Trigésimo domingo ordinario
" Dijo Jesús esta parábola para algunos que teniéndose por justos, despreciaban a los demás: Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo, el otro publicano ". San Lucas, cap. 18.
"Para algunos que teniéndose por justos, despreciaban a los demás". Cristo nos dedica personalmente esta parábola. Porque muchos de nosotros empleamos a las mil maravillas los mecanismos de defensa, que enseña la sicología. Frente a cualquier enemigo, alguno de ellos nos protege.
Exageramos entonces nuestras cualidades, nos comparamos con los peores de nuestros amigos, bautizamos nuestras fallas con nombres aceptables y sonoros.
A la injusticia la llamamos viveza, al orgullo, dignidad. Al adulterio, aventura. Al despilfarro, gastos de representación. O en otro campo: libertad a nuestra pereza. Autenticidad a la mala educación. Prudencia a la avaricia. Constancia a la terquedad y a nuestra mediocridad, equilibrio.
Aun cuando hablamos con Dios utilizamos hábilmente los mecanismos de defensa. Como el fariseo de la parábola, que oraba en un lugar destacado del templo: "Señor, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano".
Cristo desea transformarnos, pero nos pide reconocer llanamente lo que somos. Por esto alaba la actitud del publicano: va al encuentro con Dios, no busca un lugar especial en el templo. Se reconoce pecador y ruega al Señor lo compadezca.
Es la otra cara de la moneda. Al aceptar sencillamente lo que somos lograremos, en el plano sicológico, una valiente reconciliación con la realidad. Esto nos librará de tensiones y angustias. Apareceremos ante la comunidad sin pretensiones ni prejuicios y nuestra relación será amable y fraterna.
Delante de Dios alcanzaremos la medida exacta de nuestra grandeza: una enorme posibilidad de mal, pero también una inmensa capacidad de pecado. Somos criaturas limitadas, pero ante todo, hijos de Dios. Su obra maestra.
Si a un árbol, aun al más vencido, le arrancamos la hiedra, pronto se llenará de retoños y de frutos. Así sucede cuando nos despojamos de nuestros disimulos y capitulamos ante el Señor.
Qué bueno que al recibir esta carta de Dios cambiáramos, como en álgebra, los signos de nuestra vida, para rezar sencillamente: Perdón, Señor, porque soy como los demás hombres. Y en ciertas ocasiones he sido aún peor.
La credencial para acercarnos al Señor es siempre un corazón sincero. Jesús que comprendió la injusticia de Leví, el desorden sexual de la samaritana, y aun la violencia de un ladrón crucificado junto a él, nunca pudo admitir la hipocresía de los fariseos.
(Publicado el 26 de octubre de 1980).
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