Como si trabajaran en el taller de Vulcano, el Dios del Fuego, los forjadores de hierro siguen ejerciendo su oficio milenario.
Y como suele ocurrir en las artes y los oficios más antiguos, el legado vuela de una generación a otra, los saberes pasan como la posta de un atleta a otro. Y la pasión.
Gustavo Ospina, uno de los cinco herreros del patio trasero de la Tienda del Cerrajero, en Jesús Nazareno, es un ejemplo claro de esta idea.
Da la espalda a una fragua cuyo fuego que es alimentado con coque, un combustible sólido formado por la destilación de carbón bituminoso calentado a temperaturas de 500 a 1.100 grados centígrados sin contacto con el aire. Encima de esas brasas pone a calentar varillas de hierro durante unos tres minutos. Es tiempo suficiente para que alcancen temperaturas de más de mil grados centígrados.
Toma una de ellas con su larga pinza que agarra con su mano izquierda y, con la derecha, da mazasos a la otra punta, ya de un amarillo rojizo que da la impresión de ser incandescente, apoyándola, no en un yunque como los forjadores de antes, sino en una mesa metálica, y así consigue darle curva.
Una lluvia de limalla va desprendiéndose de la varilla con cada golpe. Parecen gotas de fuego las que caen al suelo o rebotan en su delantal de carnaza cuyo faldón le llega más abajo de las rodillas.
Termina de formar la espiral descargando la varilla en una guía, hecha también de hierro, que descansa en lo alto de una pequeña torre férrea que sobresale en su mesa de trabajo, como una oreja.
Luego, la arroja al suelo donde hay otras, enfriando.
¿Qué hacen estos hombres con su rústica labor? ¿Para qué tuercen fierros en esa vieja casa de paredes ahumadas y heridas por golpes dados con ese material duro, el cuarto más abundante de la Naturaleza?
Moldean una parte de las figuras que adornan las rejas de las ventanas y las puertas. Aplicaciones, se llaman esas varillas retorcidas, las cuales, juntando dos o cuatro, dan forma a flores inflexibles que dan gracia a esos encierros de las viviendas.
Para forjar cada varilla, él toma apenas un tiempo tan breve como el que uno requiere para leer tres o cuatro líneas de este relato que describe su trabajo.
Como no le pagan salario, sino por producción, al final del día cuentan las que logró hacer, que no bajan de trescientas o cuatrocientas, el objetivo es ver crecer esa montaña de figuritas en el suelo.
“Mi papá tiene 80 años. Con él trabajé en mis comienzos, en un taller del Chagualo. De vez en cuando se asoma por aquí. Hacía herraduras —comenta Gustavo. El sudor corre por su rostro, aunque, hay que decirlo, en ese patio, a pesar de haber cinco fraguas encendidas, no hace un calor de infierno como uno habría de imaginarse, tal vez porque el techo tiene cierta abertura—. Como no puede quedarse sin trabajar, tiene una pequeña fragua en la casa, para hacer sus marañitas”.
Las herraduras llevan mucho trabajo. Tienen tacón, canal y orificios. Las cuatro las pagan tan baratas, que muy pocos se ocupan de hacerlas.
Este es un oficio en decadencia, cuenta Farley Orrego, el dueño del entable, quien, por cierto, también es hijo de herrero, Hernán, y nieto de herrero, Lázaro, quien ya murió y no resucitó.
“Lo enseñaban en el Sena y en el Pascual Bravo, pero dejaron de enseñarlo. Se fue perdiendo”, dice Farley. Por eso, él se ha tomado el trabajo de enseñarles a algunas personas. Dos de ellas trabajan con él en este patio donde se eterniza la Edad de Hierro.