EL COLOMBIANO hizo un
recorrido por Bojayá para conocer la realidad de sus habitantes década
y media después de la masacre.
En la ribera chocoana del río Atrato hay un pueblo fantasma, que recuerda a todos los viajeros que por allí pasó la guerra: el 2 de mayo de 2002, una pipeta de gas cayó en la iglesia donde los habitantes se resguardaban de los enfrentamientos entre la guerrilla de las Farc y las Autodefensas Unidas de Colombia. Murieron 119 personas y se desplazaron casi 6.000 civiles.
Aunque ya el monte se haya comido las casas de los bojayacenses, el dolor sigue latente. “Si no descansa el muerto, el vivo tampoco va a descansar”, declara el padre Antún Ramos, quien era párroco de Bojayá el día de la masacre.
Precisamente, los habitantes de esa calurosa y húmeda tierra no pueden dejar atrás esa tristeza porque dicen que sus muertos no descansan en paz.
Mayo, además...
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