Amparo, de Simón Mesa Soto

Una mujer en un mundo de hombres

Oswaldo Osorio

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Esta película también se pudo haber titulado Madre, como el anterior corto de este cineasta que dirige con esta su ópera prima. La razón es porque la primera idea, sentimiento e historia en las que parece centrase Amparo gira en torno a la figura de una madre. No obstante, entre la aparente simpleza de su trama y el posible distanciamiento de su dramaturgia, hay otros aspectos de gran fuerza y serias connotaciones de contexto.

La trama y el conflicto central se resumen en la pequeña pero difícil odisea de Amparo por conseguir el dinero que evitará que a su hijo se lo lleven para el ejército. Es un planteamiento sencillo, pero inmenso para las posibilidades de una madre soltera y asalariada que lo “único que tiene en la vida son sus hijos”. En su concentrada y casi obsesa forma del relato y la cámara de seguir y mirar fijamente a esta mujer, de forma sutil pero contundente, van apareciendo toda una serie de capas, temas y problemáticas que exigen la lectura atenta del espectador.

Las llamadas “batidas” a finales de los años noventa en Medellín (como en toda Colombia) dan cuenta de esa práctica de un país en guerra de buscar su carne de cañón en los más jóvenes y de las clases bajas, una misma lógica que solo prefiguraba lo que apenas unos años después sería la nefasta directriz de los fasos positivos. De ahí a exponer la corrupción de un ejército que tiene en la guerra su oxígeno vital, solo hay de por medio algunas escenas y los rostros burlones o impenetrables de algunos militares.

Pero más allá de una condición económica adversa, una sociedad que poca compasión tiene para con su condición de madre soltera y una institucionalidad que impone su degradación ética, lo que parece más sistemático en la vida de Amparo es su lucha y resistencia contra un mundo dominado por hombres, con todo lo impositivo y depredador que pueda ser, más aún unas décadas atrás. Este mundo de hombres solo se ve en los ojos y los gestos de una Amparo que recibe una tras otra pruebas de abuso y desdeño por parte de ellos, pues resulta evidente la decisión estética, con toda su carga de sentido, de que la cámara casi siempre se quede con su rostro y deje a todos esos hombres fuera de campo.

Claro, esta decisión también hace más evidente otro gesto formal que se pone de manifiesto en la puesta en escena y en la actuación de la protagonista, y es el mencionado distanciamiento dramático, una especie de sequedad emocional y mutismo que desemboca en una suerte de desdramatización, la cual tiene en su escena final un culmen que hace incluso cuestionar la lógica de la situación, pues puede resultar extraña la (no)reacción de esa madre. Por eso es una película para la que hay que sintonizarse con el código que propone, que es la de un realismo más cerebral y formalista, que difiere en mucho de aquel propio del realismo social o del de un director como Víctor Gaviria.

Una película como esta hay que celebrarla, de un lado, porque confirma la promesa y trayectoria de un director que tiene una visión personal y algo qué decir; y también porque es de esas propuestas que, a partir de una trama simple y eficaz, sugiere otra serie aspectos que potencian su fuerza y sentido.

Dos documentales colombianos:

Cicatrices en la tierra y Entre fuego y agua

Oswaldo Osorio

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Nunca se habían estrenado tantos documentales colombianos en la cartelera como en los últimos años. Lo que antes era un imposible, pasó a eventuales excepciones, hasta ahora que puede llegar a ser un tercio de los estrenos nacionales. Es así como, con una semana de diferencia, llegaron a salas (alternas, por supuesto) Cicatrices en la tierra, de Gustavo Fernández, y Entre fuego y agua, de Viviana Gómez Echeverry y Anton Wenzel, películas que, muy concentradas en sus personajes, revelan de distinta forma una Colombia profunda, con sus conflictos y diferencias.

Cicatrices en la tierra acompaña a cuatro excombatientes de las Farc durante cuatro años luego del acuerdo de paz. Es un concienzudo trabajo que busca entender lo que ha sido una de las más importantes transiciones en la historia de nuestro país, encarnada en tres hombres y una mujer. Para ello los mira de cerca y se gana su confianza, mientras los recuerdos, las historias y las emociones van surgiendo y quedando registradas con naturalidad por la cámara. Por eso el espectador termina atrapado entre el sentir y la vivencia individual y un contexto que de alguna manera también lo afecta.

De ahí que este documental sea tanto una radiografía de emociones humanas como de un proceso lleno de esperanzas y adversidades. De los testimonios y la nueva cotidianidad de estos excombatientes, entre líneas, se puede leer una necesaria convicción de lo que hacían, la ilusión de una vida mejor y cierta frustración por un futuro incumplido. Por eso, una de las virtudes del documental es la gran diversidad de aspectos y matices que propone, porque este no es un relato de absolutos ni de claridades históricas o ideológicas, es la compleja red de razones y sin razones que se conjugan en un proceso que es lo que no debió haber sido.

Por otra parte, Entre fuego y agua tiene siempre en el centro de su narración a Camilo, un joven afro que es el hijo adoptivo de un apareja de indígenas quillasinga. En esta descripción, en la que convergen dos etnias y culturas, ya está planteado el gran conflicto de la película, que empieza, al menos en el relato, con el deseo de Camilo por encontrar a su madre biológica. Pero ese conflicto, nos damos cuenta paulatinamente, existe desde su infancia, y el trabajo del documental es darnos a conocer todas las connotaciones de esta desazón y búsqueda de identidad en que anda siempre inmerso su protagonista.

Pero además de Camilo, el documental se asegura de darle protagonismo también a la cultura y normas de esta comunidad indígena y a la laguna de La Cocha, pues tanto ese entorno humano como el geográfico son siempre el contrapunto al malestar de este joven, y ese contrapunto es el que le da vida a un relato que trasciende el mero problema de identidad de este joven y sabe explorar con sutileza otros temas, como la cosmogonía indígena, las relaciones familiares, la problemática territorial, los prejuicios o la connatural necesidad de conocer qué nos define y a dónde pertenecemos.

Clara, de Aseneth Suárez Ruiz

Dejar de morderse la lengua

Oswaldo Osorio

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Toda película es hija de su tiempo, tanto en su naturaleza creadora como en sus temas y posibilidades. Este filme se alinea con la actual tendencia del documental autorreferencial, con los cuestionamientos sobre la identidad de género y con el momento en la vida de la protagonista cuando ya no teme a que ciertas verdades sean reveladas. En este escenario y contexto propicios, la directora crea una obra intimista en su historia, reivindicadora en su tema de fondo y catártica para su personaje y la propia autora.

Recientemente, en el cine colombiano varias cineastas se han preguntado por sus madres, padres o abuelos y la relación con ellos: Carta a una sombra y The Smiling Lombana (Daniela Abad, 2015, 2018), Home: el país de la ilusión (Josephine Landertinger, 2015), Amazona (Clare Weiskopf, 2017), Después de Norma (Jorge Andrés Botero, 2019), Como el cielo después de llover (Mercedes Gaviria, 2020), Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), Las razones del lobo (Marta Hincapié Uribe, 2020).

Son tantas películas que se requirió un párrafo, pero era necesario mencionarlas para dar cuenta de esta fuerte tendencia discursiva a la que llega con su aporte Clara (2022). Coincide con las demás en esa inmersión en la historia familiar, en el carácter protagónico de la propia directora, en la revisión del pasado y la confrontación ante el lente y el micrófono de sentimientos y emociones que no se habían puesto de manifiesto o que se reviven para el relato, muchas veces con una incómoda cercanía para el espectador, que aquí hace de mirón con la anuencia de la cineasta.

Clara es la madre de Aseneth, la directora, quien, además, busca poder ser madre también. Por eso es una historia que se orienta hacia el pasado de la madre como el gran conflicto central, la relación entre ambas y la posible condición de madre de la propia autora. Son tres direcciones que se trenzan en un relato envolvente y cargado de interés, eso a pesar de ser una historia tan personal, tan privada.

A despecho del afiche, en el que se sugiere la vitalidad de una mujer mayor practicando un deporte, la de Clara parece una vida de amarga resignación a causa de la censura y casi represión a la que fue sometida por la sociedad y su propia familia, esto por una relación homosexual que sostuvo durante seis años. Por eso, lanzar jabalina a los casi setenta años y aceptar confrontar el pasado en el documental de su hija es una suerte de reinvención y saldada de cuentas con la vida para una mujer (que es muchas mujeres) que fue víctima del prejuicio moral y la cancelación social.

La directora, por su parte, está de principio a fin de la película en un protagonismo menos evidente en la imagen, pero más integral en su presencia: en la concepción del documental, la narración, la mirada, las preguntas y la subtrama de su ilusión de ser madre, la cual conecta emocionalmente con toda la historia que nos viene contando, una historia de evocación de su infancia, de reconstrucción de su madre y su familia, de reclamo por lo injusta que fue la vida con Clara y de hacer de su intimidad un relato universal al que por fin le llegó el momento de poder ser contado.

Entre la niebla, de Augusto Sandino

Una experiencia para sentir y pensar

Oswaldo Osorio

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A pesar de los grandes problemas que tiene Colombia con la vulneración de su medio ambiente y sus ecosistemas, no hay un cine de ficción que hable de ello, y aunque documentales sí, no son tantos como debería. Bueno, pero decir que esta película es sobre ecología es reducirla a uno solo de sus tópicos, pero bien sirve como punto de partida o articulador de, más que una historia o narración, una experiencia cinematográfica cargada de sugerentes y provocadoras imágenes, simbolismo, poesía y un protagonista difícil de olvidar.

Aunque, en realidad, es una película con dos protagonistas, uno es F, este singular guardián y sobreviviente de esos parajes; y el otro, es el páramo de Sumapaz, con su particular paisaje y su espesa niebla. Es este espacio el que, sin duda, define mucho de esta obra, desde su concepción visual, pasando por la forma como interactúa F con ese paisaje, hasta los conflictos de fondo que cruzan dicho territorio.

Augusto Sandino, que ya había realizado Suave el aliento (2015), un relato compuesto por tres historias que respiran un pausado realismo cotidiano, le apuesta esta vez a explorar visual y sensorialmente ese espacio que tanto significado tiene en relación con la vida y las condiciones límite. Un paisaje de agua, frailejones y niebla que le dio la posibilidad de crear un universo que muta de lo fantástico a lo surreal y a lo poético.

La película crea allí una atmósfera en permanente transformación, donde puede ser de día o de noche, luminosa u opaca, etérea o trivial, misteriosa o anodina. Y en consecuencia con eso, es como si F asumiera distintas personalidades, por lo que es tal simbiosis y el diálogo material y sensorial entre ambos protagonistas, hombre y paisaje, lo que crea ese lenguaje con el que el filme nos habla, un lenguaje que no es el del relato ficcional, mucho menos el de la narrativa clásica, sino el de la performancia, el delirio, la extravagancia, la anomalía, el extrañamiento y el lirismo.

Se trata de una experiencia (y hay e insistir en que esa es su relación con el público) que juega con los extremos, pues al tiempo que puede plantear imágenes o situaciones transgresoras y hasta desagradables, como algunos momentos de F con su padre o ese cunnilingus con las frutas; también puede haber circunstancias angustiantes, como ocurre cuando la banda sonora ataca con sonidos de guerra; o pasajes que buscan transmitir lo sublime de ese ambiente de vida o la belleza del siempre inquieto velo blanco que se mueve entre el follaje y la montaña.

Por eso es una película que habla con esas imágenes y atmósferas, pero muy poco con diálogos, aunque eventualmente llega el texto a socorrer al sentido del filme de tanta sugerencia y abstracción, textos que se refieren más concretamente a las problemáticas de violencia y amenaza al medio ambiente que ha padecido aquel páramo, y lo pueden hacer tanto poética como reflexivamente. Porque la película hace posible ambos procesos, tanto el sentir como el pensar.

Entrevista a Henry Rincón, director de La ciudad de las fieras

El largometraje del antioqueño Henry Rincón hace parte de la Competencia Nacional del FICCALI 2021. Se estará proyectando en varios teatros con presencia del director.

 

“Esta película es un homenaje a los raperos, a los líderes sociales

y a todo aquel que ha muerto por manifestar su sentir”

-Henry Rincón-

 Por Jaír Villano

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Tato y sus amigos solo quieren pasarla bien en las batallas de improvisación en las que les gusta participar. Pero la existencia en sí misma es una batalla: una implacable, una dura, una difícil de explicar. Sobre todo cuando las adversidades surgen por razones ajenas a la voluntad personal. La calle, el barrio, la comuna, la ciudad, y el país, como óbice. El lugar de nacimiento como superación, y no como oportunidad.

La ciudad de las fieras es un homenaje a los raperos de las comunas de Medellín, pero también es una crítica frontal a la ciudad y el país en el que la mayoría de los jóvenes de menos recursos nacen. Un retrato descarnado y sincero de lo que es ser menor para muchos en Colombia. Más aún: de los riesgos de hallar en el arte un método que expresa la impotencia y la frustración, ese sin sentido de la vida y el entorno que censura lo que para otros es libertad: letras, líricas, grafitis. La manifestación artística como abismo que conduce a la muerte.

Es también un homenaje a la soledad, ese estado al que las culturas modernas le huyen, dada la proliferación de positividad exigida por el régimen neoliberal. La soledad desde distintos matices: del huérfano, del abandonado, del amigo, del que no halla horizonte. Hablamos con el director de la película ganadora del Warnermedia Ibero-American Feature Film Award, en el Miami Film Festival.

La ciudad de las fieras genera incomodidad: nos habla de una realidad que parece manida, pero nunca superada, de un país y una ciudad de problemáticas interminables, del sin sentido de la juventud, de su incapacidad de hallar un horizonte, de la ausencia de futuro por razones ajenas a su voluntad. ¿Cuál es el efecto que busca Henry Rincón en el espectador de este largometraje?

Como bien lo dices, es una película que busca incomodar y cuestionar a la audiencia, porque es un cine que nos permite reconocernos y a partir de eso generar un diálogo alrededor de la violencia, la inequidad, la juventud sin un horizonte claro, por lo menos, esa juventud venida de las periferias, donde en ocasiones las oportunidades son escasas.

Mi búsqueda es el de confrontarnos como sociedad, porque al final, venimos viviendo una realidad que no es distante a lo que retrata la película. Porque precisamente esa mezcla de generaciones ha sido, para bien o para mal, una generación del pasado, que ven en los jóvenes contestatarios unos delincuentes, sin metas, sin sueños. Algo que dista mucho de lo que sucede en el pensar de los jóvenes que se cansaron del abuso, y acuden al arte, la música como medio para alejarse de la violencia. Lastimosamente, la violencia está enquistada en la sociedad colombiana. Acá se normalizó la muerte, y por eso es que muchos de los jóvenes no ven un futuro. Es una película creada para que al final surjan muchas preguntas, que inviten al diálogo y la reflexión.

¿Por qué el interés por el retrato juvenil crudo y descarnado?

Porque es una de las etapas de la vida donde se está a un paso de la vida o de la muerte. Por lo menos acá en Colombia, y algunos muchos otros países. Porque tenemos una cultura de violencia muy arraigada, que el joven sin recursos y sin oportunidades, va a querer hacer las cosas para su interés, sin medir las consecuencias.

Porque la adolescencia y la juventud son momentos de incertidumbre que vivimos todos o casi todos, de no saber cuál es nuestro lugar en el mundo. En mi caso, la historia responde muchas de las preguntas que hoy en día me planteo de lo que es ser joven en Colombia. De mi papel en ese momento de mi vida, de qué decisiones tomé para bien o para mal. Creo que ese universo de la juventud es un lugar aún sin entender del todo. Se vive en una constante exploración.

Es un largometraje ubicado en Medellín, pero lo que viven Tato y sus amigos les podría pasar a muchos jóvenes de cualquier ciudad latinoamericana. La literatura ha hecho diversos retratos generacionales sobre esto: desde Arlt (Argentina) hasta Ribeyro (Perú), desde Agustín (México) hasta Fonseca (Brasil). ¿Qué considera usted que les aporta el cine a estos tratamientos?

Creo que toda la literatura Latinoamérica y el cine se han nutrido conjuntamente. Mucho de lo que es el cine, es porque en los libros, en las novelas, en las crónicas se retrata un común denominador, que es esa juventud olvidada, casi como sombras. A lo largo de los años, los gobiernos de este lado del hemisferio han intentado cegar y silenciar la voz de la juventud. Algo que de unos años para acá ha cambiado.

Pero también la literatura y el cine han logrado una amalgama artística, que cambia al momento de leerse y luego verla. Justo cuando lo poético toma un nuevo sentido. En nuestro caso, tuvimos algunas referencias pictóricas y literarias, para retratar algunos momentos donde queríamos que la potencia la imagen comunicara el momento, sin ahogarnos en diálogos.

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El rap y el hip-hop son un elemento fundamental, no solo porque a Tato le gusta enfrentarse en batallas de improvisación, también porque la película puede leerse como una representación de las circunstancias que atraviesan muchos de los artistas de este género musical. ¿Era esa la intención? ¿Un homenaje a los raperos?

Claramente era la intención. Parte de la película nace por mi interés o preocupación porque durante un tiempo algunos artistas del género hip hop acá en Medellín, o que hacían parte de la cultura eran amenazados, y en muchos casos asesinados, desaparecidos, porque se convirtieron en protagonistas de la denuncia social de sus barrios, de su ciudad y de su país.

En un país donde el hablar es sinónimo de violencia. En un país donde estos chicos han encontrado en las rimas, en los grafitis, en el baile, unas armas increíbles para arrebatarle jóvenes a la violencia, y por el contrario acercarlos al arte.

Incluso hoy en día se sigue repitiendo esa premisa con la que inicié el viaje creativo de La Ciudad de las Fieras, ya que hace pocas semanas cuatro chicos fueron asesinados en el parque de San Rafael, Antioquia, momento en el que improvisaban y veían en este espacio un camino para encontrarse y generar conciencia.

Esta película es un homenaje a los raperos, a los líderes sociales y a todo aquél que ha muerto por manifestar su sentir, y mucho más importante, porque querer un lugar donde todos quepamos.

Hay algo que me llama poderosamente la atención: la película se llama La ciudad de las fieras, pero hay un contraste interesante en las formas de representar la soledad: la de Tato, un chico de la urbe, y su abuelo, que habita en el campo y trabaja con flores…

La soledad adopta un significado diferente de acuerdo al contexto, y en la película quería explorar esa soledad, cuando uno mismo no se haya, pero también la soledad del espacio, del amor, del no encontrar su lugar en el mundo.

Siempre la soledad será un tema que uno puedo explorar y ahondar en descubrir cómo todos reaccionamos a él. En la película busqué como llegar a la soledad, cuando todo lo que te rodea ya no es. La soledad en el campo. La soledad en la ciudad. La soledad cuando se está acompañado, pero también la soledad por decisión. Al final, siempre la soledad será ese momento donde el silencio llega para incomodarnos, pero también para traernos la calma y el reencuentro consigo mismo. Es por eso que desarrollo esta soledad en nuestros personajes, donde en cada uno de esos momentos, piensan en que no tienen el control de nada. Sus vidas están a la deriva de la situación social del barrio, pero también a la partida de un ser querido; también a la soledad por decisión, y también sujetos a los que la muerte les llega sin aviso alguno.

¿Qué pasaría en ese momento? ¿Cómo lo asumiría?, quizás por eso el final que se ve en la película es uno de los cinco finales que encontramos durante el proceso de montaje; precisamente porque intentábamos responder qué sensación dejarle al espectador. Y claro está, la soledad hizo parte de esos posibles finales.

Usted conoció a Bryan Córdoba -mejor conocido por su nombre artístico como Elepz- en una batalla de freestyle, cuéntenos cómo fue el proceso de trabajo con alguien que hasta antes de eso nunca había actuado.

Lo desconocido siempre trae incertidumbre, un sin fin de sensaciones y un bombardeo de emociones. Esto precisamente fue mi sensación al conocer y trabajar con Elepz. Un joven que no estaba muy distante de la ficción que planteaba el guion. Un joven con una verdad en su sentir y en su vida. Un personaje cargado de matices, que iban de la ira a la calma, de lo explosivo a lo silencioso.  Ahí es donde uno se convierte un poco, en ese amigo, que aconsejaba, guiaba y también invitaba a equivocarse, para entender, corregir y hacerlo cada día mejor.

Cada día de trabajo era un aprendizaje conjunto, porque nunca quise enseñarles a actuar. Nuestro proceso simplemente fue que aprendieran a conocer su cuerpo, y en especial Elepz, cuando fue entendiendo esto de manera consciente, fue organizando su estilo de vida para lo que en ese momento quería alcanzar como rapero.

Al final Elepz siempre tuvo un grado de disciplina admirable, entendiendo el entorno y el contexto de dónde provenía. Todo era una sorpresa. Cada ensayo, cada día de rodaje era un choque con el desconocimiento, porque nunca tuvo el guion, y nunca le conté de dónde a dónde iba la historia. Simplemente le dije a él y el resto de los actores no formados, que me tomaran de la mano, que creyeran en mí, para embarcarnos y divertimos contando una historia que tiene muchos matices personales.

Muchos momentos de la película, son grandes momentos de verdad, que más que ser improvisaciones genuinas de Bryan, eran un grito de credibilidad y de compenetración con la historia y su entorno.

En este enlace encuentra toda la programación del Festival Internacional de Cine de Cali: https://ficcali.online/programacion/ 

 

Amor rebelde, de Alejandro Bernal

Una nueva vida en un obtuso país

Oswaldo Osorio

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El amor siempre está poniendo pruebas, pero unas son las de tiempos de guerra y otras las de tiempos de paz. A Cristian y Yimarly, una pareja de desmovilizados de las FARC, le ha tocado vivir y superar las unas y las otras. Esta película da cuenta de ello, y lo hace con cierto sentido dramático, como deberían contarse la mayoría de las historias de amor.

Este documental llega a sumarse a muchos otros que se han hecho sobre el conflicto y el posconflicto en Colombia y que no habrían sido posibles de no ser por la firma del acuerdo de paz con las FARC en noviembre de 2016: La mujer de los siete nombres (Daniela Castro y Nicolás Ordóñez, 2018), La niebla de la paz (Joel Stangle, 2020) y Del otro lado (Iván Guarnizo, 2021), son solo algunas y por solo mencionar los más elocuentes; estos son documentales que, junto con el de Bernal, hacen evidente la inhumanidad del conflicto colombiano, las esperanzas depositadas en la desmovilización y las dificultades de una paz que han querido hacer trizas.

Porque cuando películas como estas revelan el contraste entre la paz y la guerra en unas zonas y unas personas que antes no habían conocido otra cosa distinta al conflicto, resulta mucho más absurdo e indignante que haya quienes estén en contra de los diálogos, que no son solo los políticos de derecha, sino todos esos ciudadanos, la mayoría citadinos que nunca tuvieron contacto con la guerra, que votaron en contra del tratado en ese infausto referendo.

Entonces, ver vidas reconstruidas como las de esta pareja, dan una esperanza de que las condiciones de este país pueden mejorar. Porque ese viaje que hacen ellos y su relación durante este relato, no es otra cosa que la materialización de una oportunidad que antes no tenían y que se las dio el tratado. De ahí que lo que más sorprende de este documental es su capacidad para retratar, en cuatro años que duró su rodaje, la transformación de Cristian y Yimarly. Ambos, peros sobre todo ella, empezaron siendo unos jóvenes vivaces e ingenuos en relación con ese mundo exterior (el de la paz), pasaron por el entusiasmo del nuevo hogar y de llevar su relación con mayor libertad, hasta terminar como una pareja de adultos conformando una familia y asumiendo nuevas responsabilidades.

Con algunos gestos propios del periodismo, en especial en las entrevistas iniciales en el campamento guerrillero, pero luego con la tozudez y paciencia que requiere todo documental que busca dar cuenta de un complejo proceso y de una historia de largo aliento, su director construye su relato jugando con la administración de la información y con los puntos de vista para enfatizar esos picos dramáticos connaturales a toda historia de amor y a este difícil camino de la reinserción a la sociedad civil.

La guerra, la paz, el amor y el país en que vivimos. Se me ocurren pocos conjuntos de temas tan atractivos como estos para que al público nacional le interese una película. Aun así, sabemos que hay muchos colombianos a los que no les interesa el cine nacional, y menos el documental, eso lo puedo entender, pero que tampoco les interese la paz del país, eso sigue desafiando mi razón y cualquier tipo de humanismo.

La noche de la bestia, de Mauricio Leiva-Cock

…y el día más importante de nuestras vidas

Oswaldo Osorio

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La pasión por la música y la amistad pueden ser lo único que salve la vida en los aciagos momentos de la adolescencia. Esos dos elementos son los ejes centrales de esta historia que relata aquel día en que Iron Maiden dio un concierto en Bogotá y dos jóvenes hicieron todo lo posible por estar en él. De esto resulta una película desenfadada y entrañable, llena de detalles que logran construir un universo donde la amistad, la familia, la ciudad y la música son protagonistas.

No se trata de una historia con temas habituales en el cine colombiano ni tampoco de un relato convencional. Son pocas las películas nacionales que hablan desde el punto de vista de los jóvenes, y menos cuando lo hacen desde su cotidianidad, tal vez un poco intrascendente y aburrida. Pero al centrar la mirada en ese día tan especial para ellos y en la intimidad de sus relaciones, hace que su historia cobre importancia, tanto dramática como en su capacidad de ser representativa de su generación.

En cuanto al relato, se trata del esquema de la aventura de un día, donde en principio todo gira en torno a su pasión por el metal y a ese objetivo supremo de estar en el concierto de “la mejor banda del mundo”. Por eso, gran parte de las acciones se resumen a un deambular por la ciudad mientras llega el momento tan esperado. De ahí que no haya una trama clásica y lo que capta la atención es la serie de episodios que viven los dos jóvenes ese día, y los hay de todo tipo: divertidos, dramáticos, reflexivos, conflictivos, patéticos y emotivos.

Aunque casi todo lo que dicen es metal por aquí y Maiden por allá, en medio se filtran constantemente los matices y contrastes de su amistad, así como la forma como lidian con sus problemas familiares y las carencias y ansiedades que se desprenden de ellos. Ya sea una madre melancólica y rezandera o un padre alcohólico, ellos tratan de lidiar con esto de distintas formas, tienen su música y el uno al otro, incluso hasta una suerte de padre sustituto para ambos, ese viejo metalero que siempre cuenta la misma historia.

Si bien la pareja de jóvenes siempre está en primer plano, en el segundo no faltan la ciudad de Bogotá, con toda la vistosidad de su arte urbano, que hace de coro griego visual junto con esos gráficos que constantemente rayan la pantalla; y también, por supuesto, está el metal, el de Iron Maiden, necesariamente, pero igualmente el de bandas colombianas como La Pestilencia, Agony, Masacre, Vein y Darkness. Ese permanente contrapunto visual y sonoro enriquecen tremendamente la película y le dan una identidad propia. Hay que resaltar también el uso de las imágenes de archivo que hacen alusión a aquel célebre concierto de 2008, con ellas se logra darle brío y legitimidad al relato.

Salvo por algunos pasajes en que la puesta en escena no es tan orgánica ni verosímil (como la atrapada del ladrón afuera del concierto o cuando los arresta la policía), en general la película sabe construir un universo con la fuerza y el carisma de un relato generacional, un relato divertido y con un encanto cómplice hacia estos queridos muchachos y su odisea de un día.

Tantas almas de Nicolás Rincón Gille

Colombia distópica

Oswaldo Osorio

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En Colombia los ríos y la violencia están trágicamente ligados. El río de las tumbas de Julio Luzardo (1964) nunca se ha detenido con su ominosa carga y largamente conecta con este río en el que don José busca a sus hijos en esta película silenciosa, bella y luctuosa, donde los muertos no tienen paz y tampoco dejan en paz a los vivos.

El director Nicolás Rincón Gille ya venía preparando el tema y el universo que nos descubre en esta ficción con su trilogía documental Campo hablado, compuesta por En lo escondido (2007), Los abrazos del río (2010) y Noche herida (2015), tres películas que viajan a lo profundo de las experiencias y el dolor de las víctimas del conflicto armado colombiano, todos ellos campesinos y en diferentes momentos de su estado de pérdida y resiliencia.

En esta historia, el oficio de pescador de don José cobra otra macabra y angustiosa dimensión en el gran fresco de esa Colombia distópica que Nicolás Rincón Gille recrea. No es ya un río de peces, sino el vertedero de un país sin Estado. Es como si fuera un mundo que acaece en un oscuro futuro, solo que en este territorio ya se vive desde hace décadas, aunque se recrudeció especialmente en la nefasta época del paramilitarismo (la historia se desarrolla en 2002). Fueron un mundo y una época dominados por el capricho de las armas y la coacción de las listas negras.

La película, en principio, está contada como una suerte de “river movie”, donde este viejo pescador atraviesa esa región ahogada por las prohibiciones y los miedos. El amplio formato de la imagen se ajusta a la horizontalidad del río y el murmullo del paisaje acompaña los largos silencios de este hombre de voz queda, que escasamente habla. Esa inmensidad visual y rivereña se imponen como una imposibilidad en la búsqueda de ese cuerpo que le falta a este afligido padre, porque es imperativo que su hijo no sea un alma en pena más como tantas hay por aquellos lares, sufriendo la eternidad inconclusa y asustando a sus victimarios.

Cuando don José abandona el río, se adentra en un espacio aún más distópico, el de un pueblo con la mirada clavada en piso, por el miedo, el secretismo y ese paraestado siempre vigilante y amenazador que se adueñó de sus calles. Pero nada de esto es un obstáculo para una de estas tantas víctimas que no se resignan a dejar de buscar a los suyos y, si acaso lo hacen, no se resignan a no quedar con alguna mínima constancia material de su pérdida. Porque los muertos solo están muertos cuando hay un vestigio de su desaparición.

Con esta obra, Nicolás Rincón Gille nos sumerge en un contexto que, aunque no lo parezca, muy pocas películas han tocado, y mucho menos con la intensidad y detenimiento con que esta lo hace, mostrándonos a este padre que es todos los padres víctimas del conflicto, así como esa ausencia de Estado que le cedió buena parte del territorio a todo tipo de violencias y volviendo a registrar a este río nacional por el que, desde hace décadas, flotan y bajan los muertos sin alma de este país.

Publicado el 20 de septiembre de 2021 en el periódico El Colombiano de Medellín.

Suspensión, de Simón Uribe

Las vías de la muerte y la traición

Oswaldo Osorio

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El Noticiero CM& desde hace más de un año tiene una sección llamada “El elefante blanco de todos los lunes”. Allí se da cuenta de esas grandes obras inconclusas que pueblan el país, tanto en importantes ciudades como en apartados y olvidados lugares. Un país que tiene la vergonzosa capacidad de proporcionar cada semana material para una sección así, solo prueba la rampante corrupción e inoperancia estatal que lo define. Este documental toma uno de estos casos y lo potencia inteligentemente con su mirada reflexiva, panorámica y en retrospectiva.

El bello puente curvo que se topa con la selvática montaña solo es la punta más visible del verdadero elefante blanco: la trunca variante San Francisco-Mocoa, una vía que el Putumayo necesita desde hace más de medio siglo para remplazar al llamado “Trampolín de la muerte”, una de las carreteras más peligrosas del mundo, la cual une a este departamento con Pasto, su única salida a la red vial nacional.

Apuntalado en imágenes de archivo, tanto de las tragedias ocurridas como de las condiciones de la vía desde hace décadas, el documental recorre la historia y el territorio para indagar sobre las particularidades geográficas e idiosincráticas de esta zona del piedemonte andinoamazónico. La sofocante selva y las inclinadas montañas son el paisaje que cruza con dificultad este relato para comprender esa tierra inhóspita pero poblada de colombianos que ya no creen en las promesas del Estado.

Aunque evidentemente es un documental de denuncia, el valor cinematográfico de esta película está en su inmersión en este paisaje definido por estas dos vías, la de la muerte y la de la traición estatal. La vocación contemplativa de su fotografía y de la narración le permite al espectador experimentar esta tierra y sus improbables caminos, con toda la exuberancia de la naturaleza siendo retada por el ser humano, quien, a pesar de tener todas las ventajas de dominar, gracias a su tecnología, termina siendo vencido por sus debilidades: la ambición, la corrupción, la incompetencia y la desidia.

La fuerza y honestidad de los testimonios que consigue esta obra entre los habitantes de la zona, solo es comparable con la contundente realidad de esas imágenes que contrastan la imposible vieja vía con la fallida obra que reluce interrupta entre las montañas. Además, saben acompañar todo esto con el trágico coro de las catástrofes sucedidas en 1991 y 2017. Porque no solo se trata de la inoperancia para mejorar la calidad de vida, sino también para prevenir las amenazas contra la integridad de los pobladores.

Así que estamos ante un documental que denuncia, pero que también dibuja un fresco de una región que no es la Colombia oficial, que apenas aparece eventualmente en las noticias cuando una avalancha arrasa a su capital o cuando un lunes cualquiera aparece ese puente punzando el costado de una montaña en la que no hay carretera alguna.

Llanto maldito, de Andrés Beltrán

El drama y el terror tocando realidades juntos desde la fantasía

Por: Mario Fernando Castaño Díaz

tarumama

El cine de terror es un género que ha ido evolucionando constantemente y a pesar de haberse convertido en algo justo para el mero entretenimiento, se ha acercado cada vez más a lo que siempre ha sido, arte y este, al estar ligado a la fantasía también lo hace con la realidad que es el lugar en donde verdaderamente moran nuestros miedos.

Esto es algo que ha sabido entender y plasmar en su primera película de este tipo el director Andrés Beltrán, quien es el responsable de dirigir la segunda temporada de la aclamada serie de Netflix, Distrito Salvaje. Desde hace tiempo le atraía la idea de dirigir una cinta del género del terror y se embarcó en la tarea de escribir el guion, pero luego de varios intentos decidió contar con el apoyo del guionista español Anton Goenechea, esto porque el considera que las películas de miedo durante algún tiempo se han concentrado en lo efectista y no en el contenido, algo que afortunadamente ha ido cambiando.

La historia en la que se inspiró Beltrán luego de una ardua investigación viene de las profundidades del bosque nariñense con una entidad fantástica llamada Tarumama y según cuenta la tradición es un ser femenino que queda embarazada por el arcoíris, pero pierde a su bebé en las aguas del río, como respuesta este ser llora a su hijo mientras roba a los que se pierden en el bosque. Su apariencia es una anciana con patas de cabra y su historia nos lleva inevitablemente a la leyenda de la Llorona, que es un mito muy popular no solo en México sino en varias regiones de Latinoamérica.

Óscar (Andrés Londoño) y Sara (Paula Castaño) son una pareja que quiere salvar su matrimonio luego de una crisis familiar y decide alejarse de la ciudad con sus dos hijos internándose en una cabaña (que, por cierto, fue construida cerca al Parque Nacional Natural Chingaza, Colombia, por el equipo de producción), en medio de la profundidad de un bosque que casi es otro personaje, evocando todo su frío y húmedo misterio, allí habita Tarumama y ella no necesita alterar una paz desde su plano paranormal, ésta de hecho ya estaba viciada desde lo real, a pesar de las buenas intenciones.

La cinta obtuvo diferentes galardones y ha sido seleccionada para estar en SITGES el Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña en el Blood Window Showcase de Cannes 2021. La productora colombiana Dynamo ha sido la responsable de este logro y ya tiene en su haber diferentes producciones de éxito reconocido con series como Distrito Salvaje, Narcos o Frontera Verde.

¿Pero qué hace que Tarumama, como es llamada la cinta a nivel internacional, esté llamando la atención hacia nuestro país? Una de las razones es la impecable producción, en la que su fotografía logra que lugares comunes, cotidianos y hasta agradables cobren un sentido contrario y amenazante, apoyado por su inquietante sonido en medio de la música compuesta por el músico Felipe Linares, quien imprime una atmósfera que nos recuerdan al compositor Alan Korven en El Faro o La Bruja, de Robert Eggers, en donde lo que prima no es la melodía propiamente sino sonidos que en conjunto transmiten una atmósfera inquietante, una efectiva fórmula que impusieron películas como Jaws (1978) o Alien (1979) en la que menos es más al no mostrar la criatura, pero sí sugiriendo su constante presencia, incluso a plena luz. Otro punto a tener en cuenta es la cuota actoral, que logra algo que muy pocas cintas de este género consiguen, la empatía con el espectador. Llanto Maldito juega con los diferentes clichés del género, pero los procesa y los expone con resultados inesperados y todo esto con el uso mínimo de jumpscares y sangre excesiva.

Quizás el pronto reconocimiento que ha obtenido Llanto maldito en la crítica internacional se deba a la esencia de la historia, en donde el equilibrio que existe entre el terror y el drama se va decantando en cuidadosas dosis, logrando que se erice la piel y conmueva el corazón al mismo tiempo. De alguna manera, y a pesar de estar fuera de la ciudad, los personajes se encuentran encerrados en medio de sus temores, algo que puede ser muy cotidiano para diferentes familias por estos días, y no es el temor al monstruo que está tras la puerta o debajo de la cama, es uno más real que se materializa en los terrores que pueden tener las personas al no considerarse buenos padres, al fracasar su matrimonio y, en sus hijos, al afrontar la realidad de que estas parejas se separen. De alguna manera, Tarumama con sus actos da un mensaje intrínseco a no descuidar a los hijos en medio de las crisis familiares y, si esto pasa, ella se los llevaría.

Llanto Maldito ha demostrado que las películas de terror pueden cumplir con su cometido de colocar sus fríos dedos en la espalda, pero también de entrar en la mente del espectador cuando toca problemáticas sociales que lleven a la reflexión y al cuestionamiento. Invita también a que producciones como esta alejen al espectador de la percepción errada de que “están tan bien logradas que no parecen de este país” y los acerque, por el contrario, a sentir orgullo por la realización de un trabajo autóctono de calidad.