Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson

Our love is alive, and so we begin…

Cristian García

Escuela de crítica de cine de Medellín

lp

Licorice Pizza (2021) es una película atípica dentro de la filmografía de Paul Thomas Anderson. En sus anteriores películas las heridas de sus personajes los condenan a la soledad, a la súplica no escuchada, a la desazón de lo que pudo haber sido, a una puerta que se abre a la redención –y no necesariamente se cruza-; la fragilidad de sus almas los impulsa a lanzarse obstinadamente a la tragedia. Claro que hay rarezas como la alucinante Inherent Vice (2014), una película que, por ahora, resulta incomprensible para mí. Pero que aún conserva la ruina y corrupción como algunos de sus temas. En su nueva obra, el director estadounidense se decanta por un aire optimista, nostálgico y esperanzado. La jovialidad yace en el espíritu de los dos protagonistas de Licorice Pizza.

La historia ocurre en Los Angeles en los años setenta y trata sobre la relación entre Gary Valentine (Cooper Hoffman), un exitoso actor infantil y estudiante de secundaria, y Alana Kane (Alana Haim) una chica diez años mayor que él que no tiene claro qué hacer con su vida. Ahora, si bien la película anterior de Anderson también se centraba en una relación de pareja, no tardaremos mucho en reparar que la relación en Licorice Pizza difiere mucho en su naturaleza y contexto a la de Phantom Thread y, además, en la formalidad cinematográfica con que el director estadounidense la narra.

En la primera escena se da el esperado “meet cute” -propio de las películas románticas del tipo chico conoce chica- entre los protagonistas: Gary está a punto de tomarse la foto escolar y Alana trabaja para el fotógrafo. Su interacción inicial consiste en que Gary, con una confianza en sí mismo envidiable, invita a salir a Alana y la reacción incrédula de ella ante la invitación a cenar de un adolescente. Esta conversación inicial hace evidente la “química” de este par de actores debutantes, en solo unos segundos dotan a sus personajes de rebeldía, personalidad, seguridad y candidez. Son personajes llenos de vigor. La respuesta de Alana a la invitación es inicialmente una negativa que se tuerce hacia un “tal vez” sobre el final de su interacción y nosotros, al igual que Gary, sabemos que esta no es la última vez que se verán.

El filme se impulsa sobre este primer encuentro hacia la inexperiencia, la rebeldía e ingenuidad propias de la juventud, para alzarse en un tono juguetón y nostálgico que abraza el relato. Y hablando de nostalgia, dado el contexto de tiempo y lugar, resulta imposible no relacionarla con Once Upon A Time In Hollywood (Tarantino, 2019), con su espíritu de “hangout movie” que recorre una ciudad glamurosa y libertaria. Así pues, la época, lo jovial, la importancia de la música y los personajes irreverentes hacen que ambas películas se hermanen en espíritu. Aunque, a diferencia de como se hizo con Cliff Booth en Once Upon A Time In Hollywood, no se hace tanto énfasis en manejar despreocupado por la ciudad escuchando los hits de la radio, sino en el correr. Por medio de constantes travellings veremos a Gary y Alana correr. Corren juntos y a su encuentro, y más allá de ser una consecuencia de la ausencia de gasolina que padece la ciudad en ese momento, es una forma de desvelar su afecto. Puesto que cuando corren con mayor intensidad es cuando ven que el otro está en peligro o necesita ayuda.

Ahora, si bien la relación inicia con el empuje terco del vigor juvenil, también es cierto que transita las amarguras y decepciones propias del amor y, ya que estamos, de crecer, de ser más consciente del mundo. La intromisión de otros intereses románticos, los líos laborales y los encuentros con adultos pueriles suponen obstáculos que derivan en desilusiones y revelaciones. Bien sabemos que los caprichos momentáneos no son ajenos al romance juvenil; de modo que la relación también es un constante va y viene que por momentos roza la rivalidad. La finalidad de la relación es incierta, Gary y Alana no se establecen como novios, ni siquiera como amantes, pero no por ello es una relación a la que le falte el juego de sus egos, los celos y lo pasional.

Como mencionaba anteriormente, los encuentros y desencuentros de la pareja se ven entrelazados con los adultos que conocen en distintas circunstancias. Todos son delirantes. Algunos peligrosos, otros son estrellas embriagadas que no pueden olvidar sus viejos días de gloria; otros te llevan a ser la “tercera rueda” cómplice de una pareja oculta. El cúmulo de todos estos encuentros puede dar la sensación de que la trama principal se descuida, que deambulamos de situación en situación de manera arbitraria sin un hilo conductor fijo, que estos encuentros son una especie de estorbo para nuestro interés de ver interactuar a los protagonistas; pero al final, ya sumados todos los pequeños relatos de estos encuentros, podemos mirar atrás y ver que estas anécdotas definieron de una forma u otra las facetas de la relación entre Gary y Alana.

El peligroso encuentro con Jon Peters (Bradley Cooper), por ejemplo, deriva en la realización de Alana de no querer más esta senda de “aventuras de niños” y la llevan a fijarse en otro hombre buscando madurez y conciencia social y política por el mundo. O los constantes cambios de trabajo de Gary dan cuenta de inestabilidad social y personal. Es decir, son anécdotas, sí, pero subyacen deseos que no son tan claros para los protagonistas. Exponerse a lo mundano de la vida puede revelar lo que somos y lo que deseamos.

Cabe resaltar que algunas de estas anécdotas dan cuenta más del contexto de la ciudad o de una industria (como la del cine o la venta de colchones de agua) que de la relación en sí. No obstante, estos temas subyacentes no son abarcados con mucha profundidad. A lo sumo son ecos, señales de prácticas del mundo del entretenimiento, el show business, o se resumen en indicadores de tendencias y creencias de la época. Y es que no podemos dejar de considerar que algunas de estas anécdotas bien pueden responder al mero capricho del guionista. Anderson bordea otros temas, pero sabe bien que la fuerza del relato está en Alana y Gary.

Para los que nos gustan películas previas del director como Boogie Nights (1997), Magnolia (1999) y There Will Be Blood (2007), es comprensible que echemos de menos un Paul Thomas Anderson más cruel, trágico, que lleva a sus personajes a la inevitable autodestrucción o a la redención catártica y que, al hacerlo, nos estremece con relatos fascinantes. Licorice Pizza, por su parte, es más optimista, conserva el entusiasmo de la pareja sin dejar de lado los desencantos de las relaciones y del mundo. Licorice Pizza es como una primera cita de adolescentes con alguien que nos gusta: torpe, emocionante, incoherente, caprichosa, musical, imperfecta. Pero, si entras en su juego, al llegar a casa y reparar que tenemos una sonrisa socarrona, es claro que hemos vivido algo que sabemos vamos a recordar por mucho tiempo, o para toda la vida.