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Así son las letras que narran el crimen

Si bien se vive un auge en la literatura negra, esta no es un género nuevo en Colombia.

  • En las letras colombianas se ha tratado lo policíaco desde la violencia, lo histórico, el sicariato. Crímenes municipales, de Darío Ruiz Gómez; Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez constituyen apenas una muestra de lo variado de esta literatura. FOTO SHUTTERSTOCK
    En las letras colombianas se ha tratado lo policíaco desde la violencia, lo histórico, el sicariato. Crímenes municipales, de Darío Ruiz Gómez; Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez constituyen apenas una muestra de lo variado de esta literatura. FOTO SHUTTERSTOCK
24 de febrero de 2018
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A la colombiana —y a la latinoamericana—, la novela de crímenes se vive de una manera propia, distinta a la del resto del planeta. Dicho de otra manera, la literatura negra la tensionamos aquí, agregándole nuestro viciado entorno. La compleja realidad de Colombia y América Latina alimenta estas letras. Pero esta impronta no es un capricho de escritores, ni obedece simplemente a la válida búsqueda de ser diferentes. Tampoco a que tal género literario, como se ha hecho en Norteamérica y Europa, carezca de encanto. Lo ha tenido y sin medida. ¿Quién se atrevería a decir que adolecen de gracia envolvente las historias contadas por los clásicos del género, William Evans Burton, Edgar Allan Poe, sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie, Gilbert Keith Chesterton, Raymond Chandler y un largo etcétera?

Lo que sucede, y así debe ser, es que se ha dado una apropiación y transformación del arte y la literatura, porque somos diferentes. Y porque hacer explotar la novela o el cuento es la única manera en que se garantiza su supervivencia y su buena salud. Cualquier género literario, no solo el negro, tiene en nuestro medio una expresión diferente y única. Puede tener su origen en otros lugares del planeta, está bien, pero cuando se planta en nuestro suelo, florece con una estética propia. Una estética en la que aparece nuestra realidad colmada de mito, magia y religión, de violencia política, revolucionaria y de narcotráfico, así como de la misma descomposición social. Estos elementos, componentes de nuestra vida cotidiana, hacen de la literatura negra algo especial.

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Entre nosotros, este género ha recorrido su propio camino —torcido y culebrero como son los caminos en Colombia—. Si bien en los últimos años ha habido un apogeo, no puede decirse que se trate de una moda y sí que no es algo novedoso. Nombres como los de José Joaquín Jiménez, Francisco de Paula Muñoz, Felipe González Toledo y Alfonso Upegui —don Upo— deben aparecer en cualquier inventario de autores colombianos de esta literatura, desde la crónica roja de los periódicos, que terminó siendo negra.

Se dice que el primero, quien firmaba Ximénez en algunas crónicas, es el autor de la primera novela policíaca en el país: El misterioso caso de Hemán Winter, publicada en la revista Cromos, en 1941. Periodista de El Tiempo en los años treinta del siglo pasado, se dice que este hombre deslizaba cartas o poemas a los suicidas del Salto del Tequendama.

En una de sus crónicas, Relato del hombre que asesinó, se lee:

“Ocurrió, en resumen, que en la madrugada del día trece de diciembre, Rodríguez López sintió que un individuo pretendía robarle su reloj de pulsera; habíale ya requisado los bolsillos del saco. Rodríguez llevó al individuo hasta el antiguo Puente Uribe, cercanías de la vieja estación del ferrocarril de Oriente, y allí, sin más ni más, lo apuñaló, usando un agudo y filoso cortapapel. Aseguró la muerte de su víctima, estrangulándola, y después de ir a la plaza de Las Cruces, en donde libó algunas cervezas, llegó a la Bodega de San Diego, sitio famoso por el atentado contra el general Rafael Reyes (...), y allí, con amigos suyos, prosiguió la fiesta muy campante y feliz”.

En las letras colombianas se ha tratado lo policíaco desde la violencia, lo histórico, el sicariato. Crímenes municipales, de Darío Ruiz Gómez; Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez; La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo; Rosario Tijeras, de Jorge Franco; El capítulo de Ferneli, de Hugo Chaparro; Satanás, de Mario Mendoza; Deborah Kruel, de Ramón Illán Bacca constituyen apenas una somera muestra de lo variado de esta literatura en nuestro medio.

Temas y puntos de vista

En su texto Colombia: en busca de su propia novela negra, el escritor Emilio Alberto Restrepo dice: “tratando de buscar una definición amigable y comprensible de la Novela Negra, encontramos lo siguiente: La novela negra es, como la definió Raymond Chandler en su libro El simple arte de matar, la novela del mundo profesional del crimen”.

Y explica que el término se asocia a un tipo de novela policíaca en el que la resolución del misterio no es en sí el objetivo principal; que es habitualmente muy violenta y las divisiones entre el bien y el mal están bastante difuminadas. La mayor parte de sus protagonistas son individuos derrotados, en decadencia, que buscan encontrar la verdad. “Este tipo de relato presenta una atmósfera asfixiante, miedo, violencia, falta de justicia, corrupción del poder e inseguridad”.

Así, la literatura de La Violencia, como las Crónicas de la vida bandolera, de Pedro Claver Téllez, bien hacen parte de las lecturas de esta área.

Son historias de los bandoleros más legendarios del siglo pasado, Chispas, Sangrenegra, Efraín González —alias Siete Colores o Don Juan—, Jair Giraldo, William Ángel Aranguren —conocido como capitán Desquite—, narradas desde el punto de vista de los criminales —no pocos de ellos alentados por ideas políticas preguerrilleras—, en las que cuentan no solo sus hazañas sino sus orígenes, con lo cual queda claro de qué madera estaban hechos.

“Era memorable la “Batalla de las Avispas”. Atrincherado en el viejo caserío de “El Recreo”, Efraín González resistió un asedio militar de catorce horas, desde el alba hasta las sombras de un inolvidable domingo de abril. Fue tan enconado el ataque y ardorosa la defensa que no bastaron al Ejército sucesivas arremetidas de morteros, granadas y metralletas para reducirlo y este logró escapar, en medio de la tropa, para entrar en la leyenda”.

Y este solo asunto, el punto de vista, aporta un elemento a esta nota sobre el género de literatura de crímenes y criminales, policías y detectives. Comenzó llamándose limpiamente

literatura de suspenso o de misterio; luego, literatura policíaca o detectivesca...

Estos rótulos no han sido puestos arbitrariamente por críticos, periodistas, editores o autores, sino más bien por un afán de precisar los nombres de las cosas. A simple vista, observamos que la literatura policíaca o detectivesca tiene expreso en su designación el punto de vista. Se narra intentando exaltar a quien resuelve el crimen o poniendo en el centro la solución del enigma de quién perpetró el delito —no solo asesinato, sino también robo, extorsión, secuestro y cualquier otro ilícito o, incluso, conductas cuestionables que no alcanzan a ser ilegales pero sí atentados contra la sana convivencia—. Su propósito es devolver la confianza de los ciudadanos hacia la justicia, aunque no sea impartida por las instituciones, o restaurar el orden amenazado por un criminal, todo lo cual mediante la exaltación del raciocinio.

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Como apuntó Pedro Claver Téllez en una entrevista para vive.in, en 2012, con la cual presentaba su novela El bandido jubilado, la historia de un antioqueño que decidió retirarse del oficio de bandido cuando cumplió cincuenta años, dejando atrás una vida en el hampa que abarcó la piratería terrestre, el contrabando, la falsificación y la estafa:

“El género negro tiene varias líneas, la que cuenta la mirada del policía, la del delincuente y la de la víctima. El lado del delincuente me interesa como forma de mostrar que una sociedad que pasa por honesta tiene medio pie en el lado sucio”.

Este escritor nacido en Jesús María, Santander, dice en la misma entrevista que, al usar este punto de vista, no se hace apología del delincuente. Todo depende de la mirada hipócrita de las personas, que censuran la droga al hablar de ella, pero la meten en el baño, y al mencionar la corrupción todas son honradas.

En este sentido, recordamos a Élmer Mendoza, el autor mexicano de narcoliteratura. En entrevista dada a EL COLOMBIANO para presentar su novela El misterio de la orquídea calavera, escuchó esta pregunta:

—Hay quienes piensan que escritores de literatura negra y productores de televisión y cine de estos temas hacen apología del delito. ¿Usted qué cree? Y contestó:

—No. Es un error ocultar lo que tenemos. Lo que somos: una sociedad muy concesiva que permite que se desarrolle un Pablo Escobar. Los mismos que critican esto, muchas veces son los que participan del lavado de dineros. Hasta la gente decente cae en este delito y es la misma que se da golpes de pecho. Es necesario, más bien recuperar todas esas experiencias negativas para evitar volver a esos momentos de violencia y a crear esos pablos. Pero más allá de los productores de televisión o de los escritores, es en la casa y en la familia donde se deben formar los valores... La familia debe cuidar a los hijos y trabajar para que sean ejemplares”.

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