En los últimos años se ha fortalecido en Colombia la idea de combatir la injusticia social con políticas distributivas. Estas son tomadas de una corriente filosófica liberal que plantea gravar con más impuestos a los ricos, para entregarles subsidios a los menos favorecidos. Programas como Familias en Acción tienen el aparente propósito de mejorar la calidad de vida de sus beneficiarios. Esa concepción paternalista ha sido objeto de múltiples discusiones académicas y políticas.
¿Es correcto que el Estado entregue insignificantes sumas de dinero a familias, madres o ancianos que en condiciones degradantes hacen interminables filas para obtenerlas? La pregunta tiene más sentido cuando en miles de casos esa pequeña suma de dinero termina en las cantinas; o cuando aquellos que sí poseen un empleo inventan toda clase de marrullas para obtener el beneficio. El Sisbén, en algunos casos, también se ha puesto en entredicho.
Lo cierto es que algunos programas de ayuda estatal empeoran el problema, pues no se hace justicia con todos los pobres, sino que por su viveza se privilegian solo algunos. Esa no es la forma de entender y enfrentar la desigualdad social.
Con lo que he dicho hasta aquí no pretendo sentar una oposición a las políticas liberales de la distribución, pues estas tienen una intención sana, que es permitir que el rico se vuelva más rico y el pobre más pobre. Sin embargo, en su aplicación se debe cuestionar sobre qué es lo que hay que distribuir, cómo y cuál debe ser el resultado. Con las respuestas se podrá evaluar si ciertamente las políticas del Estado tienden a corregir la injusticia social. Así tomaríamos en serio su estructura básica y pondríamos en jaque a aquellas instituciones que son inoperantes y distribuyen subsidios a diestra y siniestra.
Pero, además, la injusticia social no se corrige solo con estas políticas de distribución. Hay que desvelar su sentido político, es decir, cómo se invisibilizan o banalizan. Mientras a unos se les ayuda, a otros grupos sociales se le estigmatiza. Afrodescendientes, indígenas, miembros de la comunidad LGBTI, mujeres y discapacitados, también requieren políticas justas y liberadoras, que aseguren su inclusión social plena, pues se les condena a la esfera de lo privado.
La frase de un diputado antioqueño escandalizó al país. "La plata que uno le mete al Chocó es como meterle perfume a un bollo", dijo. El rechazo fue unánime, pero cayó fácilmente en la amnesia social. Día a día hay discriminación de afrodescendientes e indígenas. El modelo cultural colombiano heterosexista considera pervertidos a los gais y lesbianas, y en el caso de las mujeres, aunque han avanzado en sus derechos, todavía persisten graves síntomas de discriminación, producto de la tradición patriarcal y modelos de relacionamiento en los que la autoestima es manejada por los caprichos varoniles.
Ese abanico de discriminaciones, no solo evidencia las grietas sociales del respeto por el otro, sino que también mantiene abierta una herida dolorosa: el odio individual que nos mutila como sociedad.
Así que la bandera de la justicia social no se alza simplemente con entregar unos pesos, distribuir subsidios, bienes o becas. La firmeza de esa bandera radica en reducir la desigualdad social, pero transformando esos poderosos instrumentos de opresión. En ello las instituciones juegan un papel importante. Reconocernos diferentes es una viga estructural y profunda de la paz.
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