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El refinado talento de darse a la fuga

Escabullirse, fugarse. El sueño de los reos que los puede convertir en leyenda. Se fugan en los libros y se fugan, para volverse leyenda, los presos de carne y hueso.

  • Entre las fugas reales, la más recordada sin duda es la de Alcatraz. ILUSTRACIÓN: DONREPOLLO
    Entre las fugas reales, la más recordada sin duda es la de Alcatraz. ILUSTRACIÓN: DONREPOLLO
09 de julio de 2017
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Siento una atracción por ciertas vidas. La del pirata a bordo de una goleta, por ejemplo, con el viento en las velas y un galeón español o portugués en el horizonte. Un John Long Silver taimado, pero valiente.

O la del ladrón de bancos al estilo John Dillinger, agradable y encantador, que pedía disculpas a los ahorradores a quienes esquilmaba mientras coqueteaba con las cajeras.

Era una vida corta, hay que reconocerlo, que podía terminar en el patíbulo, si todo se iba al traste. O encarcelado, si las cosas salían más o menos mal. Y allí, tras la rejas, subyace siempre el anhelo de todo reo: la fuga. “A pesar de todos los obstáculos, el único pensamiento que me ocupaba era el de huir”, como escribió Giacomo Casanova sobre su encierro en Los Plomos.

Y hay fugas de fugas. Las de aquí, las más recientes, son sencillas, sin el encanto del mítico Correvolando del que leí en mi infancia, desvanecido por una suerte de magia, de poderes sobrenaturales inexplicables.

Nada de eso. Las fugas de aquí son de criminales millonarios (¿o millonarios criminales?) que ofrecen dádivas o tumbas, vaya uno a saber qué es más efectivo a la hora de esas transacciones, para que les abran las puertas sin preguntar nada, que los dejen pasar por las rejas sin ponerles ningún problema. Si te he visto, no me acuerdo.

Hay otras, sin embargo, donde el ingenio y la paciencia son las herramientas para escabullirse del presidio y pasar a la historia, volviéndose leyenda o logrando que un actor, tal vez Steve McQueen, tal vez Clint Eastwood, le ponga su cara al fugado.

De laberintos e islas

Dédalo, se llamaba, y fue un talentoso herrero entrenado por Atenea. Arrojar a su sobrino Talos desde el techo del templo de la propia diosa, movido por la envidia, no lo llevó a prisión (aunque sí le valió el destierro).

Fue, en cambio, su diligente ayuda para que Pasífae se ayuntara con el toro blanco, unión de la que nacería el temible Minotauro, lo que le valió un pase directo al laberinto que él mismo había construido. Allá lo encerró el rey Minos de Creta, esposo de Pasífae, por si no quedaba claro el regio enojo.

Su escape es un clásico. Construyó, tanto para él como para su hijo Ícaro con quien compartía encierro, un par de alas con plumas atadas con hilos y pegadas con cera. Huyó por aire, ganó la libertad, pero perdió a un vástago desobediente, que prefirió desoír las recomendaciones de vuelo del herrero e inventor para terminar ahogado en el que ahora es el mar Egeo.

De otra isla, al sur de Francia frente a las costas de Marsella, logró escapar el marinero Edmond Dantés, futuro conde de Montecristo. El Castillo de If fue su morada durante 13 años y su fuga tendrá, para algunos, un gusto macabro.

El engañado Edmond ocupó el lugar de su difunto amigo el abate Faria en su saco mortuorio, saliendo de la cárcel como un cadáver siendo aún un vivo con sed de venganza, que esperaba ser enterrado para luego quitarse con facilidad la tierra de encima. Ignoraba Dantés que el cementerio de la isla de If era el propio mar, adonde lo arrojaron con una bala de cañón de treinta y seis libras atada a sus pies. Suerte para él y para su venganza que pudo escapar, tal cual Houdini.

Libertino y fugitivo

El que fuera el Palacio Ducal de Venecia y que hoy es un museo, sirvió también como presidio. La prisión de Los Plomos, se llamó, y debía su nombre a las anchas placas de este metal que cubrían el techo de las celdas.

De difícil acceso y permanentemente custodiada, su camino de salida atravesaba el puente de los Suspiros, ese último lugar donde los prisioneros podían ver el cielo antes de quedar confinados. Además, con sus celdas cercanas a la sala de reunión de los inquisidores, escaparse de allí no era tarea fácil.

Giacomo Casanova, sin embargo, lo logró. Tardó 11 meses, desde que concibió el plan hasta que lo llevó a cabo, pero lo logró.

Lo llevó allí lo que la Inquisición de la Serenísima consideró como conducta disoluta, más una denuncia en su contra de lo que ahora llamaríamos un miembro de una red de cooperantes.

Horadó, con la ayuda de un cerrojo que encontró abandonado y que convirtió en palanca y herramienta de excavación, el piso de su celda. El día antes de la fuga fue trasladado de su aposento, con lo que su escape demoró más de lo previsto y le tocó incluir a otro reo, al padre Balbi, pues para escapar de prisión siempre es mejor contar con ayuda.

Finalmente, la noche del 31 de octubre de 1756, con una cuerda de 100 brazas confeccionada con las sábanas, huyó por los tejados de Los Plomos y se descolgó por las paredes de un palacio cercano a la Plaza de San Marcos. Para sus críticos, la fuga de Casanova es una exageración, para la literatura queda la Historia de mi vida, donde relata su huida... y otras aventuras. También calificaron de rocambolesca Papillon, la autobiográfica historia de Henri Charrière y sus intentos sin éxito de un escape definitivo.

De carne y hueso

Fueron reales las fugas del ladrón de arte Erik el Belga, que aprovechó una visita al médico para escapar por una ventana y tomar un taxi usando la bata hospitalaria; la del gringo James Spencer Springette, que se voló de La Picota escondido dentro de un colchón, según nos contaron; o la de la Quica, a quien bajaron a recogerlo en un helicóptero en uno de los patios de la cárcel de Bellavista.

Pero de las fugas reales, la más reconocida y cinematográfica sea quizá la de los ladrones de banco Clarence Anglin, John Anglin y Frank Morris, de Alcatraz.

Durante varios meses de 1962, con ayuda de herramientas tan básicas como cucharas y cuchillos, abrieron un boquete en el hormigón debilitado por la humedad del mar en un pasillo poco vigilado de su bloque de celdas. Durante su trabajo manual, uno de ellos tocaba el acordeón, para esconder el ruido.

Crearon cabezas de papel maché que dejaron en sus camas, para hacer creer a los guardias que dormían mientras ellos se echaban a las frías aguas del Pacífico en la bahía de San Francisco. Nunca los encontraron. Supusieron que se ahogaron.

Hace un tiempo, el canal History Channel emitió un documental en donde aseguran que los hermanos Anglin sobrevivieron y mostró una foto de ellos en Brasil.

De Morris no hay pistas. Quizá se fue con el Correvolando.

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