El cine de horror en Colombia

El miedo en el trópico

Por: Oswaldo Osorio


A propósito del paso por la cartelera de la película colombiana Secretos (Fernando Ayllón, 2013) y del ciclo de Jairo Pinilla que acaba de emitir Señal Colombia, hacer un repaso por el cine de horror en el país es un ejercicio interesante, aunque puede dejar algunos sinsabores y la duda sobre aquel supuesto que dice que el cine de género no se le da bien a la cinematografía nacional.

Lo primero que hay que señalar es que la lista si acaso sobrepasa la quincena de títulos, de los cuales casi la mitad son de un solo director, Jairo Pinilla, y algunos otros están más cerca del thriller que del horror o solo tienen un tono o unos componentes de tipo fantástico que son más parte de un estilo que un deseo de producir miedo en el espectador a la manera clásica.

Todo empezó con Funeral Siniestro (Pinilla, 1977). El cine de horror le estaba dando grandes dividendos a Hollywood (El Exorcista, La profecía, Carrie) y en Colombia había una seria intención de hacer de su cinematografía una industria, ya fuera por vía del apoyo gubernamental (a través de la llamada Ley del Sobreprecio) o apelando al cine de género, como el horror, el thriller y la comedia, que eran entonces los preferidos por el gran público.

Pinilla era un autodidacta, pero esto, que podría parecer una virtud, en realidad se reflejó en un cine de muy precaria calidad en términos técnicos y narrativos, no obstante, eso impidió que sus películas conservaran un singular encanto,  tal vez debido a la devoción que le rendían al género y esa especie de ingenuidad con que lo afrontaban. Así se puede constatar, principalmente, en sus tres filmes siguientes: Área Maldita (1980), 27 Horas con la Muerte (1981) y Triángulo de Oro (1984). No es gratuito, entonces, que estas últimas características, en la actualidad, se hayan impuesto a la mencionada precariedad y sea posible ver su filmografía emitida por el canal cultural nacional y que tenga una serie de seguidores, sobre todo jóvenes y cinéfilos, que ahora han llevado su obra al nivel de cine de culto, donde la calidad, la originalidad y la buena factura no necesariamente son los  criterios para valorar una película, pues hay otros muchos igualmente válidos.

También en Cali se origina el Gótico tropical, el único género cinematográfico propiamente colombiano. Se lo inventó la gente de Caliwood, con Carlos Mayolo y Luis Ospina como sus principales cultores a partir de películas como Pura sangre (Ospina, 1982) y Carne de tu carne (Mayolo, 1983). No es estrictamente horror, sino más bien un estilo que incorpora atmósferas y elementos del horror (vampirismo, espectros, zombis) al contexto y la realidad del país. Una rara pero bien acoplada combinación entre unos elementos fantásticos y la realidad, en donde los primeros generalmente funcionan como una simbología que puede ser aplicada a la segunda. Otras películas, como La mansión de Araucaima (Mayolo, 1986), Yo soy otro (Óscar Campo, 2008) y el cortometraje Alguien mató algo (Jorge Navas, 1999), también tienen ese espíritu propio de este género criollo.

Fuera de Pinilla y del Gótico tropical, quedan unas cuantas películas: Holocausto caníbal (Ruggero Deodato, 1981), una impactante y provocadora película que está más cerca del gore que del horror y es más italiana que colombiana; La noche infernal (Rittner Bedoya, 1982), una mezcla de thriller con el esquema de casa embrujada; Contaminación, peligro mortal (Lewis Coates, 1982), criaturas mutantes que protagonizan “una horrenda conspiración de asesinatos, monstruos del espacio y café”; Al final del espectro (Felipe Orozco, 2006), sin duda la mejor lograda de todas en relación con los parámetros del género, porque es una cinta que conocía bien las leyes de este tipo de cine y las supo aplicar de forma eficaz y convincente.

Finalmente, están El páramo (Jaime Osorio Márquez, 2011) y Secretos. Aunque hay que aclarar que ambas son lo que se podría llamar, sin buscar ser peyorativos, “falsas películas de horror”, porque si bien empiezan sugiriendo toda la atmósfera propia del horror, donde el conflicto depende de fuerzas sobrenaturales, finalmente -y aquí se devela parte del secreto para quienes no las hayan visto-  terminan siendo explicadas por el thriller, por lo criminal, y no por lo fantástico, lo cual no les quita méritos en lo que logran con su objetivo principal: conectar con el público y causarle un fuerte efecto emocional. La diferencia es que El páramo lo consigue con la creación de atmósferas y la construcción sicológica de los personajes y las relaciones entre ellos, mientras Secretos apela más a los inesperados giros de la trama y al efectismo en la banda sonora.

La historia del cine de horror en Colombia es una historia muy corta, lo cual es paradójico si se tiene en cuenta que la mayoría de estas películas tuvieron buenos o aceptables resultados en la taquilla, incluyendo algunas de Pinilla. Y en un país como Colombia, donde hay que hacer catarsis de tantos miedos y amenazas, este cine, que cumpliría bien esta función y que, además, suele ser bien recibido por el público, debería ser mucho más frecuente.