Asomados a la puerta, descansan de horas de limpieza, pero el Manco interrumpe para exigir le respondan por un azúcar que dejó antes de la inundación. Dolores y Luz Elena le alegan. Luis Alfredo también.
Llevan horas en el aseo de lo que fuera un granero, del que quedó un enfriador que ojalá funcione cuando seque. Lo acaban de lavar con el agua verdosa que cubre el pavimento de la calle.
Santa Lucía parece un pueblo destruido por la guerra y saqueado por los vencedores. Colchones, muebles, camas, ropa, utensilios, adornos, neveras y otros electrodomésticos tapizan las calles por las que sólo se mueven decenas de perros, puras costillas paradas en huesos disfrazados de patas. No hay agua potable ni funcionan las alcantarillas.
Las puertas de las casas permanecen cerradas, con trapos por debajo como insinuando que se trató de contener las aguas del canal. Los vidrios rotos por centenares adornan las fachadas. Cuadras y manzanas enteras sin un habitante.
Una veintena de lugareños desembarca de uno de los johnson que la Alcaldía paga para que quienes comienzan a retornar se desplacen gratis. Yidis Arévalo, la profesora de matemáticas de El Algodonal, a 15 minutos a pie, desciende y recuerda que cuando las aguas presurosas del dique entraron, partió en una lancha como perseguida por un fantasma, con pocas pertenencias. Eran las 4 y 30 de la tarde. Cinco horas después tras extraviar el camino llegaron a Suan, un viaje que casi nunca tarda más de 30 minutos. Todo era agua. Y el miedo crecía con la oscuridad. Las pertenencias, como predestinadas, se empaparon, igual, bajo el torrencial aguacero de horas en la embarcación.
Ahora espera la orden para reanudar clases, aunque la institución sigue anegada. "Me dedico a repasar con mis hijos", dice y continúa a ver cómo está su casa.
Los santalucenses regresan de a poco, aunque solo dos o tres centenares, de miles, se han asomado. Llegan en la mañana y parten al atardecer. No muchos se quedan. Dolores García, sí. Encontró posada en el granero. Su casa sigue bajo las aguas, de la carretera al sur, la parte baja del poblado donde barrios enteros se mantienen sumergidos.
Calmada tras discutir con el Manco, que no es manco sino cojo, cuenta que "estuve un mes donde una comadre en Soledad. Qué pena, uno sin plata y en casa ajena... No, me tuve que venir y aquí me quedo, aunque no tengo ni cinco pesos. Al menos para que Dios me vea". Y para cuidar que no se roben el refrigerador.
Mientras la bebé duerme sobre una colchoneta el sopor de la tarde refrescada por un ventilador, lo único que pudo recuperar del desastre, José Pérez ayuda a desinfectar el piso. "Vinimos hoy y vendremos mañana. De acá al lunes volvemos del todo así no haya nada pa' hacer".
El sol de las dos abraza duro y seca la piel y la garganta. No hay tiendas. Todos los negocios están cerrados. En el embarcadero, un paisano vende refrescos en un icopor. Por la calle principal, tres perros se disputan un hueso sin pizca de carne y más allá se escuchan los ladridos de un par que se anima a corretear un burro.
César Orozco, que toma aires de líder, regresó. Llama a que más habitantes retornen. "Tenemos que limpiar las casas. La Alcaldía no nos lo va a hacer". Luego es más fácil recoger si se deja en montones, explica.
Una mujer, de cabello blanco y piel sufrida, ingresa y sale retirando restos de muebles de su vivienda. "No me tomen fotos. Acá nadie viene. ¿Dónde está el alcalde?", pregunta indignada y con ojos que más que rabia reflejan tristeza e impotencia. Aunque la sede de gobierno local está en área seca, el funcionario despacha... desde Barranquilla.
Para llegar a esta población en la punta sur del cono que forma el mapa del Atlántico aprisionado entre Bolívar y Magdalena, el único medio hoy es el fluvial por el canal del Dique. Son unos 20 minutos desde el sitio de la rotura, que se llevó la carretera pavimentada. El viaje lo hacen los lugareños mirando infinidad de iguanas y unas invitadas inesperadas: babillas que, relatan, escaparon de un zoocriadero.
La Islita está a 80 metros del punto donde se rompió el canal. La casa de esta finca que tenía 86 reses y muchas gallinas, zapotes, guayabos, naranjos y más árboles, está enterrada en la arena, aunque el lugar ya está seco. Francisco y Dairo, hijos de Dairo Salgado y Katia Gómez, estaban solos cuando el boquete se abrió. No pudieron más que correr. Poco se salvó: 13 reses, los perros que andaban tras una perra en celo y tres gatos.
Pachito, uno de estos, de manchas amarillas y blancas, duerme confiado sobre una silla, tras los días tormentosos que padeció. Tres semanas permaneció con los otros dos felinos en el techo de la casa. Dairo y los niños, nadando, les llevaban comida. "Pobrecitos", musita Katia.
La familia, informan, no ha sido censada, pero recibe mercados cada semana, alimentos que cocinan en un improvisado fogón al lado del techo, que hace de poyo, mientras Norelvis García, una amiga, lava la ropa en una carreta de construcción. Es de Santa Lucía. "No me quedó nada". Sin ahondar en detalles, sigue estregando una camisa a rayas.
Los alrededores semejan la réplica de Armero. Decenas de árboles, muchos de ellos secos ahora, enterrados hasta medio tronco. Lo que fueran pastos y plantas de rastrojo es una enorme cobertura café de pantano de decenas de kilómetros cuadrados, que poco a poco escurre. A 300 metros, la cesta de la cancha de baloncesto revela que los techos que aparecen sobre la tierra, pertenecían a la escuela. Y ahí cerca, otra vivienda cubierta por la tierra, junto a guayabos cuyos frutos caídos regalan, por lo menos, un olor más agradable.
Santa Lucía es un pueblo atrapado por el dolor de haber sido y el futuro imposible de predecir. No todos se fueron. Muchos residentes en las viviendas aún tapadas, al otro lado del terraplén que corona la carretera, han permanecido todo el tiempo bajo cambuches de plástico negro, muriéndose del calor y de la angustia de ver que el agua al frente no ha cedido.
Pico y Placa Medellín
viernes
no
no