Una batalla tras otra, de Paul Thomas Anderson

Una revolución en malas manos

Oswaldo Osorio

El problema de asumir la crítica desde el cine de autor es que, para algunas películas, que en circunstancias generales serían bien recibidas, bajo este criterio se empequeñecen frente a la obra previa del autor en cuestión. Es decir, Una batalla tras otra (One Battle After Another, 2025) es una película muy entretenida, con algunas imágenes y personajes memorables, un tema de fondo actual, pero que no termina diciendo nada significativo ni manteniendo esa solidez general que tienen la mayoría de películas de Paul Thomas Anderson, uno de los más importantes cineastas estadounidenses de las últimas tres décadas.

En la película sí está la dinámica del cine de género de Sidney (1996) y Vicio propio (2014), la riqueza en los personajes y variedad de líneas narrativas del cine coral de Boogie Nights (1997) y Magnolia (1999), el romanticismo único de Embriagado de amor (2002) y Licorice Pizza (2021), la visceral intensidad de Petróleo sangriento (2007) y el misticismo de The Master (2012) y El hilo fantasma (2017); no obstante, nada de todo eso parece acabado y en relación orgánica con todo lo demás. Las situaciones gratuitas y las salidas forzadas saltan y nos asaltan a cada momento del relato, al punto que, para poderla disfrutar, como dicen coloquialmente, no hay que meterle mente. El problema es que uno sí quisiera meterle mente a una película de este director.

Anderson inspira su guion en la novela Vineland, de Thomas Pynchon (1990), que habla sobre los movimientos radicales de los años sesenta, y la adapta a esta oscura época para los inmigrantes en la administración Trump. Este es el primer bemol de la película, pues un asunto tan dramático e imperativo en la actualidad, apenas es un telón de fondo para el conflicto y los personajes centrales. Las odiosas postales de confinamiento y persecución a los inmigrantes, contrastadas con los discursos de odio de esa sociedad secreta de ultra derecha que presenta, no son suficientes para librar el tema de un esquematismo que solo es usado como excusa para una trama de acción cómica.

Y es que esa combinación entre acción, comedia y la proverbial torpeza de su protagonista, interpretado por Leonardo DiCaprio, más la desorientadora naturaleza del antagonista, el personaje de Sean Penn, lanzan a la deriva una historia y relato que suben y bajan como esa carretera de la persecución final. Incluso ese potente tema con el que empieza todo, revolucionarios en medio del país en que históricamente menos han surgido o se han tolerado, queda por completo desvirtuado a causa de (advertencia de spoiler) la incompetencia de casi todos ellos y, peor aún, su facilidad para convertirse en delatores.

Así que, sin tener mucho peso el tratamiento del problema de los inmigrantes en Estados Unidos y con una revolución en tan malas manos (tanto por los personajes como por el director), lo que queda es la habilidad de Paul Thomas Anderson para la narración y la creación de imágenes. Y bueno, eso ya puede ser bastante: Supongo que el público sin ninguna expectativa por el nombre del director y sus anteriores títulos (y uno mismo cuando se convence de obviar tal criterio) podemos disfrutar del taquicárdico tempo del relato y su montaje, los cuales son enfatizados por la intensidad y anomalías de la música del ex Radiohead, Jonny Greenwood; también deleitarnos con los momentos grandilocuentes en que la fotografía sabe explotar el formato en VistaVisión, como las persecuciones o la amplitud de los paisajes, tanto rurales como urbanos; e igualmente, acoger con entusiasmo la concepción de ciertos personajes, como el ímpetu con que Perfidia abre la historia o el sosegado liderazgo del Sensei.

Entonces, ¿vale la pena ver esta película? Claro que sí, sobre todo aprovechar la pantalla más grande que se pueda. ¿Que por ella vamos a recordar a Paul Thomas Anderson? Seguramente no. Ni tampoco a DiCaprio. Solo tal vez a Teyana Taylor y a Benicio del Toro.

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