Dos posturas quedaron marcadas en el reciente Congreso Internacional de Supervisión Educativa, realizado en Mar del Plata, Argentina. Percibimos dos maneras de entender este rol de la gestión educativa que, a su vez, generan dos posibilidades en el éxito o fracaso de los proyectos formativos.
Una, la versión tradicional de su papel, marcado por acciones de inspección y control: quien supervisa, mira desde arriba, detecta las fallas, las inconformidades; fiscaliza el cumplimiento de las normas, de la legalidad, la obediencia sumisa; busca evidencias formales; tiene mirada economicista de eficiencia y eficacia, con parámetros estandarizados.
Pero cuando se busca lo que falta, es posible no encontrar lo que hay. Porque muchas prácticas, más que supervisadas, ameritan ser escuchadas y visualizadas.
Lo que no dimensionamos es que a la postura de control, generadora de miedo, desconfianza y rabia, aparece, como contrapartida y fórmula salvadora, la trampa. Entonces, se presentan los informes bien redactados, pero sin soporte en las prácticas educativas; son papeles hechos a la medida del ente fiscalizador.
La otra versión de este rol, con sello de respeto, tacto y franca disponibilidad para acompañar procesos, entiende su función de apoyo, asistencia y facilitación; establece una relación dialógica; potencia al otro, no lo inhibe ni lo paraliza; genera autonomía, creatividad, optimismo, seguridad y confianza.
Alguien, en el filo de las dos posturas, exponía en aquel encuentro sobre "el delicado arte del equilibrio en la gestión del supervisor": como aliado estratégico de la escuela, sin ser cómplice de deficiencias; que aparece consistente, pero, a la vez, no llega a ser objeto de amenaza; que cruza en su tarea la ética de la norma, pero, también, la ética de la escucha.
Por lo pronto, parece que este fuera un rol de la gestión educativa que precisara ser re-significado. Su papel se enrarece desde su nombre, "supervisor", que tiene un sentido más peyorativo que de acompañamiento, porque marca distancias, y no inspira confianza.
Con tan diversos nombres que se les asigna en cada contexto, hay que admitir que este es un oficio clave en los sistemas educativos, porque es la bisagra que articula el Estado con las comunidades educativas. A ellos les compete el más esmerado liderazgo para crear una nueva cultura de esfuerzos sumados en la escolaridad, que honre el derecho de todos a una buena educación.
Más que controlar y supervisar, su más genuino proceder será acompañar de forma proactiva los procesos de educación en las experiencias escolares que son de su responsabilidad. Ellos son pieza clave para profundizar la autonomía escolar que promueve Paulo Freire , y fundar la sensación de que la educación no puede limitarse a una tarea burocrática, y que no tiene sentido su papel como sujetos de poder irracional y autoritario.
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