La estrategia del mero, de Edgar de Luque Jácome

Priscila y el mar

Oswaldo Osorio

En el cine de la costa Caribe colombiana se pueden identificar algunas constantes como, en principio, claro, su relación con el mar, no solo como paisaje privilegiado y fotogénico sino como un espíritu natural con el que conviven sus habitantes y que los condiciona; una cultura machista que define muchas de sus historias y que se hace más recalcitrante lejos de las ciudades; y una suerte de poética que a veces surge aun en medio de las realidades más aciagas. Esta película comparte estas constantes e, incluso, hace de ellas la esencia de un relato que sabe decir con claridad y contundencia lo que se propone.

En una isla vive un solitario pescador, uno de los últimos en ser capaces de sumergirse a pulmón hasta las profundidades donde se encuentra el mero, pero su paz y rutina se rompen cuando llega, luego de muchos años de no verlo, su hijo Samuel, ahora convertido en Priscila. El conflicto está servido y se acrecienta con la actitud hostil del pescador y su desprecio por lo que ahora es su hijo. Así que se apodera del relato una pesada atmósfera cargada de beligerancia, que se tensa al punto de violenta ruptura con cada contacto entre padre e hija.

El relato decide desde el principio su punto de vista, que es el de Priscila, con lo cual se pone en evidencia no solo el rechazo y los prejuicios de que es objeto, tanto por parte de su padre como del grupo de pescadores que eventualmente van a la isla, sino también de la difícil vida que ella ha llevado por su condición de mujer transgénero, una vida que solo conocemos en fuera de campo y que está marcada por duras pruebas como la muerte de su madre o por escabrosos sucesos como las marcas en sus brazos o el asesinato de un policía.

Con todo esto vemos a un personaje bien dimensionado, víctima de su condición y de sus circunstancias, un personaje que no puede ocultar su tristeza y frustración, pero que también es dueño de un cierto gesto de altivez y resiliencia que no lo deja hundirse por completo. No se puede decir lo mismo del padre, quien, siendo consecuente con su naturaleza, tiene una visión del mundo y una actitud más básicas, aunque no está exento de la posibilidad de transformarse. Por otro lado, está ese pescador que hace, literalmente, de villano de la historia. Él tal vez resulta la nota más baja de la película, por su esquematismo y porque parece más producto de los afanes del guion para crear una intensidad y nos giros que el relato no necesariamente requería. No obstante, no se puede negar que funciona para enriquecer los cuestionamientos que la película hace sobre este choque de mundos.

Hacia el final, tal vez resulta un poco predecible, en tanto es apenas lógica la transformación de la relación entre sus dos protagonistas, sin embargo, no es tampoco complaciente, porque el futuro de Priscila sigue siendo azaroso, por eso funciona tan bien su final, entre entrañable y poético, con ese viaje a la infancia y hacia el fondo del mar, dos lugares donde todo es puro y verdadero, donde es posible evadir, al menos momentáneamente, los prejuicios e inequidades de la vida.

Estancia, de Andrés Carmona Rivera

De puertas para adentro

Oswaldo Osorio

Una casa está definida por quienes la habitan. Muchas veces no importa su historia o el lugar donde está situada. Este documental se decantó por lo primero y desatendió lo demás. Y es que una casa patrimonial, que está ubicada en el más importante parque del centro de Medellín, bien pudo conducir a cualquiera a dejarse seducir por su pasado, su arquitectura, su restauración y su entorno, pero Andrés Carmona eligió dirigir su paciente mirada a ese grupo de hombres mayores que viven en ella, creando así un relato que despliega un universo íntimo, oculto y revelador.

Si elegir como su principal interés a los personajes, antes que al lugar, fue la primera decisión inteligente, la segunda fue privilegiar una mirada respetuosa y contemplativa, tanto del interior de la casa como de sus habitantes. La cámara muchas veces parece emplazada como un mueble más, a la espera de que un espacio vacío sea ocupado o transitado. Entre tanto, el encuadre, la luz y el aura añeja de la casa incitan al espectador a pensar en lo ya sugerido, en ese tempo distinto en el que se mueven esas vidas y ese lugar. Es un devenir diferenciado por los días sin afanes, incluso sin ocupación, así como por el peso del tiempo en la gastada madera y en esos rostros marcados por los años.

La humanidad y recuerdos de cada uno de estos viejos que forman el coro protagónico se va develando paulatinamente, por lo que el relato resulta un viaje al pasado, a distintos pasados, con unos denominadores comunes, intensos y problemáticos, como su homosexualidad, su juventud vivida con ímpetu y la ciudad conservadora y mojigata que habitaban, la cual los restringió y reprimió.

Sin ningún atisbo de sensacionalismo, el documental testimonia unas vidas que pudieron ser adversas y turbulentas, pero también vivaces y con un gesto de resistencia al no renunciar a sus creencias e identidad, ya sea el más libertino de ellos o aquel casi místico imbuido en su ordenada rutina. De igual forma, la historia de amor entre tres de ellos se asume con naturalidad, porque en aquella casa no hay nada prohibido ni nadie se escandaliza por nada. El abundante consumo de licor, las anécdotas escabrosas, el lenguaje sucio o procaz y hasta la misma muerte están normalizadas en un entorno que ya es seguro y que moldeó sus propias reglas.

Se trata de un trabajo cuidado y amoroso con estos personajes y con su singular vida doméstica, un documental con una mirada sensible que supo entender las circunstancias de la vejez y otros tipos de masculinidades, una película serena en su trasegar y que fue capaz de encontrar en un mismo lugar el amor, la frustración, la risa, el abandono, la nostalgia y la hasta paz interior.