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Algunas reflexiones sobre la ley de tierras

  • Alejo Vargas Velásquez | Alejo Vargas Velásquez
    Alejo Vargas Velásquez | Alejo Vargas Velásquez
23 de noviembre de 2010
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A propósito de la ley de tierras y de restitución a las víctimas que se tramita con prioridad por el actual Gobierno, es importante repasar nuestra historia para ver las complejidades sociopolíticas que tendrán la aplicación de las mismas -sin contar la maraña de aspectos jurídicos creados por los grupos paramilitares, que habría que desenredar- y por consiguiente valorar el desafío del gobierno Santos en este campo.

Recordemos que el problema de la tierra ha estado rondando la historia de las distintas violencias colombianas, las del pasado y las del presente.

Desde comienzos del siglo XX, como lo enseñó Jesús Antonio Bejarano, había una configuración de la estructura agraria caracterizada por el predominio de dos formas de producción: la economía de hacienda, con los mecanismos de sujeción extraeconómica de la fuerza laboral y que se orientaba hacia la ganadería extensiva, el azúcar y los cereales; la economía campesina, basada en el trabajo familiar y con su producción centrada en alimentos -y abastecía de allí centros urbanos- y en la producción de café.

Esto muestra cómo desde muy temprano en nuestra historia el camino del desarrollo agrario fue el de la gran propiedad -conocido como el modelo junker-.

Sin embargo, para la producción campesina hubo medidas de apoyo, basadas en lo fundamental en el estímulo de la colonización a través de políticas de adjudicación de baldíos, como, la Ley 71 de 1917, que buscaba facilitar la formación de pequeños propietarios de menos de 20 hectáreas, o las Leyes 185 de 1920 y 74 de 1926, que intentaban actuar en el margen de maniobra que tenía el Estado frente a la política de tierras: adjudicar baldíos nacionales; la primera hasta por 2.500 hectáreas para ganadería y 1.000 hectáreas para agricultura, tenía como destinatarios a los grandes propietarios; la segunda, en áreas no superiores a 80 hectáreas, fomentaba la colonización campesina.

Estas normas, junto con la Ley 47 de 1926 sobre colonización, intentaban resolver los cada vez mayores enfrentamientos sociales que se estaban generando entre colonos y terratenientes alrededor de la propiedad de la tierra.

Porque era claro hacia los años 20 que los conflictos se agudizaban y se expresaban en dos dimensiones: Una, entre colonos y terratenientes -eran conflictos alrededor de la titularidad de las tierras- y otra, entre campesinos y dueños de grandes extensiones -eran conflictos alrededor de los salarios por un lado y, por otro, entre la posesión material de los campesinos en el interior de las haciendas y unos supuestos o reales títulos de propiedad.

Es el esfuerzo para responder a estas tensiones en el agro lo que explica la Ley 200 de 1936, en la 'Revolución en marcha' de Alfonso López Pumarejo, y la Ley 100 de 1944 -modificatoria de la anterior- en el segundo gobierno López Pumarejo, que pretende darle salidas institucionales a una conflictividad que tendía a expresarse en forma violenta.

Pero la violencia entre liberales y conservadores ahogó estas salidas.

En los años 50, la atención estatal a la política de tierras se expresó en la Ley 20 de 1959, que autorizó a la Caja Agraria a desarrollar un programa de parcelaciones a los desplazados por la violencia. Esta política se canceló en los primeros meses de la siguiente década con un resultado precario.

Luego tendremos el período del reformismo agrario de los años 60, liderado por Carlos Lleras Restrepo, con la Ley 135 de 1961 y Ley 1 de 1968, incluida la creación de la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos) por el gobierno Lleras Restrepo y la acción redistributiva del Incora hasta fines de los 80, pero con resultados precarios. La prioridad era modernizar el agro, no redistribuir la tierra.

Esta historia es la que lleva a mirar los actuales intentos con poco optimismo.

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