Quien esté libre de culpa en materia de tolerancia habitual y respeto a los demás, que lance la primera piedra. No nos rasguemos las vestiduras por las reyertas verbales que todos los días protagonizan los dirigentes políticos y administrativos más sobresalientes y llamados a dar ejemplo, ni por la conversión de simples discusiones triviales en confrontaciones encarnizadas, como si día tras día estuviera confirmándose que, tal como dicen que decía Bolivar, "cada colombiano es un país enemigo".
Si el Presidente y dos expresidentes se trenzan en intercambio impertinente y estéril de invectivas (cuando "no está el palo para hacer cucharas"), si un Procurador sugiere que "muchos periodistas" fuman marihuana (y es obvio que no todo el gremio periodístico tenga por qué sentirse aludido) porque algunos colegas disfruten sometiéndolo a matoneo mediático por pensar distinto en materias morales y religiosas, lo que está evidenciándose es un liderazgo de opinión contagiado del antiguo mal nacional de la incapacidad de asumir la cultura de la discordancia como estado natural del ciudadano en una sociedad abierta y de tendencia democrática.
Parece normal que para criticar a alguien haya que empezar por descalificarlo y lanzarle unos cuantos epítetos ultrajantes. Basta repasar ciertas notas escritas al amparo del anonimato al margen de las columnas de opinión de las ediciones en internet de los periódicos, para verificar ese estado natural de primitivismo verbal que puede identificarse como el origen de no pocos de los conflictos que diezman la capacidad de alcanzar un clima aceptable de paz y convivencia que haga posible la realización de proyectos nacionales innovadores y orientados al progreso integral y la justicia social.
Ante la posibilidad de la crítica suele asumirse una actitud próxima a la de la hiperestesia, entendida como sensibilidad excesiva y dolorosa. La regla de costumbre ha convertido el verbo criticar en sinónimo de atacar y destruir. El criticado se siente ofendido, aún si el crítico piensa y obra con rectitud de intención, honradez intelectual y ponderación en los juicios de valor que emite. Lo digo porque suelo decir de buena fe con qué no estoy de acuerdo, para no engañarme ni engañar al autor de las obras examinadas, pero por lo regular me gano animadversiones y malquerencias que no esperaba.
En este mes de abril, del idioma y del libro, es oportuno repreguntar para qué nos sirve a los colombianos el idioma, si para ampliar el conocimiento, entendernos y comprendernos, o para machetear las palabras, ahondar los queridos viejos odios y acrecentar las peleas y divisiones internas con un espíritu de confrontación que sería digno de mejores causas. Mientras no avancemos en la construcción de una cultura de la saludable discordancia, como seres civilizados, seguiremos viviendo en Colombia, la maleducada.
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