Nunca antes un tenista había necesitado de tantas intentonas, doce, para alzarse con el Grand Slam de París. Pero ni las tres finales perdidas, ni las cuatro veces que cayó en semifinales, ni las dos que cedió en cuartos le apartaron de su objetivo.
Novak Djokovic borró de su lista la última frontera que le quedaba: levantar el trofeo de Roland Garros y poner sobre su cabeza los cuatro grandes, lo que le consagra como un tenista obstinado hacia los propósitos que se marca, dispuesto a acabar con todos los límites. Donde muchos veían un fantasma, Djokovic diseñó una motivación. Mientras muchos le creían obsesionado por la Copa de los Mosqueteros, el serbio trabajaba sin tregua para levantarla.
Lo hizo en una edición en la que ni el español Rafael Nadal, vencedor en 9 ocasiones, ni el suizo Roger Federer, ganador en una, se opusieron a él por lesión. Pero ese dato no borra una realidad: Djokovic es el gran dominador del tenis actual y su victoria en Roland Garros es el justo premio a un trabajador que se ha dejado la piel hasta conquistarlo.
A diferencia de otros números 1 que en el pasado tropezaron sin vencer en el Grand Slam de tierra batida, el serbio no paró hasta lograrlo. Y lo hizo superando en la final a un aguerrido británico Andy Murray, que atraviesa quizás el mejor momento de su carrera. Lo superó 3-6, 6-1, 6-2, 6-4 y celebró marcando en la tierra batida de Garros un corazón gigante, en alusión a su amigo, el brasileño Guga Kuerten, a quien antes del juego le había propuesto que le prestara su corazón, porque lo iba a necesitar. Un corazón en la cancha, esa que le había dado tantos dolores de cabeza en otros años y se recostó de espalda, como un verdadero conquistador.