Es de tal tamaño el descrédito de la guerrilla colombiana que una respetada defensora de Derechos Humanos y experta en negociaciones de paz como Mary Robinson le dijo a este diario, hace un año, que la lucha armada de las Farc no tiene hoy justificación alguna. Ayer, el analista en seguridad y narcotráfico Diego Corrales aseveró que las Farc son hoy "el cartel de drogas más grande del mundo". Un cartel que se lucra de "toda la cadena de cultivo, manufactura y distribución" de narcóticos. Son afirmaciones, en dos líneas cardinales, que no pueden echarse en saco roto: la pérdida de validez y pertinencia política e histórica y la lumpenización creciente del movimiento guerrillero en el país.
Pensaríamos que en este escenario, el año que comienza será definitivo para que las Farc y el Eln les den un mensaje de cambio a los colombianos y al mundo: o irreversiblemente se hunden en las aguas negras de ese territorio subterráneo y oscuro que habitan (el del secuestro, la extorsión, el narcotráfico y el terrorismo) o definitivamente comienzan a salir a la luz de una nueva historia que les permita incorporarse al país que hemos venido construyendo durante los últimos ocho años (empeñado en la seguridad, el empleo, la inversión extranjera, la modernización agraria e industrial y la política y el diálogo multisocial).
Lo paradójico es que las señales de aquella voluntad de constituir una fuerza que recoja algún respaldo e identidad social no llegan. Alias "Alfonso Cano" acaba de amenazar con un redoblamiento de las "actividades" de las Farc. Debe ser el acostumbrado terrorismo de su organización, que este fin de semana atacó un convoy militar en San Vicente del Caguán con un saldo como siempre lamentable: una menor, una niña ajena al conflicto, y tres militares muertos. Balazos, tiroteos infames. Nada más.
El jefe guerrillero aprovechó para hacer ese proselitismo caduco y de lugares comunes que ya no les funciona a las Farc: que la ley de restitución de tierras no pasará en un Congreso que, según él, es "herencia del paramilitarismo". Que hay que devolverles las tierras a campesinos, indígenas y colonos. Y mientras tanto las Farc aupando la siembra de coca y marihuana y frenando el desarrollo autónomo de cientos de comunidades rurales. Asesinando a líderes agrarios y comunitarios, como se constata en informes de reputados organismos de derechos humanos. Las de Cano no son solo bravuconadas, como dijo el ministro de Defensa, Rodrigo Rivera. Son palabras vanas.
Es ese vacío, ese ahuecamiento político, esa ulceración del pensamiento, sin asomos de humanismo, lo que hace que las Farc estén en este momento de la historia en tal desconexión de los propósitos y los intereses nacionales. Lo que hace que el país les quede tan lejos: del Cabo de la Vela al cabo de su retórica estéril.
El presidente Juan Manuel Santos, eso sí, sin vacilaciones militares, ha dado muestras de querer abrir alguna ventanita, dejar que las palabras encuentren rendijas. La firmeza y la seriedad con que estimuló recientemente vasos comunicantes, para que la exsenadora Piedad Córdoba y la Cruz Roja Internacional avancen en la liberación de secuestrados es tal vez un signo de convicción en que la guerrilla pueda dar en 2011 paulatinas muestras de cambio, sin su acostumbrada soberbia.
Es que en su peor momento militar, y en medio del optimismo que respira el país a pesar del desastre invernal, las Farc no pueden venir a exigir lo que no han dado ni a esperar gestos de generosidad de la sociedad colombiana. Una sociedad a la que, cada vez más, le sobra y le es indiferente una guerrilla tan dañina.
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