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Casado con una o con dos

06 de julio de 2009
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Cuando es casado por lo católico, él va con una; cuando lo es por lo civil, con dos. Y lo mejor es que para las dos él se basta y sobra.

Los casados de Los Saldarriagas, el bar del parque de El Poblado, tienen casi treinta años. Como se ve, son matrimonios estables.

Es, para no dar más vueltas, un pan de leche con una o dos empanadas, respectivamente, en su interior. Casados que se fueron dando espontáneamente entre vendedores y clientes, sin que nadie los planeara un día, como se van dando las más de las costumbres.

"Es que nosotros somos montañeros de Rionegro o, más precisamente, de un pueblito que se llama San Antonio de Pereira, ¿lo conoce?, y allí le decíamos a esas mezclas casaditos".

Es Norman Gómez Mejía, administrador de este lugar de fachada abigarrada, en la que muchos estudiantes han escrito sus mensajes, han dejado sus improntas o simplemente líneas y enredos con marcadores negros que nadie se ha dado a la tarea de borrar.

Pasa el día allí, en esa vieja casa de suelo ajedrezado verde y amarillo, paredes de tapia, pendiente de cuánto se requiera, aunque quien lo vea cree que está distraído llenando un crucigrama. También pasa allí la noche, puede decirse, porque es el encargado de cerrar a las dos de la madrugada.

Rubiela Amador atiende de siete de la mañana a cuatro de la tarde. Ella, coronada de gorro de chef vive orgullosa de su apellido, por escaso y porque también lo tenía el influyente hombre de 1900, don Coriolano, apodado en su época El Burro de Oro, con cuya estatua ella se topaba en otros tiempos, cuando iba de paso a su trabajo en otro sitio. Rubiela no es quien hace las empanadas. Éstas las prepara Marina Vélez en la cocina, situada atrás del viejo edificio.

Cuenta que acuden hasta este negocio elegantes ejecutivos, bien por la ventana de reja, bien por la puerta, buscando el casado.

"Hugo Restrepo, el guionista de La vendedora de rosas, no falta, ¿cierto Rubiela?", interviene Norman.

Mientras tanto, ella sirve una de esas viandas, acompañada de una poncherita de ají en la que podría perecer ahogado un pájaro, a Gonzalo Porras Osorio, un plastificador ambulante que no falta cada día en Los Saldarriagas.

"Otro que no falta es el Profesor. No le sabemos el nombre; sólo que es profesor de Eafit y viene hasta dos veces al día. Una, a comer; otra, después de las cinco, se toma mediecita y se va".

Rubiela olvida mencionar a Hernando Aguilar, un abogado que tiene su oficina cerca al hotel Park 10 y que no falta cada mañana en el bar. Toma café. Lee la prensa. Revisa casos. Y esos materiales los va guardando, juiciosamente, en una bolsa transparente.

"Bueno, hay días que no vengo: cuando tengo audiencias y debo quedarme por la Alpujarra", corrige el abogado, mirando el mundo a través de unas gafas gruesas. "¿Cuánto hace que vengo aquí? ¡Virgen! ¡San Pedro!"

Siempre está solo. Se sienta a una mesa cercana al patio central y espera que pase un minuto y otro más y después otro, antes de marcharse a casa de su hermana, situada cerca de allí, en la 9, más conocida como Calle del Frito.

"Es que en el Parque de El Poblado no hay opciones -comenta- era bueno hasta hace unos tres o cuatro años, ¡pero esto se dañó!"

Aparte de los casados, nadie sabe definir el secreto encanto de esta vieja casa para que atraiga a tantos. Sin música. Y ni siquiera es bonita.

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