periferia de la trama, si es centrífugo, como propone Carolina Urrutia, entonces cambia por completo la naturaleza del relato. La mayoría de las películas del cine aquí referido tienen esta característica de forma plena, como Señoritas (Lina Rodríguez, 2014), o parcialmente, como ocurre en la segunda película de esta misma directora, Mañana a esta hora (2017), en la que el conflicto fuerte aparece, pero muy avanzado el metraje.

En Señoritas el espectador es testigo de la vida cotidiana y social de su protagonista, sus hábitos domésticos, las frecuentes salidas de rumba o las conversaciones triviales con sus amigos. “Nada sucede” durante casi toda la película, o sea que no hay historia en su concepción clásica, porque en estos casos poco se puede hablar de un argumento. Es más un encadenamiento de situaciones, la vida sucediendo, además narrada sin tomar solo los picos dramáticos o argumentales, como lo hace habitualmente el cine. Y eso que en esta cinta siempre están pasando cosas, aunque sean banales, porque hay otras, como El vuelco del cangrejo, Porfirio o Cazando luciérnagas, que están colmadas de tiempos muertos, pues la ausencia de ese conflicto central o fuerte deviene en el privilegio de ese presente continuo del que habla Sandra Cuesta, desatendiendo la síntesis temporal propia de la narrativa clásica. Por eso Porfirio mira largamente el techo, así como el celador de las salinas y aquel hombre en La Barra pierden su vista en lo ancho del mar. Entonces la presencia de estos personajes en el relato pasa de la imagen – acción a la imagen – tiempo, porque no tienen un problema inminente qué resolver, de ahí que el discurrir de acontecimientos en el relato cede el paso a una suerte de lento transcurrir contemplativo.

De manera que la experiencia del espectador es, por fuerza, diferente. Ya la conexión no es con lo que les pasa o sienten estos personajes, sino con la forma como están percibiendo su entorno y cada momento, es a lo que Bettendorff y Pérez llaman realismo sinestésico. De acuerdo con esta idea, se puede sentir el bochorno en la casa de Porfirio, quien se mantiene en bermudas y sin camisa; o el aislamiento y soledad del celador en esas salinas; o el viento en la cara del otro hombre frente al mar. El cine se experimenta de una manera distinta, lo cual requiere otra disposición, más cerebral si se quiere, para captar el posible sentido de ese tipo de experiencia; o también sensorial, pero por la línea de la sinestesia, no de los estímulos inmediatos y constantes con que suele marcar sus ritmos la narrativa clásica con todos sus giros y golpes de efecto sonoros, visuales y de montaje.

Esta experiencia pasa necesariamente por la concepción visual y cinemática que se desprende de esta propuesta narrativa, donde la cámara fija, las tomas largas, la contemplación y el plano secuencia asumen la identidad estética de las películas. Esto quiere decir, por un lado, que el tempo que tiene esta narrativa es determinante para definirla, y por otro, que el espectador se debe ajustar a esta nueva temporalidad y asumir sus dinámicas. Así por ejemplo, debe estar dispuesto a experimentar y entender los extensos planos, la más de las veces fijos, de la mujer embarazada de Nacimiento solo yaciendo en medio del sopor de la ruidosa naturaleza que la rodea. Unos planos necesarios para establecer ese vínculo entre esa madre y su entorno lleno de vida. Igualmente, el plano secuencia es un recurso que alarga aún más la duración de las imágenes, incluso llegando a casos extremos, como cuando en Señoritas la cámara sigue durante casi ocho minutos a su protagonista mientras camina una noche por las calles vacías. Son ocho largos minutos, apenas viendo a una mujer de espaldas y escuchando su taconear, que definitivamente cambian los paradigmas de lo que puede ser el cine, o también, que hace cuestionar la relevancia o necesidad de tales decisiones estéticas y narrativas.

 

Lejos del personaje, cerca del espacio

Esta forma de narrar suele estar unida a una mirada a esos personajes y universos que también marca sus diferencias frente a los cánones hegemónicos. Es una mirada definida por una suerte de distanciamiento, un abordaje más objetivo que subjetivo de esas emociones y sentimientos que el relato pone en juego. Ese distanciamiento es pautado por la pasividad y estatismo de la cámara, así como por una marcada parquedad de los personajes. Películas como La Sirga y Sal (2018) de William Vega, o El vuelco del cangrejo y Nacimiento son protagonizadas por personajes abstraídos y de pocas palabras, a quienes la cámara casi que espía o persigue a distancia. Lo que piensan y sienten ellos no podría describirse con precisión. Se conocen sus circunstancias generales, así como algunas motivaciones básicas, pero toda esa filigrana o expresividad emocional que se puede captar en el otro cine no es posible aquí, al menos no de forma certera. Al espectador le toca suponer o tratar de conectarlos con los elementos insinuados por el entorno.

De este aspecto deviene otra de las características de esta narrativa, y es la naturaleza elusiva y sugerente del sentido o significado de la historia. No se trata del didactismo propio de la narrativa clásica, en la que al final queda clara la idea, el tema y la moraleja de las películas, en las que leer entre líneas es posible con cierta facilidad, solo conectando imágenes, ideas y elementos. A estas películas no les interesa tanto ser explícitas con su premisa: No se sabe a ciencia cierta de qué escapa o qué busca el hombre de El vuelco del cangrejo; tampoco lo que expresamente quiere decir Lina Rodríguez con su personaje de Señoritas, quien se parece en mucho a la protagonista de Segunda estrella a la derecha (Ruth Caudeli, 2019); así como esa cotidianidad de padre e hijo en Crónica del fin del mundo parece hablar de un malestar con la vida y el país, pero difícilmente habrá consenso en cuál pueda ser la mejor o más precisa lectura. En las películas con narrativa clásica sí suele haber consenso, pero en estas hay muchas posibilidades en sus posibles sentidos, así como diversos niveles de interpretación.

Un último y definitivo aspecto del realismo cotidiano es el protagonismo que gana el espacio como sujeto mismo del relato, elemento expresivo y que determina el significado de la historia. Y no se está hablando aquí en el sentido que se presenta en el cine de género, donde las películas que pertenecen al western, las court room movies o la ciencia ficción, por ejemplo, sus tramas y personajes son demarcados de antemano por el Viejo Oeste, los estrados judiciales o un planeta lejano, respectivamente. En este caso se trata de unos espacios y lugares que son casi abordados como una entidad por el relato, tanto en su conexión con los personajes como en su presencia y preeminencia ante la cámara.

De todos estos filmes en lo que mejor se puede ver esto es en Nacimiento, El vuelco del cangrejo, en los de William Vega y en los de Flores Prieto, Cazando luciérnagas y Ruido rosa (2014). En este último, un hotel de tercera y una inédita Barranquilla, nocturna y lluviosa, envuelven la historia de amor de sus protagonistas, dos viejos cuya apariencia está sintonizada con los desvencijados y raídos espacios que se roban el atractivo visual de la película. El contraste, entonces, se hace evidente: el distanciamiento del relato ante los personajes y su mutismo, frente a la rica estética de las paredes derruidas, las habitaciones atiborradas de objetos, el derroche de color y hasta el neón. Igualmente, Nacimiento es más la historia de un hábitat denso en vegetación que una improbable trama de quienes lo habitan, en El vuelco del cangrejo La Barra tiene un conflicto más fuerte y visible que ese supuesto protagonista que la recorre, La Sirga tiene el título del espacio mismo en que se desarrolla el relato, y en Cazando luciérnagas los escasos personajes siempre aparecen diminutos ante la vastedad de las salinas y el mar.

Una consideración final que se debe anotar en relación con el realismo cotidiano, es que en algunos casos surgió en reacción al realismo social, como ocurrió con el Nuevo Cine Argentino, que ya no quería contar más historias de la dictadura; pero también ese distanciamiento del que se habló antes, suele alejarlo del interés por asuntos políticos, ideológicos o contextuales. Estos tópicos no suelen caber dentro de estas historias intimistas y cotidianas o sus personajes ordinarios con conflictos periféricos. No obstante, en Colombia, por su conflictiva y problemática realidad, es más difícil abstraerse de ese contexto, por lo que en algunas de estas películas es posible encontrar la combinación de los dos tipos de realismo en una unión orgánica y elocuente. Eso que llaman amor (Carlos César Arbeláez, 2015) y X500 (Juan Andrés Arango, 2016), tienen en común esta combinación y el hecho de estar compuesta cada una por tres historias que se entrelazan en el relato.

En la película de Arango, la línea argumental que se desarrolla en Colombia tiene que ver con las bandas criminales al servicio del narcotráfico y las temidas casas de pique en Buenaventura, al tiempo que cuenta la historia de sus tres jóvenes personajes con algunas de las características del realismo cotidiano. En el caso de la película hecha en Medellín, sus historias están definidas por la marginalidad y la violencia, por lo que prima el tono del realismo social que es tradición en esta ciudad, pero parte del talante de su puesta en escena y concepción de los personajes están alineados con esa narrativa de la que se ocupa este texto.

Para terminar, hay que decir que este no es, por supuesto, el cine que más ve el público colombiano, todo lo contrario, al grueso del público, ese que está acostumbrado y disfruta de lo entretenidos e impactantes que pueden ser los recursos y esquemas de la narrativa clásica, le causa mucha dificultad, cuando no aversión, ver este tipo de películas aquí trabajadas. Es por eso que este cine está más cerca de los cinéfilos y del público de festivales, e indefectiblemente pertenece al territorio del cine de autor. Es por eso también que entre este puñado de filmes hay algunos de los mejores títulos que ha producido el cine nacional recientemente, así como unos tantos nombres de cineastas sobresalientes y aun prometedores, la mayoría de ellos jóvenes.

Osorio, Oswaldo (Compilador). Lecturas sobre la luz: Ensayos críticos sobre cine colombiano. Vásquez Editores, Medellín, 2021.

Clara, de Aseneth Suárez Ruiz

Dejar de morderse la lengua

Oswaldo Osorio

clara

Toda película es hija de su tiempo, tanto en su naturaleza creadora como en sus temas y posibilidades. Este filme se alinea con la actual tendencia del documental autorreferencial, con los cuestionamientos sobre la identidad de género y con el momento en la vida de la protagonista cuando ya no teme a que ciertas verdades sean reveladas. En este escenario y contexto propicios, la directora crea una obra intimista en su historia, reivindicadora en su tema de fondo y catártica para su personaje y la propia autora.

Recientemente, en el cine colombiano varias cineastas se han preguntado por sus madres, padres o abuelos y la relación con ellos: Carta a una sombra y The Smiling Lombana (Daniela Abad, 2015, 2018), Home: el país de la ilusión (Josephine Landertinger, 2015), Amazona (Clare Weiskopf, 2017), Después de Norma (Jorge Andrés Botero, 2019), Como el cielo después de llover (Mercedes Gaviria, 2020), Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), Las razones del lobo (Marta Hincapié Uribe, 2020).

Son tantas películas que se requirió un párrafo, pero era necesario mencionarlas para dar cuenta de esta fuerte tendencia discursiva a la que llega con su aporte Clara (2022). Coincide con las demás en esa inmersión en la historia familiar, en el carácter protagónico de la propia directora, en la revisión del pasado y la confrontación ante el lente y el micrófono de sentimientos y emociones que no se habían puesto de manifiesto o que se reviven para el relato, muchas veces con una incómoda cercanía para el espectador, que aquí hace de mirón con la anuencia de la cineasta.

Clara es la madre de Aseneth, la directora, quien, además, busca poder ser madre también. Por eso es una historia que se orienta hacia el pasado de la madre como el gran conflicto central, la relación entre ambas y la posible condición de madre de la propia autora. Son tres direcciones que se trenzan en un relato envolvente y cargado de interés, eso a pesar de ser una historia tan personal, tan privada.

A despecho del afiche, en el que se sugiere la vitalidad de una mujer mayor practicando un deporte, la de Clara parece una vida de amarga resignación a causa de la censura y casi represión a la que fue sometida por la sociedad y su propia familia, esto por una relación homosexual que sostuvo durante seis años. Por eso, lanzar jabalina a los casi setenta años y aceptar confrontar el pasado en el documental de su hija es una suerte de reinvención y saldada de cuentas con la vida para una mujer (que es muchas mujeres) que fue víctima del prejuicio moral y la cancelación social.

La directora, por su parte, está de principio a fin de la película en un protagonismo menos evidente en la imagen, pero más integral en su presencia: en la concepción del documental, la narración, la mirada, las preguntas y la subtrama de su ilusión de ser madre, la cual conecta emocionalmente con toda la historia que nos viene contando, una historia de evocación de su infancia, de reconstrucción de su madre y su familia, de reclamo por lo injusta que fue la vida con Clara y de hacer de su intimidad un relato universal al que por fin le llegó el momento de poder ser contado.

Hilo de retorno, de Erwin Goggel

La vigencia de un relato

Oswaldo Osorio

hilode

No es posible hablar de esta película sin referirse a Retratos en un mar de mentiras (Carlos Gaviria, 2010), pues se trata de una nueva versión que comparte un material base y propone algunos cambios, unos más sustanciales que otros. Aunque un espectador que no tenga fresco el recuerdo de la primera puede que crea estar viendo la misma película, lo cierto es que sí es evidente esa diferencia de miradas que hace más de una década llevó a la decisión entre director y productor de hacer cada uno su propia versión.

La historia de Gaviria da cuenta del viaje de dos primos desde Bogotá a un pueblo del Caribe, luego de la desmovilización de los paramilitares, para reclamar las tierras de las que su familia fue desplazada. La falacia de este proceso está en el centro de ambas versiones, pues lo más concreto de esta historia es su denuncia de esa violencia que permanece arraigada en los campos de Colombia luego de estos acuerdos, ocurrió entonces con los paramilitares y sucede ahora con las FARC.

Esta vez aparece Goggel como director, su película dice que está basada en un guion original de Carlos Gaviria y las diferencias más importantes que propone son dos: la primera, es el énfasis que hace en el punto de vista de la joven Marina (Paola Baldión) y le resta protagonismo a su primo Jairo (Julián Román). La consecuencia de esto es un significativo cambio de tono del relato, el cual resulta más serio e introspectivo, recalcado por las reflexiones en off de Marina, así como por la música, ahora de Santiago Lozano, más sosegada y evocadora.

La segunda, es un poco más espinosa, porque puede poner en cuestión el sesgo ideológico que cada director le quiso dar. En Hilo de retorno, en principio, se hace más evidente la relación de esta familia con la guerrilla, razón por la cual fueron asesinados y desplazados por los paramilitares. No obstante, en unas escenas adicionales del final, Marina, entre gritos, cuestiona esa relación. Pero, pasando por encima de matices, es posible pensar que violencia es violencia y que las víctimas siempre van a ser esas que están entre el fuego cruzado de los actores armados. Esa ha sido la historia de este país durante décadas y el cine nos lo recuerda constantemente.

Tal vez lo que le pesa más a esta versión es que, luego de once años en que el cine nacional ha incrementado el nivel en su factura, a estas imágenes se les nota el paso del tiempo. Pero de todas formas, se agradece la segunda oportunidad que tiene esta historia, la cual mantiene la fuerza y vigencia de las premisas que propone acerca de la violencia y el conflicto en Colombia, independientemente de los cambios entre la una y otra.

Entre la niebla, de Augusto Sandino

Una experiencia para sentir y pensar

Oswaldo Osorio

entrela

A pesar de los grandes problemas que tiene Colombia con la vulneración de su medio ambiente y sus ecosistemas, no hay un cine de ficción que hable de ello, y aunque documentales sí, no son tantos como debería. Bueno, pero decir que esta película es sobre ecología es reducirla a uno solo de sus tópicos, pero bien sirve como punto de partida o articulador de, más que una historia o narración, una experiencia cinematográfica cargada de sugerentes y provocadoras imágenes, simbolismo, poesía y un protagonista difícil de olvidar.

Aunque, en realidad, es una película con dos protagonistas, uno es F, este singular guardián y sobreviviente de esos parajes; y el otro, es el páramo de Sumapaz, con su particular paisaje y su espesa niebla. Es este espacio el que, sin duda, define mucho de esta obra, desde su concepción visual, pasando por la forma como interactúa F con ese paisaje, hasta los conflictos de fondo que cruzan dicho territorio.

Augusto Sandino, que ya había realizado Suave el aliento (2015), un relato compuesto por tres historias que respiran un pausado realismo cotidiano, le apuesta esta vez a explorar visual y sensorialmente ese espacio que tanto significado tiene en relación con la vida y las condiciones límite. Un paisaje de agua, frailejones y niebla que le dio la posibilidad de crear un universo que muta de lo fantástico a lo surreal y a lo poético.

La película crea allí una atmósfera en permanente transformación, donde puede ser de día o de noche, luminosa u opaca, etérea o trivial, misteriosa o anodina. Y en consecuencia con eso, es como si F asumiera distintas personalidades, por lo que es tal simbiosis y el diálogo material y sensorial entre ambos protagonistas, hombre y paisaje, lo que crea ese lenguaje con el que el filme nos habla, un lenguaje que no es el del relato ficcional, mucho menos el de la narrativa clásica, sino el de la performancia, el delirio, la extravagancia, la anomalía, el extrañamiento y el lirismo.

Se trata de una experiencia (y hay e insistir en que esa es su relación con el público) que juega con los extremos, pues al tiempo que puede plantear imágenes o situaciones transgresoras y hasta desagradables, como algunos momentos de F con su padre o ese cunnilingus con las frutas; también puede haber circunstancias angustiantes, como ocurre cuando la banda sonora ataca con sonidos de guerra; o pasajes que buscan transmitir lo sublime de ese ambiente de vida o la belleza del siempre inquieto velo blanco que se mueve entre el follaje y la montaña.

Por eso es una película que habla con esas imágenes y atmósferas, pero muy poco con diálogos, aunque eventualmente llega el texto a socorrer al sentido del filme de tanta sugerencia y abstracción, textos que se refieren más concretamente a las problemáticas de violencia y amenaza al medio ambiente que ha padecido aquel páramo, y lo pueden hacer tanto poética como reflexivamente. Porque la película hace posible ambos procesos, tanto el sentir como el pensar.

El cine colombiano en 2021

cinec2021

Oswaldo Osorio

El cine nacional paulatinamente se está recuperando de los efectos de la pandemia, pero aún falta. Muchas producciones se pospusieron en 2020 y eso, más la lenta reactivación de las salas de cine, trajo como consecuencia una disminución de los estrenos de títulos colombianos, que de casi medio centenar en 2019 pasaron a treinta en 2021.

Es verdad que la forzada virtualidad, tanto en plataformas como en festivales, abrió una alternativa que antes no era considerada de mucha importancia para poner a circular las distintas producciones, pero también es cierto que un director siempre va a preferir que su película se vea en salas, con todo el prestigio y las condiciones técnicas que esto implica.

Tal vez sea por esto que un tipo de cine, el documental, que históricamente ha sido más marginal en su participación de la cartelera, haya aprovechado para hacer mayor presencia en este año que acaba de pasar. Casi la mitad de estas treinta películas fueron documentales, entre los que se destacan dos tendencias, la primera, los que abordan y reflexionan sobre el conflicto armado: La forma del presente, de Manuel Correa; Pirotecnia, de Federico Atehortúa Arteaga; Amor rebelde, de Alejandro Bernal;  y Del otro lado, de Iván Guarnizo; y la segunda, los autorreferenciales, como Dopamina, de Natalia Imery Almario; Como el cielo después de llover, de Mercedes Gaviria;  y Las razones del lobo, de Marta Hincapié Uribe. También hay que destacar los títulos El segundo entierro de Alejandrino, de Raúl Soto; La casa de Mama Icha, de Óscar Molina; Suspensión, de Simón Uribe Martínez; y La venganza de Jairo, de Simón Hernández.

Por otro lado, dos películas colombianas dieron mucho de qué hablar y tuvieron una importante proyección internacional, sin embargo, no se puede pasar por alto el de hecho de que, justamente, ambas fueron dirigidas por extranjeros: El olvido que seremos, del español Fernando Trueba; y Memoria, dirigida por el tailandés Apichatpong Weerasethakul. Esto incluso nos lleva a cuestionar qué tan colombianas son, reviviendo una polémica llena de matices, en la que para muchos es suficiente con que parte del equipo de producción, el tema y el lugar de rodaje sean nacionales, pero para otros, lo define es la mirada y el tratamiento, lo cual está determinado en gran medida por el guionista y el director.

El cine de género también tuvo presencia, pero de una forma más tímida que lo habitual, empezando por la diminución de títulos en el renglón de las comedias populistas, con apenas tres películas: Lokillo en: Mi otra yo, de Julián Gaviria; FBI: feos, bobos e ingenuos, de Lorena Montoya y C. García; y El paseo 6, de Rodrigo Triana. Por otro lado, el thriller y el horror, como siempre, tampoco faltaron, pero igualmente en menor cantidad. Se pueden mencionar en esta línea a Llanto maldito, de Andrés Beltrán; Pueblo de Cenizas, de Jhon Salazar; y Lavaperros, de Carlos Moreno.

Hay que destacar, por supuesto, la ficción de autor, con títulos tan significativos como Tantas almas, de Nicolás Rincón Gille, un sensible y contundente retrato de la violencia paramilitar en el país; Los conductos, de Camilo Restrepo, con sus búsquedas y audacias estéticas y narrativas; y otros títulos como La noche de la bestia, de Mauricio Leiva Cock; Frío en la montaña, de Edison Gómez Amaya; y Kairós, de Nicolás Buenaventura.

La animación también tuvo en dos largometrajes unas propuestas sobresalientes, empezando por Relatos de reconciliación, de Carlos Santa y Rubén Monroy, un trabajo colaborativo en el que la imagen animada de gran diversidad y riqueza estética acompaña el testimonio de víctimas del conflicto; y Tundama, de Edison y Diego Yaya, que habla de las comunidades precolombinas y en la que se habla español y muisca.

Así mismo, desde hace poco más de una década, la producción del cortometraje es tanto o más rica que la del largo, aunque esto siempre es invisibilizado por las limitaciones de sus circuitos de exhibición, que en su gran mayoría son festivales de cine y, eventualmente, plataformas. Anualmente se hacen en el país alrededor de doscientos cortos y al menos una treintena son de gran calidad y llegan a circular internacionalmente. Por solo mencionar algunos que nos dejó este año: Todo es culpa de la sal, de María Cristina Pérez; Son of Sodom, de Theo Montoya; Yogura, de Federico Torrado Tobón; La cumbre, de Felipe Gómez López; S.O.S Hogar temporal, de Ángela Tobón; Adentro, de Jorge Forero; Nuestros hombres ausentes, de Julio Barrera; Aquí hay dragones, de Iria Gómez Concheiro; La herencia, de Camilo Escobar; Lucía, de Victoria Rivera; Los enemigos, de Ana Katalina Carmona.

Antes de la pandemia, el cine nacional estaba históricamente en su mejor momento, y a pesar de este retroceso, que esperamos sea transitorio, sigue dando indicios de buen nivel, de su diversidad y proyección internacional. Tal vez solo falta un mayor acompañamiento del público, pero ese siempre ha sido su punto débil, todavía más si se tiene en cuenta que en 2019 fueron setenta y tres millones a salas, pero en 2021 fueron poco menos de veintidós millones.

 

 

 

Entrevista a Henry Rincón, director de La ciudad de las fieras

El largometraje del antioqueño Henry Rincón hace parte de la Competencia Nacional del FICCALI 2021. Se estará proyectando en varios teatros con presencia del director.

 

“Esta película es un homenaje a los raperos, a los líderes sociales

y a todo aquel que ha muerto por manifestar su sentir”

-Henry Rincón-

 Por Jaír Villano

_HENRYRINCON - ana mayo

Tato y sus amigos solo quieren pasarla bien en las batallas de improvisación en las que les gusta participar. Pero la existencia en sí misma es una batalla: una implacable, una dura, una difícil de explicar. Sobre todo cuando las adversidades surgen por razones ajenas a la voluntad personal. La calle, el barrio, la comuna, la ciudad, y el país, como óbice. El lugar de nacimiento como superación, y no como oportunidad.

La ciudad de las fieras es un homenaje a los raperos de las comunas de Medellín, pero también es una crítica frontal a la ciudad y el país en el que la mayoría de los jóvenes de menos recursos nacen. Un retrato descarnado y sincero de lo que es ser menor para muchos en Colombia. Más aún: de los riesgos de hallar en el arte un método que expresa la impotencia y la frustración, ese sin sentido de la vida y el entorno que censura lo que para otros es libertad: letras, líricas, grafitis. La manifestación artística como abismo que conduce a la muerte.

Es también un homenaje a la soledad, ese estado al que las culturas modernas le huyen, dada la proliferación de positividad exigida por el régimen neoliberal. La soledad desde distintos matices: del huérfano, del abandonado, del amigo, del que no halla horizonte. Hablamos con el director de la película ganadora del Warnermedia Ibero-American Feature Film Award, en el Miami Film Festival.

La ciudad de las fieras genera incomodidad: nos habla de una realidad que parece manida, pero nunca superada, de un país y una ciudad de problemáticas interminables, del sin sentido de la juventud, de su incapacidad de hallar un horizonte, de la ausencia de futuro por razones ajenas a su voluntad. ¿Cuál es el efecto que busca Henry Rincón en el espectador de este largometraje?

Como bien lo dices, es una película que busca incomodar y cuestionar a la audiencia, porque es un cine que nos permite reconocernos y a partir de eso generar un diálogo alrededor de la violencia, la inequidad, la juventud sin un horizonte claro, por lo menos, esa juventud venida de las periferias, donde en ocasiones las oportunidades son escasas.

Mi búsqueda es el de confrontarnos como sociedad, porque al final, venimos viviendo una realidad que no es distante a lo que retrata la película. Porque precisamente esa mezcla de generaciones ha sido, para bien o para mal, una generación del pasado, que ven en los jóvenes contestatarios unos delincuentes, sin metas, sin sueños. Algo que dista mucho de lo que sucede en el pensar de los jóvenes que se cansaron del abuso, y acuden al arte, la música como medio para alejarse de la violencia. Lastimosamente, la violencia está enquistada en la sociedad colombiana. Acá se normalizó la muerte, y por eso es que muchos de los jóvenes no ven un futuro. Es una película creada para que al final surjan muchas preguntas, que inviten al diálogo y la reflexión.

¿Por qué el interés por el retrato juvenil crudo y descarnado?

Porque es una de las etapas de la vida donde se está a un paso de la vida o de la muerte. Por lo menos acá en Colombia, y algunos muchos otros países. Porque tenemos una cultura de violencia muy arraigada, que el joven sin recursos y sin oportunidades, va a querer hacer las cosas para su interés, sin medir las consecuencias.

Porque la adolescencia y la juventud son momentos de incertidumbre que vivimos todos o casi todos, de no saber cuál es nuestro lugar en el mundo. En mi caso, la historia responde muchas de las preguntas que hoy en día me planteo de lo que es ser joven en Colombia. De mi papel en ese momento de mi vida, de qué decisiones tomé para bien o para mal. Creo que ese universo de la juventud es un lugar aún sin entender del todo. Se vive en una constante exploración.

Es un largometraje ubicado en Medellín, pero lo que viven Tato y sus amigos les podría pasar a muchos jóvenes de cualquier ciudad latinoamericana. La literatura ha hecho diversos retratos generacionales sobre esto: desde Arlt (Argentina) hasta Ribeyro (Perú), desde Agustín (México) hasta Fonseca (Brasil). ¿Qué considera usted que les aporta el cine a estos tratamientos?

Creo que toda la literatura Latinoamérica y el cine se han nutrido conjuntamente. Mucho de lo que es el cine, es porque en los libros, en las novelas, en las crónicas se retrata un común denominador, que es esa juventud olvidada, casi como sombras. A lo largo de los años, los gobiernos de este lado del hemisferio han intentado cegar y silenciar la voz de la juventud. Algo que de unos años para acá ha cambiado.

Pero también la literatura y el cine han logrado una amalgama artística, que cambia al momento de leerse y luego verla. Justo cuando lo poético toma un nuevo sentido. En nuestro caso, tuvimos algunas referencias pictóricas y literarias, para retratar algunos momentos donde queríamos que la potencia la imagen comunicara el momento, sin ahogarnos en diálogos.

LACIUDADDELASFIERAS01

El rap y el hip-hop son un elemento fundamental, no solo porque a Tato le gusta enfrentarse en batallas de improvisación, también porque la película puede leerse como una representación de las circunstancias que atraviesan muchos de los artistas de este género musical. ¿Era esa la intención? ¿Un homenaje a los raperos?

Claramente era la intención. Parte de la película nace por mi interés o preocupación porque durante un tiempo algunos artistas del género hip hop acá en Medellín, o que hacían parte de la cultura eran amenazados, y en muchos casos asesinados, desaparecidos, porque se convirtieron en protagonistas de la denuncia social de sus barrios, de su ciudad y de su país.

En un país donde el hablar es sinónimo de violencia. En un país donde estos chicos han encontrado en las rimas, en los grafitis, en el baile, unas armas increíbles para arrebatarle jóvenes a la violencia, y por el contrario acercarlos al arte.

Incluso hoy en día se sigue repitiendo esa premisa con la que inicié el viaje creativo de La Ciudad de las Fieras, ya que hace pocas semanas cuatro chicos fueron asesinados en el parque de San Rafael, Antioquia, momento en el que improvisaban y veían en este espacio un camino para encontrarse y generar conciencia.

Esta película es un homenaje a los raperos, a los líderes sociales y a todo aquél que ha muerto por manifestar su sentir, y mucho más importante, porque querer un lugar donde todos quepamos.

Hay algo que me llama poderosamente la atención: la película se llama La ciudad de las fieras, pero hay un contraste interesante en las formas de representar la soledad: la de Tato, un chico de la urbe, y su abuelo, que habita en el campo y trabaja con flores…

La soledad adopta un significado diferente de acuerdo al contexto, y en la película quería explorar esa soledad, cuando uno mismo no se haya, pero también la soledad del espacio, del amor, del no encontrar su lugar en el mundo.

Siempre la soledad será un tema que uno puedo explorar y ahondar en descubrir cómo todos reaccionamos a él. En la película busqué como llegar a la soledad, cuando todo lo que te rodea ya no es. La soledad en el campo. La soledad en la ciudad. La soledad cuando se está acompañado, pero también la soledad por decisión. Al final, siempre la soledad será ese momento donde el silencio llega para incomodarnos, pero también para traernos la calma y el reencuentro consigo mismo. Es por eso que desarrollo esta soledad en nuestros personajes, donde en cada uno de esos momentos, piensan en que no tienen el control de nada. Sus vidas están a la deriva de la situación social del barrio, pero también a la partida de un ser querido; también a la soledad por decisión, y también sujetos a los que la muerte les llega sin aviso alguno.

¿Qué pasaría en ese momento? ¿Cómo lo asumiría?, quizás por eso el final que se ve en la película es uno de los cinco finales que encontramos durante el proceso de montaje; precisamente porque intentábamos responder qué sensación dejarle al espectador. Y claro está, la soledad hizo parte de esos posibles finales.

Usted conoció a Bryan Córdoba -mejor conocido por su nombre artístico como Elepz- en una batalla de freestyle, cuéntenos cómo fue el proceso de trabajo con alguien que hasta antes de eso nunca había actuado.

Lo desconocido siempre trae incertidumbre, un sin fin de sensaciones y un bombardeo de emociones. Esto precisamente fue mi sensación al conocer y trabajar con Elepz. Un joven que no estaba muy distante de la ficción que planteaba el guion. Un joven con una verdad en su sentir y en su vida. Un personaje cargado de matices, que iban de la ira a la calma, de lo explosivo a lo silencioso.  Ahí es donde uno se convierte un poco, en ese amigo, que aconsejaba, guiaba y también invitaba a equivocarse, para entender, corregir y hacerlo cada día mejor.

Cada día de trabajo era un aprendizaje conjunto, porque nunca quise enseñarles a actuar. Nuestro proceso simplemente fue que aprendieran a conocer su cuerpo, y en especial Elepz, cuando fue entendiendo esto de manera consciente, fue organizando su estilo de vida para lo que en ese momento quería alcanzar como rapero.

Al final Elepz siempre tuvo un grado de disciplina admirable, entendiendo el entorno y el contexto de dónde provenía. Todo era una sorpresa. Cada ensayo, cada día de rodaje era un choque con el desconocimiento, porque nunca tuvo el guion, y nunca le conté de dónde a dónde iba la historia. Simplemente le dije a él y el resto de los actores no formados, que me tomaran de la mano, que creyeran en mí, para embarcarnos y divertimos contando una historia que tiene muchos matices personales.

Muchos momentos de la película, son grandes momentos de verdad, que más que ser improvisaciones genuinas de Bryan, eran un grito de credibilidad y de compenetración con la historia y su entorno.

En este enlace encuentra toda la programación del Festival Internacional de Cine de Cali: https://ficcali.online/programacion/ 

 

Amor rebelde, de Alejandro Bernal

Una nueva vida en un obtuso país

Oswaldo Osorio

amorrebelde

El amor siempre está poniendo pruebas, pero unas son las de tiempos de guerra y otras las de tiempos de paz. A Cristian y Yimarly, una pareja de desmovilizados de las FARC, le ha tocado vivir y superar las unas y las otras. Esta película da cuenta de ello, y lo hace con cierto sentido dramático, como deberían contarse la mayoría de las historias de amor.

Este documental llega a sumarse a muchos otros que se han hecho sobre el conflicto y el posconflicto en Colombia y que no habrían sido posibles de no ser por la firma del acuerdo de paz con las FARC en noviembre de 2016: La mujer de los siete nombres (Daniela Castro y Nicolás Ordóñez, 2018), La niebla de la paz (Joel Stangle, 2020) y Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), son solo algunas y por solo mencionar los más elocuentes; estos son documentales que, junto con el de Bernal, hacen evidente la inhumanidad del conflicto colombiano, las esperanzas depositadas en la desmovilización y las dificultades de una paz que han querido hacer trizas.

Porque cuando películas como estas revelan el contraste entre la paz y la guerra en unas zonas y unas personas que antes no habían conocido otra cosa distinta al conflicto, resulta mucho más absurdo e indignante que haya quienes estén en contra de los diálogos, que no son solo los políticos de derecha, sino todos esos ciudadanos, la mayoría citadinos que nunca tuvieron contacto con la guerra, que votaron en contra del tratado en ese infausto referendo.

Entonces, ver vidas reconstruidas como las de esta pareja, dan una esperanza de que las condiciones de este país pueden mejorar. Porque ese viaje que hacen ellos y su relación durante este relato, no es otra cosa que la materialización de una oportunidad que antes no tenían y que se las dio el tratado. De ahí que lo que más sorprende de este documental es su capacidad para retratar, en cuatro años que duró su rodaje, la transformación de Cristian y Yimarly. Ambos, peros sobre todo ella, empezaron siendo unos jóvenes vivaces e ingenuos en relación con ese mundo exterior (el de la paz), pasaron por el entusiasmo del nuevo hogar y de llevar su relación con mayor libertad, hasta terminar como una pareja de adultos conformando una familia y asumiendo nuevas responsabilidades.

Con algunos gestos propios del periodismo, en especial en las entrevistas iniciales en el campamento guerrillero, pero luego con la tozudez y paciencia que requiere todo documental que busca dar cuenta de un complejo proceso y de una historia de largo aliento, su director construye su relato jugando con la administración de la información y con los puntos de vista para enfatizar esos picos dramáticos connaturales a toda historia de amor y a este difícil camino de la reinserción a la sociedad civil.

La guerra, la paz, el amor y el país en que vivimos. Se me ocurren pocos conjuntos de temas tan atractivos como estos para que al público nacional le interese una película. Aun así, sabemos que hay muchos colombianos a los que no les interesa el cine nacional, y menos el documental, eso lo puedo entender, pero que tampoco les interese la paz del país, eso sigue desafiando mi razón y cualquier tipo de humanismo.

La noche de la bestia, de Mauricio Leiva-Cock

…y el día más importante de nuestras vidas

Oswaldo Osorio

nochebestia

La pasión por la música y la amistad pueden ser lo único que salve la vida en los aciagos momentos de la adolescencia. Esos dos elementos son los ejes centrales de esta historia que relata aquel día en que Iron Maiden dio un concierto en Bogotá y dos jóvenes hicieron todo lo posible por estar en él. De esto resulta una película desenfadada y entrañable, llena de detalles que logran construir un universo donde la amistad, la familia, la ciudad y la música son protagonistas.

No se trata de una historia con temas habituales en el cine colombiano ni tampoco de un relato convencional. Son pocas las películas nacionales que hablan desde el punto de vista de los jóvenes, y menos cuando lo hacen desde su cotidianidad, tal vez un poco intrascendente y aburrida. Pero al centrar la mirada en ese día tan especial para ellos y en la intimidad de sus relaciones, hace que su historia cobre importancia, tanto dramática como en su capacidad de ser representativa de su generación.

En cuanto al relato, se trata del esquema de la aventura de un día, donde en principio todo gira en torno a su pasión por el metal y a ese objetivo supremo de estar en el concierto de “la mejor banda del mundo”. Por eso, gran parte de las acciones se resumen a un deambular por la ciudad mientras llega el momento tan esperado. De ahí que no haya una trama clásica y lo que capta la atención es la serie de episodios que viven los dos jóvenes ese día, y los hay de todo tipo: divertidos, dramáticos, reflexivos, conflictivos, patéticos y emotivos.

Aunque casi todo lo que dicen es metal por aquí y Maiden por allá, en medio se filtran constantemente los matices y contrastes de su amistad, así como la forma como lidian con sus problemas familiares y las carencias y ansiedades que se desprenden de ellos. Ya sea una madre melancólica y rezandera o un padre alcohólico, ellos tratan de lidiar con esto de distintas formas, tienen su música y el uno al otro, incluso hasta una suerte de padre sustituto para ambos, ese viejo metalero que siempre cuenta la misma historia.

Si bien la pareja de jóvenes siempre está en primer plano, en el segundo no faltan la ciudad de Bogotá, con toda la vistosidad de su arte urbano, que hace de coro griego visual junto con esos gráficos que constantemente rayan la pantalla; y también, por supuesto, está el metal, el de Iron Maiden, necesariamente, pero igualmente el de bandas colombianas como La Pestilencia, Agony, Masacre, Vein y Darkness. Ese permanente contrapunto visual y sonoro enriquecen tremendamente la película y le dan una identidad propia. Hay que resaltar también el uso de las imágenes de archivo que hacen alusión a aquel célebre concierto de 2008, con ellas se logra darle brío y legitimidad al relato.

Salvo por algunos pasajes en que la puesta en escena no es tan orgánica ni verosímil (como la atrapada del ladrón afuera del concierto o cuando los arresta la policía), en general la película sabe construir un universo con la fuerza y el carisma de un relato generacional, un relato divertido y con un encanto cómplice hacia estos queridos muchachos y su odisea de un día.