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Ninfa, la protectora de selvas que el mundo agasajó

Entidades internacionales la eligieron como una de las 10 guardabosques más destacadas. Trabaja en Guainía.

  • Ninfa, la protectora de selvas que el mundo agasajó
  • El trabajo de guardabosques también implica la recolección de evidencia científica. FOTO Cortesía ProAves.
    El trabajo de guardabosques también implica la recolección de evidencia científica. FOTO Cortesía ProAves.
  • Ninfa vive con sus dos hijos en la cabaña de guardabosques, en la orilla del río Guainía. FOTO: CORTESÍA PROAVES.
    Ninfa vive con sus dos hijos en la cabaña de guardabosques, en la orilla del río Guainía. FOTO: CORTESÍA PROAVES.
20 de abril de 2021
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Cuando escucha los crujidos de los loros devorando los frutos de la palmera, a un costado de su cabaña, Ninfa Estella Carianil Damaso sabe que ya es hora de partir hacia la jungla, a recorrer las 2.856 hectáreas que debe custodiar, a surcar los senderos que aún conservan el aliento del hombre que hace 13 años la enamoró.

El nombre de esta tenaz ambientalista, antes mencionado apenas por sus parientes y empleadores en la Amazonía colombiana, se popularizó en Internet en los últimos 10 días por cuenta de un importante galardón: el Premio Internacional de Guardaparques (Internacional Ranger Awards), otorgado por la Comisión Mundial de Áreas Protegidas (CMPA) y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), en reconocimiento a los 10 guardabosques más destacados del mundo.

¿Quién iba a pensar que una muchacha de sangre aborigen, nacida en la lejana ciudad de Inírida, se codearía con lo más selecto de la comunidad ecologista?

Su conexión con la naturaleza comenzó con un amor que, en las sociedades nativas más tradicionales, está prohibido: el de una indígena con un colono. Ninfa es descendiente de la etnia yeral, un pueblo ancestral que habita la Orinoquía, y apenas tenía 18 años cuando se enamoró de José Rufino Mora, un señor de Villavicencio, 15 años mayor que ella.

“El amor no tiene edad, ni diferencia la raza, o sea, no importa la edad”, repite ahora, a sus 31 años, durante la conversación telefónica con EL COLOMBIANO.

Dejó sus estudios cursando octavo bachillerato, a pesar de la insistencia de él para que no lo hiciera, y juntos salieron de San Felipe, un caserío enclavado en la frontera que divide a Colombia, Venezuela y Brasil, en ese bracito de nuestro mapa que parece agarrarse a la selva.

José Rufino logró en 2012 un contrato para trabajar de guardabosques en la reserva forestal Águila Arpía, que regenta la Fundación ProAves, para la protección de especies de fauna y flora, por lo que partieron hacia esa nueva aventura.

El trabajo de guardabosques también implica la recolección de evidencia científica. FOTO <b>Cortesía ProAves.</b>
El trabajo de guardabosques también implica la recolección de evidencia científica. FOTO Cortesía ProAves.

Los adioses

ProAves nació en 1998, como una iniciativa no gubernamental para proteger el hábitat del loro orejiamarillo, un animal en peligro de extinción. Varios ciudadanos se unieron en ese propósito y, con apoyo de entidades nacionales e internacionales, fueron adquiriendo terrenos para dedicarlos a la conservación e investigación.

Actualmente manejan 28 reservas forestales en todo el país, y su trabajo se ha extendido tanto, que ya no solo protegen aves sino un sinnúmero de especies que conviven en ellas, como felinos, reptiles, anfibios y demás.

José Rufino y Ninfa llegaron a trabajar a la reserva Águila Arpía hace nueve años, cuenta Luisa Fernanda Chávez, subdirectora de la Región Amazonía de ProAves. Allí les correspondió vigilar las 2.856 hectáreas.

El terreno está localizado en Guainía, en un área fronteriza con el departamento del Meta, a una hora y treinta minutos por lancha del municipio de Barrancominas, y a media hora de un poblado llamado Raudal.

La pareja se instaló en la cabaña de guardabosques, en la ribera del río Guainía, y comenzó los recorridos. “Cuidar la naturaleza es muy bonito, todo es ordenado y los animales tienen la tranquilidad de andar para allá y para acá. He visto marranos de monte, micos, guacamayas y jaguares, que se quedan mirándolo a uno un rato, y luego siguen su camino”, dice Ninfa.

La vida en la cabaña de los guardabosques prosperó, al igual que lo hacía en el bosque circundante, y nacieron tres varones: Joan Sebastián, Darwin Esteban y Ángel Dayán. Los niños crecieron en un mundo alejado de Internet, del bullicio de las metrópolis y el smog de la industria. Los vecinos eran una familia de churucos.

“Son unos micos de por aquí, que parecen personas, tienen las manos igualiticas a uno, y caminan con la cría encima”, detalla Ninfa. Al lugar también llegaba todas las tardes un tapir, que curioseaba y les daba “vueltecitas”; eran tan constantes sus visitas, que hasta respondía a los silbidos de José Rufino, y bajaba del monte cuando este lo llamaba. Lo nombraron “Juancho”.

Pero habitar la selva también tiene sus peligros. En 2019, un día en que los padres estaban dentro de la cabaña, Joan Sebastián, de 10 años, y Darwin, en ese entonces de siete, salieron a nadar en el cauce. El primogénito no logró domar las aguas y el Guainía reclamó su vida.

Esto fue solo el principio de la tragedia. A José Rufino los médicos le detectaron una arteria obstruida, que debía ser operada. El 19 de mayo de 2020, un infarto le sacudió el cuerpo, robándole todas las fuerzas.

Ninfa navegó con él hasta Barrancominas, donde fue internado de urgencia. En el municipio no había recursos para una cirugía a corazón abierto, por lo que había que remitirlo a alguna ciudad.

Pero la pandemia de la covid-19 ya había oscurecido al planeta, apoderándose del sistema de salud y separando a la sociedad, por lo que no hubo manera de trasladarlo desde aquel pueblo distante. Al poco tiempo, su espíritu se elevó de este plano.

Y como si hubiera percibido el duelo que agobiaba a esa familia, el tapir “Juancho” nunca más volvió a la cabaña.

Ninfa vive con sus dos hijos en la cabaña de guardabosques, en la orilla del río Guainía. FOTO: CORTESÍA PROAVES.
Ninfa vive con sus dos hijos en la cabaña de guardabosques, en la orilla del río Guainía. FOTO: CORTESÍA PROAVES.

Galardonada

“Cuando falleció Rufino, decidimos que Ninfa debía continuar con el contrato de guardabosques. Al fin al cabo, ya conocía toda la reserva, y era buena trabajadora”, explica Luisa.

Cada día se levanta a las 5:00 de la madrugada, prepara el desayuno para Ángel Dayán, de un año, y Darwin, de nueve, quienes se quedan al cuidado de su madrina Mery, que llega desde El Raudal.

A las 6:00 a.m., con el parloteo de los loros, sale a pie rumbo al bosque. “Primero voy a recorrer los linderos, que son muy importantes, porque tengo que estar pendiente de que la gente no se meta a ariscar a los animales o a tumbar el monte. Algunas especies son mancitas, no huyen, entonces hay personas que las quieren cazar”, narra Ninfa.

A las 11:50 a.m. regresa a la cabaña para cocinar el almuerzo, saludar a los niños, y retornar a labores a la 1:00 p.m. “Voy a revisar algunos senderos, como el de La Laguna, que está retirado. Tengo que tomar fotos y videos de los animales, y enviarlos a la fundación”, prosigue.

Luisa añade que “los guardabosques guardan el conocimiento de la selva, su labor es muy importante para conocer los ciclos de las plantas y la reproducción de los animales”.

En sus rutinas diarias, Ninfa no ha tenido problemas con las comunidades vecinas, que han entendido su papel y la importancia de proteger la reserva.

En ese paraíso hay un equilibrio entre la gente y la naturaleza, que no observó cuando, hace un par de años, estuvo dos días en Bogotá: “No creo que pueda vivir en una ciudad, no se puede andar tranquila, hay muchos carros, muchos peligros y ruido, y si uno no está pendiente de los números de las direcciones, se puede perder”.

Antes de que anochezca, regresa a su nido, a cuidar de los suyos, hasta que las loras regresan a despertarla al día siguiente.

El 7 de abril de 2021, la CMPA y la UICN eligieron por primera vez a los ganadores de los International Ranger Awards, en una ceremonia virtual. Entre los ganadores hubo indígenas, equipos de voluntarios y veteranos cuidadores de ecosistemas (ver el recuadro), seleccionados tras 113 nominaciones de 43 países, que abarcaban 630 guardabosques, entre postulados individuales y colectivos.

En la presentación del premio, las entidades recordaron que en la última década fueron asesinados más de 1.000 guardabosques “en la línea del deber”.

En el caso de la Amazonía, los conservacionistas deben luchar contra una creciente deforestación. Juan Lázaro Toro, director de Estrategias de Conservación de ProAves, comenta que “desde 2017 se incrementaron estos procesos que ponen en riesgo la naturaleza y nuestro trabajo, por causa de las quemas para hacer vías, sembrar cultivos ilícitos y campos agrícolas”.

“Los guardabosques están en el corazón mismo de la conservación. Las historias de los ganadores ilustran el alcance y la amplitud de su trabajo. Protegen la vida silvestre y los hábitats naturales importantes, trabajan con las comunidades para abordar los conflictos con la vida silvestre, recopilan datos científicos y sirven como educadores para presentar al público las maravillas de la naturaleza”, señaló Kathy MacKinnon, jefa de la Comisión Mundial de Áreas Protegidas de la IUCN, en la transmisión por internet.

El premio consta de una placa conmemorativa, un parche emblemático para el uniforme y 10.000 dólares (36’140.200 pesos) para apoyar el trabajo de los galardonados (salarios, equipos y demás).

Juan Álvaro indica que, además del reconocimiento internacional y la visibilización del trabajo, “este apoyo es vital, porque con la pandemia se ha hecho muy difícil gestionar recursos para la conservación”.

“Cuando me avisaron que gané, me puse contenta, porque habiendo tantas personas me escogieron a mí”, expresa la homenajeada.

Las leyendas indígenas afirman que, al fallecer, el espíritu de las personas se queda animando el bosque. Eso le escuchó decir Ninfa a sus abuelos, hace tanto tiempo. “Cuando murió Rufino, quise continuar aquí, porque él amaba este lugar. Juntos recorríamos estos senderos, y aunque ya no lo pueda ver, siento como si estuviera conmigo”.

En ese universo, en el que pervive la conexión entre todos los seres, quién dice que en las aguas del río Guainía, que ella navega a diario, no empuja la balsa el alma de Joan Sebastián; quién puede decir que los pasos de José Rufino no están en los de ese jaguar, que entre la maleza se queda mirándola.

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