Hay varios clichés sobre los libros. Uno de los más tozudos los considera puertas que se abren al pasado y al futuro. Inevitable pensar en lo dicho mientras se sostiene con guantes de látex el ejemplar Medellín, 1675-1925, publicado en la última fecha en los Linotipos de EL COLOMBIANO. Estamos en una sala de la Biblioteca Pública Piloto, dispuesta para las consultas del material patrimonial. Aquí no se pueden entrar maletines ni bolsos; quien entre debe hacerlo con guantes y tapabocas, implementos usuales durante la pandemia del virus de Wuhan. Ahora, estorbosos.
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Estos papeles requieren el cuidado de una pieza de arte, de un ser vivo que conserva entre sus doscientas veinte páginas una radiografía de la moda, los hábitos de consumo, el comercio y las ideas que florecieron y se marchitaron hace cien años. Uno pasa las páginas, las acaricia. De tanto tenerlas cerca se pregunta qué tendrán en común esa ciudad de cien mil habitantes mal contados -los editores del libro se quejan de la falta de datos certeros- y esta, que debe estar cerca de los tres millones de almas. Tal vez nada, tal vez todo. Para saberlo se meten las narices en los libros antiguos.
Medellín, 1675-1925
Antes de continuar con el inventario de lo encontrado en ese volumen, conviene dejar algunas cosas claras. Medellín, 1675-1925 fue publicado con motivo de los festejos por los 250 años de la capital de Antioquia. Más que un libro de historia, en estricto sentido se trata de una miscelánea de textos de diferente tipo. Hay ensayos históricos, poemas dedicados a la urbe – más bien cursis, escogidos entre los participantes de un concurso-, publi-reportajes sobre las empresas pujantes de la época, un directorio de la industria y el comercio, un inventario de la carga que entraba al mercado de la ciudad cada trimestre –por ejemplo, 1786 bultos de arroz y 1856 de aves de corral–. El trabajo para reunir la información fue dirigido por Juan Clímaco Vélez y Abel García Valencia y fue editado por Luis Viana Echeverri. El primero fue un poeta, el segundo un periodista e historiador, padre del también periodista Juan José García. Del tercero no se conservan muchos datos.
El profesor Efrén Giraldo fue quien pasó la pista de este libro. Lo hizo durante una entrevista reciente sobre la reedición que el ITM realizó de Medellín, un conjunto de crónicas de Tomás Carrasquilla. Al final de la charla, habló del texto Enredos e incongruencias, que el autor de La marquesa de Yolombó escribió para el libro de Vélez y García. “Ese texto lo escribió Carrasquilla por encargo de EL COLOMBIANO”, dijo Efrén. La alusión despertó la curiosidad, máxime si se tiene en cuenta que durante estos días la gente está interesada en los menesteres relacionados a los 350 años de Medellín. En este punto se preguntará el lector -¿también el editor?- por la utilidad de mencionar la identidad de quién habló del libro. El trabajo en archivo guarda sus semejanzas con el de la pesca: se pueden revisar muchas páginas sin encontrar cosas de interés, sin percibir bancos de peces. Por eso, se agradece a quien da pistas para tirar la red.
Aburrá, San Bartolomé, Medellín
Luego de esta digresión, vuelvo al salón de la Piloto. La mirada busca en el índice la página del texto de Carrasquilla: comienza en la 157, concluye en la 172. Allí, Carrasquilla habla de la historia de la ciudad desde el momento en que los conquistadores -cuyo ideal era el oro, en palabras del autor- llegaron al valle de Aburrá y culmina en los años de la patria boba, ese periodo en que las luchas entre los criollos permitieron la reconquista de los españoles. De lo primero que uno se entera es de la evolución nominal de este trozo geográfico. Primero, se llamó Aburrá -según el cronista-, una palabra de origen prehispánico. Así se conoció el valle hasta que en agosto de 1541 Jerónimo Luis Tejelo, emisario del mariscal Jorge Robledo, lo llamó San Bartolomé.
El lenguaje es la herramienta con la que se construye la realidad. Eso creen muchos filósofos del lenguaje. Si esto es cierto, un cambio de nombre implica un cambio de la realidad. Y la ciudad ha vivido varios. Luego llamarse San Bartolomé la zona adoptó el nombre de Medellín. Carrasquilla lo resume: “A más del nombre religioso, debía dársele otro civil, muy ilustre y recordatorio. Que ni pintado le venía el de «Medellín»: es el de la capital de Extremadura; allí había nacido Hernán Cortés y allí radicaba el condado de don Pedro Portocarrero, presidente del Consejo de Indias en aquel entonces”. En otras palabras, no faltó la lagartería.
En efecto, la nueva ciudad adopta el nombre de un poblado cuya fundación se remonta al imperio romano. Esto equivale a dar al niño el nombre del abuelo: se le incluye en una tradición que lo explica y lo excede. Un dato curioso: hoy por hoy la Medellín española a duras penas llega a los tres mil habitantes. Pensemos esto: si la totalidad de los metellinenses (no es un error de digitación) llegara a la ciudad, no llenaría completamente la plaza La Macarena. Carrasquilla sigue con el relato de los asuntos de la ciudad, pero la curiosidad se salta varias páginas. Se detiene en la publicidad.
El negro Cano: trajes, libros, sombreros y flores
Hay un aviso de la marca de gaseosas Posada Tobón. El texto no tiene matices: “Freskola representa para Colombia uno de los grandes éxitos comerciales”. La publicidad siempre ha sido hiperbólica. Hay otro con la fotografía de un joven de traje y sombrero, probablemente Rafael Arango, el sastre de moda, que en la esquina del parque Bolívar vendía paños ingleses y gabardinas. El hombre de la foto mira con el garbo que uno solo encuentra en las películas de Humphrey Bogart. Páginas adelante, una imagen reproduce mujeres ataviadas con vestuarios de reinas antiguas. En la mitad de la foto, Rosita de Márquez Madriñan lleva un vestido largo y una corona mientras la flanquean cuatro mujeres que llevan en la cabeza un tocado blanco y en la manos un ramo de flores. ¿Puedo decir sin sonrojo que la belleza es una consecuencia de la historia? ¿Estaría mal insinuar, con los ojos puestos en las beldades, que la “bonitura” es un patrón definido por el capital?
De este recuento no se puede escamotear el tema religioso. Los directores le dedicaron una página para informar que en 1925 en Medellín había tres parroquias, diecisiete iglesias, veintitrés capillas. A la sazón, la catedral era la iglesia Nuestra Señora de la Candelaria mientras se terminaban las obras de la actual. Más allá de las cifras, la lista es interesante por aquello que no dice. En este caso no se habla de cultos distintos al católico. Esto fue parcialmente cierto: “el 99% de los antioqueños eran católicos en 1928. Ese año sólo se contabilizaron 1477 personas pertenecientes a otras religiones, de las cuales 454 estaban radicadas en Medellín”, dice un artículo de Patricia Londoño Vélez. En la década del cincuenta comenzó a cambiar esa uniformidad religiosa con la aparición de un templo presbiteriano, otro adventista y una sinagoga.
Las páginas siguen, aparecen otras publicidades. Hay una de un almacén de ropas para los clérigos. Otra de Mosaicos El Diamante. También hay una de la Librería y Papelería de Antonio J. Cano. Conocido con el apodo del Negro, Cano tuvo abierta su librería desde 1901 hasta 1942, contó en una entrevista Juan Luis Mejía. Traductor y violinista, el librero trajo a la ciudad buena parte de la literatura europea de su tiempo. En otras palabras, se trató de una agente cultural reseñable en la vida de la urbe de la primera mitad del siglo XX. Era tan famosa la librería de Cano que la publicidad en Medellín, 1675-1925 trae el dibujo de una beldad que husmea entre los anaqueles y no la dirección del negocio.
La luz bienhechora: Periodismo y esplendor
Algunos historiadores han dicho que una de las razones del esplendor industrial de Medellín a principios del siglo pasado fue el temprano desarrollo de entidades bancarias. Una revisión a la Guía comercial e industrial con la que cierra el volumen en comento revela que en 1925 había una docena de bancos en la ciudad, la mayoría en la calle Colombia. Encabeza la lista el banco Alemán Antioqueño, le sigue el Banco de Londres y América del Sur. No hay que perder de vista que hablamos de la ciudad que había estrenado hacía poco el largometraje Bajo el cielo antioqueño, que todavía estaba bajo el influjo urbanístico del mapa Medellín Futuro. Muy pronto aparecerían el barrio Prado, el Aeropuerto Olaya Herrera -donde moriría Carlos Gardel, quizá la primera noticia de interés universal ocurrida en la ciudad-, el Hotel Nutibara. La del libro es la ciudad del teatro Junin, la que todavía no había canalizado en el centro la quebrada Santa Elena.
En el libro no podía falta el apartado dedicado a la prensa. Los periódicos del pasado son termómetros de las oscilaciones de la vida intelectual y cultural de los pueblos. En los años veinte del siglo pasado la prensa de la ciudad también gozaba de la bonanza que transformó la aldea minera en una ciudad industrial. Sobre la relevancia que entonces tenía el diarista, el libro incluye una glosa de Marco Fidel Suárez. “El escritor que fabrica en cierto modo la opinión pública, es decir, el periodista, dirige el laboratorio en que se forja el rayo o se produce la luz bienhechora, en que se cultivan la paz y la prosperidad, o se desatan las guerras y revoluciones maléficas”, escribió el expresidente. A la sazón circulaban en Medellín El Correo Liberal, EL COLOMBIANO, Colombia y La Defensa. A su vez, la radiodifusión llegó a la ciudad a principios de la década de 1930, con la emisora HKO que cubría el sector comercial de Guayaquil, se informa en el artículo académico Evolución histórica del radioperiodismo en Antioquia.
¿Y la poesía, qué?
Los directores de Medellín, 1675-1925 convocaron un concurso al que se presentaron seis poemas que elogiaban a Medellín. Un jurado en el que participó Carlos E. Restrepo descartó de entrada tres poemas. Luego, escogió a Canto a Medellín, firmado con el seudónimo de Atico. El autor resultó siendo Gonzalo Restrepo. Visto en detalle, el poema redunda en los tópicos de la grandeza de los pueblos y de las bondades de la geografía. En resumen, una pieza de poco valor literario. Sin embargo, el poema ganador y los finalistas –que también están en el libro– dejan a la vista las ideas que los medellinenses tenían sobre sí mismos y su destino. Años antes, León de Greiff escribió Villa de la Candelaria.
Ambos poemas no pueden ser más distintos. Canto a Medellín es una oda de versos largos, dirigidos a la ciudad. Por el contrario, los versos de Léon son breves –pinceladas precisas–, directos. Termina así: “Gran tráfico/ en el marco de la plaza./ Chismes./Catolicismo./Y una total inopia en los cerebros.../Cual/si todo/se fincara en la riqueza,/en menjurjes bursátiles/ y en un mayor volumen de la panza”.
La diferencia entre los poemas ha sido una constante a lo largo de la historia de la cuidad. Pocas veces se encuentra uno a gente tan orgullosa de su lugar de origen y, al tiempo, tan crítica con sus tradiciones y vida espiritual.