Nadie se toma en serio a los superhéroes. Y deberíamos.
Porque hoy en día, cuando la cultura pop que se consume por programas de televisión, revistas y cómics ha remplazado a los libros de texto, los superhéroes ocupan el papel alegórico que tuvieron por mucho tiempo los dioses griegos.
Sus historias son las moralejas con las que crecen nuestros niños y sus hazañas, son tan inspiradoras para algunos como los himnos nacionales.
Con la posible excepción de Spiderman 2, sólo hasta que llegó Christopher Nolan -aquel director obsesionado por los mecanismos de la mente y por la naturaleza humana- a revitalizar una franquicia que agonizaba, alguien se atrevió a pensar que una historia de superhéroes podía ser algo más que un entretenimiento para comprar crispetas. Su manera de asumir a Batman, fue lograr que los espectadores a lo largo de Batman begins, nos hiciéramos las mismas preguntas que el personaje no sabía cómo responder: ¿qué es la justicia?, ¿para qué sirve?, ¿cómo personificarla y eso qué consecuencias tiene? Su acercamiento visual también fue único: en vez de la estética de cómic que uso con éxito Tim Burton, Nolan prefirió “humanizar” cada imagen para que Ciudad Gótica fuera una ciudad cualquiera. Para que fuera todas las ciudades.
En la tercera entrega de la saga, Nolan simplemente lleva hasta las últimas consecuencias lo que había comenzado. Sin concesiones al espectador (hay que ver las dos películas anteriores para comprender todos los detalles de ésta), plantea la continuación del mismo universo ocho años después de los acontecimientos de The dark knight (guardando un luto valeroso, pues no hay una sola mención en toda la cinta al Joker, que consagró al fallecido Heath Ledger), con el enmascarado desaparecido y Bruce Wayne retirado, apático frente a todo, sin ganas de vivir. Pero la llegada de Bane, un malhechor que pretende hacer pagar a la ciudad todos sus pecados (que son los nuestros, por algo su primer golpe es contra el símbolo moderno de la codicia: la bolsa de valores), y de Selina Kyle, una ladrona de traje oscuro, como él, que hace justicia a su manera robándole sólo a los ricos, lo obligarán a tratar de responder a esas preguntas que lo siguen atormentando.
Nolan ha sabido entender a los superhéroes y a los villanos como lo que son: símbolos. Por eso triunfa al jugar con la iconografía básica de la historia, poniéndola al servicio de un guión potente, capaz de reflexionar sobre el mundo en que vivimos sin dejar a un lado las fantásticas escenas de acción que interesan a tantos. Les deja a todos sus actores su momento de lucimiento en pantalla (sobre todo a Anne Hathaway y a Michael Caine) sin preocuparse por la duración de la cinta, pues sabe que si una historia está bien contada, nos tendrá pegados a la silla el tiempo que él desee. Y cierra con perspicacia un ciclo, recordándonos que al final cualquiera, si se lo propone, puede convertirse en símbolo.
Nadie se toma en serio a los superhéroes. Por fortuna, Christopher Nolan sí.