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60 años rodando con una carreta

A sus 84 años, Carlos Arturo Taborda ha sido testigo de medio siglo de calles y comercio en el Centro de Medellín.

  • En su lugar habitual, Carabobo con Maturín, Carlos Arturo se pasa el tiempo esperando que lo ocupen. FOTO Henry Agudelo
    En su lugar habitual, Carabobo con Maturín, Carlos Arturo se pasa el tiempo esperando que lo ocupen. FOTO Henry Agudelo
04 de noviembre de 2015
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Cuando murieron sus padres, Carlos Arturo Taborda no quiso saber más de Marmato. En ese pueblo donde el suelo es un cascarón vacío, la fuente del parque, la iglesia sin atrio, las palmas, las esquinas, todo, le hablaba de ellos, y esto era demasiado para ese muchacho de 20 años. De modo que salió para nunca volver.

Primero se estableció en Manizales. Gambeteaba la miseria vendiendo periódicos o helados; lo que hubiera. Le echó mano el Ejército y prestó servicio militar como soldado regular. Donde lo mandaran era riesgoso. Boyacá, Cundinamarca, Santander. Años cincuenta. Plena época de la Violencia. La guerrilla era aún escasa, pero abundaban los bandoleros, que debía combatir en los montes, donde vivió por más de año y medio al sol y al agua, con escasa comida, más mala que algunos de los asesinos que enfrentaba. Al salir de esa vida de armas, con el cuero curtido por la intemperie y el estómago y el cerebro templados por dificultades, decidió tomar camino a Medellín.

“En Medellín había más que hacer. Se sabía. Yo me moví en Guayaquil y trabajé en la plaza de mercado de Cisneros y en El Pedrero descargando camiones de pura comida: papas, arroz, maíz, fríjol; lo que fuera. Ganaba mis pesitos. No me iba mal. Había fuerzas...”.

Está sentado en una carretilla de madera, junto a una de las columnas que sostienen el viaducto del metro, en Carabobo con Maturín, en la que está pintada la colorida imagen de una silletera.

Del que habla es del Guayaquil de los bares a los que les pegaban las puertas de no cerrarlas nunca. De los tangos que flotaban sin dificultad en un ambiente de agitación. Del tumultuoso puerto inundado de gentes y de mercancías. Del lugar de concurrencias, alimentado por la estación del tren y las terminales de buses de pueblos situadas en las mismas calles.

Bajo una gorra bordada con el logo de una marca multinacional de pasabocas, su tez oscura contrasta con la blancura de una incipiente barba que le pinta el mentón y de algunos pelos entre boca y nariz. Mira ese mundo agitado del centro, lleno de mercancías y de vendedores con sus pregones, de transeúntes que andan en tantas direcciones, de autos... y de espera. Cuenta que tiene una mujer que lo aguarda en su casa de El Popular, Marta Cecilia Ocampo; una hijastra; dos nietos y 84 años.

“Todos me conocen. Uno con tantos años... Me puedo ir horas enteras y dejar sola la carreta, y nada le pasa. Todo el mundo sabe que es mía”.

Llegan a buscarlo quienes necesitan sus servicios. Que mueva una caja de este almacén hasta la sucursal; que le lleve el surtido al indio peruano hasta su chaza de mantas y buzos de lanas en el Pasaje Coltejer... Saben que ahí está el Negro —“este es el único apodo que me han puesto en más de 60 años de andar por aquí: Negro. Y no es ofensivo ni nada”— cuando quieren que retire una caja de cartón vacía, que puedo vender para mí en un depósito de chatarra”.

Justamente, tiene dos cajas desbaratadas y atadas con cuerda de polipropileno. ¿Qué espera para ir a venderlas? Que aparezcan más y llevarlas juntas.

¿Hijos? No. Bueno, sí, tuvo dos, pero no los cuenta. Se fueron hace más años de los que recuerda y nunca volvió a saber de ellos.

“A las cinco, me voy empujando la carreta hasta el guardadero, que queda por el hospital. Pago tres mil pesos por noche. Y cojo el bus para volver a la casa. ¿El negocio? Claro que me da: gano unos 12 mil pesos al día. Aparte de las cajitas, cuando resultan. De modo que sí me da”.

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