Un millar de personas teclea cada día en Google "cómo enterrar a un cadáver". No son muchos, cierto es, pero no me negarán que el dato es inquietante. Caben varias posibilidades. La primera es que ese puñado de zumbados tenga la necesidad cierta de ocultar un cuerpo humano inerte. La segunda, que a un solo internauta se le haya acumulado un millar de cadáveres y no sepa cómo deshacerse de ellos. Poco probable, pero de asesinos múltiples está lleno internet. La tercera, tan plausible como el resto, es que el reelegido presidente Santos recurra al colorido megabuscador para encontrar la fórmula definitiva con la que dar religiosa sepultura a las narcoguerrillas.
Algún malicioso habrá pensado que el título de esta columna hacía referencia a Óscar Iván Zuluaga, medalla de plata que nadie recordará en un par de años. Pues no. Si algo nos deja el resultado electoral es que el uribismo no es un cadáver molesto que se pueda ocultar. Con casi siete millones de votos (900.000 menos que su oponente), el uribismo sigue vivo y coleando, y quien pretenda enterrarlo o no se entera o no quiere enterarse. Y ya se sabe que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Solo el transvase de votos colorados y verdes hacia Santos ha hecho posible su reelección. Sé que esta afirmación será criticada por algún purista de la estrategia electoral, pero como además de periodista soy politólogo, me permito esta licencia: Santos ha vencido gracias a los votos de la izquierda.
No es que eso le comprometa para nada en su segundo mandato, pues como ya sabemos la oligarquía bogotana es bienpensante. En otras palabras, y para el que no lo entienda, socialista y radical en las tertulias de cara a la galería, pero más cerrada, elitista y blanca que un club de cricket inglés. Esto es así desde tiempos inmemoriales. Por eso, todos ellos lucen tan bien en los carteles y las televisiones, con esos rostros de porcelana y sonrisas fluoradas, porque sus familias son cotos cerrados donde no hay más mancha en la sangre que la de alguna modelo con la que regenerar la estirpe. Así pues, por mucho que el renovado presidente le deba votos hasta al mismísimo diablo, no vayan a creer que va a volverse loco y a traicionar a sus compadres de club de golf. Ni por asomo. Santos seguirá como hasta ahora y no podemos decir que le haya ido mal sino todo lo contrario. De hecho, pese a que me he mostrado crítico con él sin ningún derecho, pues ni siquiera soy colombiano de nacimiento (aunque sí de corazón), he de reconocerle el brillante desempeño de su Gobierno tanto en lo económico como en lo social. La percepción de que la inseguridad va en aumento es un lunar contra el que habrá de combatir y su reto prioritario, pues ya se sabe que el dinero reclama paz dentro y fuera de los bancos.
Llegados a este punto, el de la paz de una supuesta guerra que Colombia no empezó, el veredicto de las urnas ha sido claro. El país ha apostado por la fórmula de paz de Santos y no por la de Uribe. Una paz sin vencedores ni vencidos frente a la rendición de los narcoguerilleros. La paz a toda costa por la claudicación absoluta de las Farc. La reconciliación de víctimas y asesinos frente a la postración ante la sociedad de los pistoleros.
Ambas eran fórmulas de paz ante un muerto viviente como las Farc, aunque Colombia eligió la de Santos. Quizá sea la más rápida y duradera. Quizá sea la única, por mucho que las exigencias guerrilleras vayan a ir ahora en aumento. Pero a la fórmula ganadora aún le queda un cabo suelto. El presidente aún tiene que descubrir cómo enterrar a un cadáver.
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