Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

De amores esquivos

Oswaldo Osorio

licorice

Unir relatos de juventud con su contextualización en épocas pasadas es una certera garantía de evocadora y entrañable nostalgia… aunque sea nostalgia ajena. Uno de los mejores directores (para muchos el mejor) de las últimas décadas en Estados Unidos, Paul Thomas Anderson, crea con esos elementos su película más cálida y desenfadada, por no decir la más ligera. Para bien o para mal, hace un coctel (o una pizza) con una base sólida pero aderezada con heterogéneos componentes que pueden o no funcionar.

Corre el año de 1973 y Gary, un aventado y emprendedor quinceañero, conoce a Alana, una joven diez años mayor que él, y se crea entre ellos una conexión con los altibajos propios de la amistad, la juventud, la diferencia de edad y el amor no correspondido. La película no propone un argumento convencional, sino que la historia es más bien la aventura de esta relación, dispersa en una serie de actividades que desarrollan los protagonistas.

Para ella es una historia de amistad, mientras que para él es una historia de amor, y entre tanto concilian esta diferencia pasan el tiempo juntos, sobre todo, tratando de hacer dinero. Por eso es que este doble componente, el afectivo y el vocacional, puede definir la percepción que se tenga de ellos y de la película.

En el primer caso, su elusiva y agitada relación es, sin duda, la premisa que más le importa a su guionista y director. Su empeño para desarrollarla comienza con la elección de una pareja de actores cuyo aspecto y actitud forjan ese gran carisma que tiene su relación, la cual se manifiesta en el permanente juego de seducción oculto siempre tras un insostenible desinterés, la tensión romántica alternada con desprecio, los celos encubiertos, el gozo de pasar el tiempo uno al lado de la otra y la convicción –de él, de ella y de los mismos espectadores– de que terminar juntos parece inevitable.

Por otro lado, hay algo de repelente en esta pareja, no solo por lo odiosos que pueden ser tanto entre ellos mismos como con quienes los rodean, sino que, de fondo, lo que siempre los mueve es el interés propio y la constante búsqueda del beneficio material. Él permanentemente está buscando crear empresa, aun por medios poco éticos; mientras que ella, básicamente, es una arribista, lo dice agritos claramente en una línea de diálogo, eso a pesar de su –no muy convincente– conciencia política del final.

Por último, aunque no es necesario que una película tenga un argumento, sino que puede estar compuesta por una sucesión de situaciones, como ocurre en esta, resulta más difícil lograr una cohesión entre todo el material. Sucede en este caso, pues parece que se alarga innecesariamente y hasta le sobran secuencias enteras (como toda la de Bradley Cooper), eso sin contar los momentos o giros gratuitos y hasta inverosímiles, como el arresto de Gary o la escena del camión en reversa.

Entonces, a pesar de no ser una obra redonda y contundente como otras de su filmografía (Boogie Nights, Magnolia, Punch-Drunk Love, Petróleo sangriento) Paul Thomas Anderson nos entrega una pieza con un especial magnetismo en sus imágenes, sus personajes y en esa esquiva historia de amor que termina por definir todo el relato. Es una película juguetona, con humor inteligente, más adolescente que adulta y, en definitiva, entrañable.

 

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